domingo, 18 de noviembre de 2012

Canción errónea, de Antonio Gamoneda



En un mundo en el que leemos tanto, en la prensa, en Internet, en las novelas, en los libros de autoayuda, en una búsqueda extenuante de la certidumbre, de seguridades que sabemos que se llevarán el tiempo y el viento, la perplejidad que provoca un poeta como Antonio Gamoneda (1931) es un contrapunto necesario, terapéutico incluso. “Únicamente he aprendido a desconocer y olvidar”, dice en un momento de Canción errónea, su único poemario en 8 años.

En horas bajas para la metafísica, para esas preguntas por el sentido que antes nos proporcionó de forma institucional la religión, pero que hoy raramente se escuchan, los poemas terriblemente existenciales, pero descreídos, de Gamoneda son una llamada de atención. “Esta mañana he escuchado la más falsa de las palabras: ‘Vivir”. Gamoneda ejerce la profesión que le ha ocupado gran parte de su vida: el autoconocimiento. Gamoneda, el poeta que de niño aprendió a leer descifrando los versos del único poemario que dejó su padre muerto. 

Canción errónea es un libro donde el poeta, ya octogenario, anticipa el final del camino, su muerte. Es, como alguien ha sugerido, “arte de la memoria en la perspectiva de la muerte”. Pero también es trabajo luminoso por cuanto encontramos al viejo Gamoneda ejercitando la lucidez en un intento (vano quizás) de hacer recuento y asumir su finitud. “He vivido y no sé por qué. Ahora he de amar mi propia muerte y no sé morir. Qué equívoco”.

Con versos premonitorios construidos con un lenguaje despojado, minimalista, reiterativo, Gamoneda espera el momento final mientras rememora la infancia, ese “territorio dibujado por la pobreza” de la provincia y la Guerra Civil, y evoca a la madre redentora como hiciera en su anterior libro, Un armario lleno de sombra. “En realidad yo voy a ser, ya estoy siendo, huérfano de mí mismo”. También hay un Gamoneda vagamente rebelde que denuncia la falsedad y la mentira.

En un mundo donde ha triunfado la inmanencia y donde se nos pide que lo entendamos todo, cuesta asumir el estado de perplejidad en que nos deja el poemario intimista de Gamoneda, compuesto por un par de miles de palabras escurridizas y nunca enteramente comprendidas. Supongo, como sospechaban los místicos, que no todo puede ser dicho y mucho menos comprendido.



En fin, Canción errónea es un libro evocador sobre los límites, sobre la vida entendida como el “accidente” que ocurre entre dos inexistencias. Dejo por aquí unos cuantos poemas del poemario, aunque, por las limitaciones del editor de este blog, no respeto los márgenes y tabulaciones del original:


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Había
vértigo y luz en las arterias del relámpago,
fuego, semillas y una germinación desesperada.

Yo desgarraba la imposibilidad,
oía silbar a la máquina del llanto y me perdía en la espesura
vaginal. También

entraba en urnas policiales. Así
olvidaba los ojos blancos de mi madre.
Vivía
Parece ser.
Vivía

Ahora mismo atiendo distraído a mi estertor. No hay en mí
memoria ni olvido; única y simplemente lucidez.

Han desaparecido los significados y nada estorba ya a la
indiferencia.

Definitivamente, me he sentado
a esperar a la muerte
como quien espera noticias ya sabidas.


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Desprecio
la eternidad.
He vivido
y no sé por qué.
Ahora
he de amar mi propia muerte
y no sé morir.
Qué equívoco. 


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…desde hace tiempo,
descanso en la tiniebla dúplice y,
de vez en cuando, digo
dos palabras, dos, sólo dos
con certidumbre:
no sé.



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Amé. Es incomprensible como el temblor de los álamos.
Estoy extraviado pero yo sé que amé.

Yo vivía en un ser y su sangre se reunía con mi sangre y
la música me envolvía y no mismo era música.
Ahora,
¿quién es ciego en mis ojos?

Unas manos pasaban sobre mi rostro y envejecían len-
tamente. ¿Qué fue vivir entre heridas y sombras? ¿Quién
fui en los brazos de mi madre, quién fui en mi propio co-
razón?

Únicamente he aprendido a desconocer y olvidar. Es extraño.
Todavía el amor
habita en el olvido.

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Canción errónea
Antonio Gamoneda
Editorial Tusquets
153 páginas
14 euros

lunes, 12 de noviembre de 2012

Las leyes de la frontera, de Javier Cercas





El boca a boca de los lectores, la crítica y los premios han coincidido en señalar a Javier Cercas como uno de esos autores a los que hay que estar atentos. Por eso, la llegada a las librerías de Las Leyes de la frontera, su última novela, supone una buena noticia para muchos. Aunque no consigue mover tantos resortes en el interior de la mente del lector como lograron Soldados de Salamina y Anatomía de un instante, Cercas vuelve asorprender, y eso a pesar de que el texto mantiene y juega con algunas de las señas de identidad que caracterizan su obra literaria, como la particular vinculación que surge entre narrador y autor, su interés por los héroes (sean del tipo que sean) o el poso de incertidumbres que siembra a lo largo de las páginas para que cada lector tenga la oportunidad de hacer su propia interpretación de lo expuesto.

Frente a la identificación instantánea que surgía entre Cercas y el narrador al leer las primeras frases de sus obras anteriores (“Ahora llevo una vida falsa, una vida apócrifa y clandestina e invisible aunque más verdadera que si fuera verdad, pero yo todavía era yo cuando conocí a Rodney Falk...”, empezaba, por ejemplo, la menos conocida La velocidad de la luz), lo primero que llama la atención al comenzar ésta es que somos testigos de una conversación. 

Así, la narración en primera persona a la que nos tenía acostumbrados da paso al diálogo puro, en concreto, a la trascripción de distintos encuentros que un escritor entabla con tres personajes diferentes, que le irán brindando información sobre un famoso delincuente de los años 70-80 sobre el que le han pedido que escriba un libro. Para ello, se entrevistará con un antiguo miembro de su banda, el Gafitas, que décadas después, ya convertido en abogado, le defenderá; con uno de los policías que lo arrestó; y con el director de una de las prisiones en las que estuvo recluido.

Resulta inevitable asociar a Cercas con ese autor anónimo que va haciendo preguntas y tirando del hilo para reconstruir la historia de Antonio Gamallo, alias el Zarco, descrito como “el quinqui y el drogadicto oficial de este país”, pero ocurre un tanto de lo mismo con Ignacio Cañas, ese charnego de clase media que durante tres meses cruza la frontera debido a su interés por una muchacha y se convierte en el Gafitas, un miembro más de la banda y, por su peso, el verdadero protagonista de la novela. 

Será su breve compañero de atracos en 1978 y, dos décadas después, se hará cargo de su defensa. De hecho, el propio Cercas cuenta que parte del origen de este libro surge de la necesidad de entender por qué mucha gente de su generación tuvo un final trágico a causa de las drogas y él no lo tuvo.

Reconoce en los quinquis otro punto de partida; esos delincuentes que aparecieron durante la transición y que, según Cercas, “fascinaban y aterrorizaban”. Teniendo como referencia al Vaquilla, en el libro se cuenta como un quinqui de barrio es convertido por los medios de comunicación en una leyenda. El Zarco pasa 25 años entre la cárcel o en busca y captura, y es acusado de 600 delitos, pero, a pesar de todo ello, los medios le convierten en el gran delincuente arrepentido e intentan redimir su figura para que salga de la cárcel. 

Vuelve a ser un héroe con aristas y posiblemente cuestionado por muchos (y sobre todo por el propio Cercas). Un personaje como el miliciano anónimo que no disparó a Sánchez Mazas en Soldados de Salamina o los tres diputados (éstos menos anónimos) que no se tiraron al suelo aquel aciago 23 de febrero, pero, en definitiva, el único tipo que parece interesarle al autor.

Y el tercer vínculo que permite reconocer a Cercas en esta nueva novela son esos “ángulos oscuros, puntos ciegos, ambiguedades esenciales”, según sus palabras, que hacen necesario que el lector ponga algo de él, ya que debe “interpretar la partitura que fabrica el escritor”, para crear su propia novela, esa que tal vez difiera de la leída por su mejor amigo, que verá en el gesto de un personaje algo distinto a lo visto por aquel. Eso sí, tanto uno como otro disfrutarán de un texto concebido como un gran puzle, muy rico en lecturas, original en el planteamiento, pero que resulta muy difícil que cautive tanto y a tantos como sus libros más logrados, quizás porque la Guerra Civil y el golpe de estado del 81 consiguen todavía conmovernos o porque él, sin duda, lo consiguió.

Las leyes de la frontera

Random House Mondadori
383 paginas
21,90 euros




domingo, 4 de noviembre de 2012

La estafa intelectual de John Banville



A propósito de Muerte en verano, de John Banville/Benjamin Black



Mariano Oliveros

El irlandés John Banville es uno de los más famosos escritores actuales en lengua inglesa. Mimado por la crítica y muy popular en Gran Bretaña, John Banville dispone de unos recursos literarios excepcionales, no hay ninguna duda. Su prosa resulta siempre elegante, aguda y precisa, y sus metáforas son muchas veces sorprendentes, por originales y atrevidas. Por otro lado, controla magistralmente los tiempos y las escenas y, mediante un gran amor por el detalle, consigue que los cabos estén siempre bien atados, nunca permite que sus personajes se le desmanden.

Puede que esta última “virtud” sea, al cabo, el defecto que me aleja de sus obras, que encuentro frías. Las pasiones que aparentemente devoran a los protagonistas no me llegan, me parecen impostadas y falsas. La bien armada estructura literaria de las obras de Banville, al fin, no consigue reconciliarme con su falta de empatía, con su alejamiento de lo que escribe. Ni en su versión más “seria”, la del El mar Los infinitos, ni en el lado más oscuro y liviano que suscribe su alter ego, el Benjamin Black de El Secreto de Christine o En busca de April, logra conmoverme…

John Banville/Benjamin Black nos ofrece, en la última entrega de las andanzas del dipsómano Quirke, lo más puro de su interpretación del género policíaco  para bien y para mal. La trama de Muerte en verano (editorial Alfaguara) discurre en buena medida por caminos muy conocidos. El aparente suicidio de un millonario, las sospechas que, sabiamente, deja el autor sobre su entorno personal, las dudas e investigaciones del investigador aficionado Quirke, nos resultan muy familiares. Sólo poco a poco percibimos que no se trata de una novela negra canónica, sino, como es costumbre en Benjamin Black, más bien una suerte de juego literario perfeccionista sobre la base del modelo del género.

En esta ocasión, el estilo depurado del autor resulta especialmente acertado y las páginas se devoran sin esfuerzo, en busca de la solución del misterio y del resultado de los devaneos del protagonista. Sin embargo, en un determinado momento el hilo argumental que nos guiaba se acaba si pena ni gloria y la novela se dirige a su conclusión sin que logremos recuperar el interés, pecado capital no ya en el género que recrea sino en cualquier obra literaria.

No creo en las reglas de la novela negra, o, más bien, creo que están para romperlas, retorcerlas o burlarse de ellas por cuanto cada obra literaria sólo se atiene a su propia lógica interna, de forma que su resultado estético es lo único que importa. En ese sentido, al extrañamiento que, como siempre, me trasmiten los personajes de las historias de Banville, se añade el que no me gusta cómo está resuelta la trama de Muerte en verano, me produce un sentimiento de estafa intelectual que arruina todo el conjunto y no tanto porque se aleje del canon sino porque es incoherente con el desarrollo argumental.

En suma, Muerte en verano es un entretenido divertimento durante muchas páginas y, a la postre, una novela fallida, aunque, como siempre en Banville, los párrafos que la componen estén muy bien escritos. 




domingo, 28 de octubre de 2012

Agonía y éxtasis de Steve Jobs



A propósito de la comedia de Mike Daisey, que está en el Teatro Alfil de Madrid hasta el 1 de diciembre



Mensaje claro para los que no queráis leer todas las líneas de este post: id a ver Agonía y éxtasis de Steve Jobs, en el teatro Alfil de Madrid. La applemanía es una enfermedad que se contagia con facilidad y que está llegando a magnitudes de pandemia. Esta obra puede ser una buena oportunidad para saber en qué punto de locura estamos. Vale la pena.

Es una lectura dramatizada de un largo reportaje periodístico (o de los muchos reportajes que se han escrito en los últimos años y que menoscaban la figura del fundador de Apple). Agonía y éxtasis de Steve Jobs asienta en muchos datos demostrables su crítica furibunda a la compañía de la manzana y a la legión de applemaniacos que corren desaforados a las tiendas cada vez que la casa saca un artilugio al mercado.

Los que estén al corriente de la intrahistoria del fenómeno Apple no se sorprenderán con lo que oirán en el Teatro Alfil: hay referencias a un jefe autoritario, a ratos tiránico y casi siempre egocéntrico hasta decir basta (y al que, además, le huelen los pies), y se nos habla de una compañía que vende estilo y buenas vibraciones a costa de subcontratar mano de obra esclava en fábricas chinas. Apple es la compañía que más dinero gana en el mundo gracias a unos márgenes comerciales prodigiosos. Pero también es la metáfora perfecta de la gran farsa publicitaria que ha alimentado al capitalismo desde mediados del siglo pasado, cuando los ejecutivos de Madison Avenue se hicieron con el control. Esto lo digo mientras recomiendo el iPad a diestra y siniestra.    

En Agonía y éxtasis de Steve Jobs no hay nada que no se haya dicho ya en el New York Times o en las cadenas de televisión de medio mundo, o incluso en la biografía que autorizó el propio Jobs en sus últimos días, la de WalterIsaacson, donde decenas de empleados se despacharon a gusto con su moribundo jefe contando las humillaciones que sufrieron cuando se toparon con el genio de los pies descalzos.

Sin embargo, el texto de Mike Daisey, otro Pepito grillo de la cultura americana, una especie de Michael Moore de las tablas cuyos monólogos también han puesto en la diana a corporaciones como Wal Mart o Disney, o al mismo Gobierno de los Estados Unidos, es su ritmo y su capacidad para darnos tanta información sin que decaiga el interés. En la versión española, el actor Daniel Muriel, excelente, se mantiene solo en el escenario durante una hora y media, cambiando de registro sin parar y alternando media docena de papeles para mantener la atención y sacarnos una sonrisa.

La historia oscila entre la cool y soleada California de Silicon Valley y las fiestas hippies, y, al otro lado del mundo, esa megalópolis de 14 millones de habitantes, oscura y fabril, que es Shenzhen, encarnación en la tierra de la pesadilla de neón que nos propuso en su día Blade Runner y de donde salen todos los aparatitos de electrónica que usamos. Agonía y éxtasis de Steve Jobs nos cuenta la historia de Apple, su brillo inicial, su posterior caída y la resurrección de tuvo a partir de finales de los noventa (cuando sale el primer iPod) y hasta hoy, en que se ha convertido en un mito empresarial y cultural.

Pero también nos habla de la trastienda de ese éxito sin igual, de los suicidios en la fábrica de Foxconn, de las jornadas de 12 o 14 horas de miles de adolescentes que con sus ágiles dedos ensamblan miles de iPads al día, de las intoxicaciones que produce el líquido con el que sacan brillo a las cristalinas pantallitas del iPhone o, yéndonos a la prehistoria de la informática, de ese atraco a mano armada que supuso la visita de Jobs a los laboratorios de Xerox en Palo Alto, de donde se llevó las ideas con las que puso los cimientos de su imperio.

El texto brilla. Es ágil y se hace digerible a pesar de apabullarnos con cientos de nombres de directivos o cifras de negocio. Sin embargo, falla un tanto al final, cuando insiste en repetirnos “el mensaje”, como si en la hora previa no hubiéramos tenido ocasión de intuirlo y hasta digerirlo, o en adelantarnos las conclusiones. Daniel Muriel se mueve bien en la parodia, pero no tanto cuando caen las luces y adopta un tono más grave para denunciar a Apple por sus abusos en China y a su malogrado jefazo por hacerse el sueco ante tanta explotación y ser tan despiadado con sus semejantes. 





domingo, 21 de octubre de 2012

Flores en las grietas, de Richard Ford




"Ninguno de nosotros es gran cosa"

  
Richard Ford no es un autor prolífico. Seis novelas para un señor que está a punto de cumplir 70 años no se puede decir que sea mucho. La necesidad de mantener la presencia del “poco productivo” Ford en las librerías, dicen, es lo que ha llevado a su editor, Jorge Herralde (Anagrama), a inventarse este librito, compuesto por retazos autobiográficos y comentarios sobre literatura.

A pesar de tener un origen tan plebeyo, el resultado no es malo, y ni tan siquiera parece forzado. Flores en las grietas nos acerca al autor de El periodista deportivo, El día de la independencia o Acción de gracias, que constituyen un potente fresco de los Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial a esta parte. El tono del libro es menor, íntimo, y ahí justamente radica su interés.  

En Europa tendemos a idealizar la vida de los escritores, atribuyéndoles inconscientemente las aventuras de sus personajes de ficción o haciéndolos protagonistas de los conflictos morales que se plantean en sus libros. La sacralización del intelectual que tuvo lugar en la Francia del siglo pasado y que convirtió el desencuentro de Camus con Sartre en un asunto universal, ha influido a la hora de consolidar esa actitud reverencial que los europeos adoptamos ante el mundo de la cultura. 

En el mundo anglosajón las cosas son bastante diferentes. La sospecha que suscita cualquier gesto de intelectualismo en Estados Unidos hace que sean sus propios escritores e intelectuales los se adelanten a rebajar las expectativas. Ford también coge esta línea. “Ninguno de nosotros es gran cosa”, llega a decir en un momento, citando a Auden. Los escritores no son gente especial y con un fascinante mundo interior, y el que así lo crea es un frívolo, advierte en otro capítulo.

Siguiendo con este ejercicio de autoconocimiento y despojamiento, Ford hace un encendido homenaje a un profesor universitario que le enseñó a leer la literatura que le interesaba cuando él nada sabía (en el capítulo La lectura). También reconoce su propensión a la violencia física (En la cara) o a la holgazanería (Holgazanear mientras la Musa recarga pilas).

Sus muchos años dando clases en la Universidad y en eso tan americano que son los talleres de escritura creativa, se notan en las partes del libro que yo más aprecio, que son las que dedica a hablar de sus fuentes de inspiración literaria. Otra vez rehuyendo el intelectualismo y el comentario sesudo, Ford nos pone sobre la pista de joyas (a veces escondidas u olvidadas) de la literatura estadounidense del siglo XX y vuelve a clásicos como Chejov, con una deliciosa relectura de La dama del perrito. También una delicia es su lectura de Revolutionary Road, de Richard Yates, aunque estoy seguro de que romperá esquemas a algunos.

Por último, algunos capítulos de este Flores en las grietas los dedica Ford a rescatar episodios de su infancia en el hotel de Little Rock, en la ribera del Misisipi, regentado por su abuelo. En En recuerdo del golf, que cuenta la fascinación que siente por este deporte un empleado negro del hotel, la inesperada intriga convierte la rememoración en una relato excelente. Para mitómanos es su aproximación, en otra parte del libro, a Raymond Carver, con el que tuvo una intensa amistad.  



He aquí algunas de las obras (casi siempre cuentos) de las que habla Richard Ford en este libro y que pueden deparar alguna lectura interesante:

Muerte en el bosque, de Sherwood Anderson
Quiero saber por qué, de Sherwood Anderson
Reunión, de John Cheever
El fuego del hogar, de Tobías Wolff
¿Qué es lo que quiere?, de Raymond Carver
Años luz, de James Salter



NOTA: Richard Ford acaba de publicar en Estados Unidos su séptima novela, Canadá, que todavía no ha llegado a España. A continuación tenéis un vídeo sobre este trabajo. 






domingo, 7 de octubre de 2012

Amor en las postrimerías


  

A propósito de Hombre lento, de J. M. Coetzee

Paul Rayment, fotógrafo retirado en la ciudad australiana de Adelaida, es arrollado por un coche mientras pasea en bicicleta. Milagrosamente salva la vida, pero pierde una pierna. Al cabo de unos meses, Rayment, que renuncia a una prótesis y se prepara para la soledad y la dependencia más estricta, se enamora de su cuidadora, una croata de mediana edad, casada y con tres niños. Rayment, incapaz de contener el aluvión de sentimientos encontrados que Marijana le provoca, le declara su amor, un amor que no necesita ser recíproco y que también extiende a Drago, el hijo adolescente de Marijana y la gran preocupación de su madre. Impresionante comienzo.   


El viejo Rayment, antipático y contradictorio, pero también anhelante y virtuoso, es un personaje tan poderoso, tan bien construido, que está destinado a quedar en la mente del lector largo tiempo. Coetzee se mete en el pellejo del viejo desahuciado e ilumina su universo emocional, pero no permite que nos identifiquemos con él. Coetzee rehúye los atajos y las florituras, y con las palabras justas (me recuerda a Clint Eatswood por su capacidad de síntesis y de plantear con muy pocos elementos dilemas morales eternos) da cuenta de la redención que para Rayment, metáfora de una vejez indeseable, supone el encuentro con su cuidadora y con su familia, a la que intenta ayudar por todos los medios, quizá en un último intento de sembrar la semilla que lo inmortalice y que prolongue su recuerdo en este mundo. El estéril Rayment, que se casó pero que nunca tuvo hijos, busca una segunda oportunidad.

La literatura de Coetzee está llena de matices, de fogonazos de realidad que hacen que una historia que se mueve en la fina raya que separa lo verosímil de lo que no lo es y que está llamada a agotarse en las 50 primeras páginas por su brillante e impactante comienzo, siga creciendo en las 200 siguientes.

Coetzee se mueve al margen de la literatura mainstream, esa que, a base de suspense, ciertas dosis de corrección política o calculada irreverencia, está hecha para vender. Primero porque elige a un viejo como protagonista, y, además, porque lo convierte en sujeto de una pasión erótica. Sin pudor, asistimos a las caricias imaginarias –en realidad masajes de rehabilitación- de Marijana en el muñón que cuelga de la pierna masacrada de Rayment. Un erotismo terminal que me recuerda un tanto al que encarnaron en la película Sarabanda, el último trabajo de Bergman, Liv Ullmann y Erland Josephson, aunque allí la pulsión erótica del viejo gruñón se mezclaba con el miedo y la orfandad que siente el que ya huele la muerte. Hay que reconocer que Bergman tampoco se anduvo con chiquitas en este terreno

Hombre lento es también un libro sobre un mundo que está a punto de fenecer, el que representa Rayment y su amor por el oficio de la fotografía, y sobre el que ha irrumpido sin que él se diera cuenta, pues ha vivido mucho tiempo de espaldas a sus contemporáneos, y que encarnan los adolescentes ensimismados de la era de Internet y las familias de nuevo cuño de los barrios periféricos de las ciudades australianas, familias trabajadoras en busca de status.

Lo que menos me gusta de la novela de Coetzee es esa escritora pizpireta llamada Elizabeth Costello, que ya protagonizó otro de sus libros y que aquí se convierte en contrapunto emocional y argumentativo de Rayment y un recurso literario para explorar sus sentimientos cuando la trama principal, la de su aproximación a la familia Jokic, la de Marijana, queda suspendida. Costello, un Sancho Panza posmoderno que practica el culturalismo pero que tampoco tiene empacho en destilar esa sabiduría hueca de los libros de autoayuda, sirve a Rayment para reconocer la pérdida que supone la vejez y el océano que media entre la realidad y el deseo.



Una curiosidad: todavía me pregunto por qué la edición española de la novela muestra a un perro lamiendo los labios de un anciano, previsiblemente su dueño. Arriba reproduzco la portada de la inglesa, mucho menos metafórica, pero más ajustada y en línea con el estilo directo de Coetzee.  

lunes, 24 de septiembre de 2012

David Simon: periodista incrustado





A propósito de Homicidio, un año en las calles de la muerte


David Simon abandonó el mundo de los diarios mucho antes de que apareciera la crisis última que se ha llevado por delante cientos de cabeceras en Estados Unidos y ha dejado este sector de los media al borde del abismo. Lo hizo para empezar una brillante carrera en la televisión como escritor y productor de series como The Corner, la excepcional The Wire o Treme, que va por su tercera temporada y donde un Nueva Orleans arrasado por el Katrina es protagonista colectivo. 

Sin embargo, Simon apuró sus 13 años en la redacción del Baltimore Sun y mucho de lo que vio en la sección de local del periódico luego le valió para sus libros y series. Durante 1988, tuvo la oportunidad de “incrustarse” en la unidad de Homicidios de la policía de Baltimore, una ciudad de mayoría negra y con unos índices de violencia escalofriantes. Durante doce meses fue un “embedded journalist”, aunque para ello no tuviera que viajar a ningún país en guerra, puesto que el infierno estaba a la puerta de su casa.  

Homicidio, un año en las calles de la muerte es un extenso y generoso reportaje periodístico (700 páginas) donde Simon anota la vida y la peripecia de los agentes del cuerpo de homicidios al mismo tiempo que tiene lugar. El libro nos lleva a los escenarios de infinidad de crímenes, a las frías salas de interrogatorios donde los agentes intentan sacar infructuosamente una confesión, a la morgue donde un forense descompone un cuerpo en busca de un indicio para sacar adelante la investigación e incluso al bar de irlandeses donde los investigadores ahogan sus penas e incertidumbres en alcohol.

También nos pone al corriente de la burocracia policial, de los intereses (políticos) que llevan a que ciertos casos se investiguen con una dotación inusual de medios y otros se guarden en un cajón antes de tiempo, y muestra porqué hace agua un sistema judicial basado en el jurado popular. Todo visto y oído. Como en un buen reportaje, Simon da mucha información relevante (los sagrados facts), esperando que sea el lector el que comprenda y saque sus conclusiones. Solo a la hora de elaborar los perfiles psicológicos de los agentes se permite Simon ciertas licencias literarias, aunque el autor confiesa al final del volumen que incluso para ellos intentó cotejar sus impresiones con las de los protagonistas. Siempre el periodismo. 

Homicidio no responde a los clichés del género policíaco de siempre ni tiene nada que ver con esa fría sofisticación de series como CSI. Homicidio está poblado de policías que trabajan hasta el agotamiento, que padecen de hipertensión y están mal alimentados. Policías que siempre están mendigando por una hora extra que les ayude a adecentar sus mediocres salarios. Los protagonistas de Homicidio son agentes experimentados, pero dubitativos, contradictorios y que muchas veces acaban obsesionados con el caso que tienen entre manos.

Como en The Wire, Simon atrapa un trozo de la vida de la ciudad mientras tiene lugar, y no le resta un ápice de complejidad. No simplifica esa realidad que ve para que quede resultona y digerible para lectores de amplio espectro. La célebre frase “quese joda el lector medio”, que pronunció el propio Simon a propósito de The Wire, también preside el proceso de elaboración de Homicidio.

Homicidio es un libro sincero, sin edulcorantes ni atajos, que contrasta con lo que se hace en España. No hay más que pensar en esas series (y en ciertos libros) sobre políticos, periodistas, policías, abogados o médicos que, por asegurarse un retorno de la inversión, se mueven en la superficie y dotan a las tramas, siempre convenientemente acabadas, de las dosis justas de espectáculo, romance e incorrección política.

Se habla mucho de la edad de oro de la ficción televisiva, de una tele que tiene ahora a los mejores guionistas y a los actores. Sin embargo, tengo la impresión de que, en el fondo, y a pesar de tanta sofisticación y buena factura, las series nos siguen pintando la vida a brochazos.

¿Por qué desde el periodismo no se está dando una respuesta a todos esos ciudadanos confundidos con la retórica que los poderes pregonan a través de esos mismos medios? Necesitamos a más creadores como David Simon, que nos cuenta con un relato veraz, sin trampas y que no elude complejidades, qué pasa en el país de la marginación, la droga y la segregación racial. Necesitamos a más periodistas bien informados y sinceros que hagan el relato de nuestra sociedad, que nos digan qué pasa y cómo se trabaja de verdad en los pasillos del poder, en los hospitales, en las escuelas, en los mercados financieros (tan importantes hoy en día como desconocidos), en las cárceles, en los cuarteles o en los medios de comunicación.

Estoy convencido de que, de esta manera, afrontaríamos de forma más desapasionada y cabal tantos debates que la crisis económica y los medios de comunicación llevan al ciudadano común todos los días. Curiosamente, Simon, que creció emulando a Carl Berstein y Bob Woodward, los redactores que destaparon el caso Watergate, ha acabado desengañado con el paso de los años y afirmando que el periodismo no tiene ningún poder para cambiar la sociedad. Sin embargo, el ejemplo de Homicidio debería cundir.

Es una pena que la traducción y la edición en español del libro (de la editorial Principal de losLibros) no estén a la altura. Hay demasiadas erratas y algunos pasajes son algo confusos. Estaría bien que en futuras ediciones la editorial subsanara estos problemas.  



Homicidio, un año en las calles de la muerte
David Simon
Editorial Principal de los Libros
700 páginas
28,50 euros

sábado, 15 de septiembre de 2012

La Central: una nueva librería en Madrid






En España las librerías no son precisamente acogedoras. Por lo general son sitios de pasillos angostos, mal iluminados y donde la lectura es poco menos que una proeza. Muchas tienen más que ver con un decomiso de toda la vida que con un lugar para el descubrimiento. Y es que, al fin y al cabo, si uno no va a una librería a dejarse sorprender, lo mejor es que se quede en casa haciendo el pedido por Amazon.

La Casa del Libro de Madrid, una de las mayores librerías del país y (todo hay que decirlo) la que más fondo bibliográfico exhibe, espanta a cualquiera por ese aire industrial que las sucesivas reformas le han dejado. Esos suelos de plástico verde y esos pasillos delimitados por finas líneas de pintura blanca tienen más que ver con un almacén suburbial de material eléctrico que con una librería. Además, para el fatigado lector que llega a los pisos superiores de La Casa del Libro nunca hay una triste silla (no digamos un sillón de orejas con su café humeante) donde ojear un volumen, ni una ventana para descansar la vista y que rompa ese hilo de luz macilenta que sale de los fluorescentes de oficina que se distribuyen por el techo.

Siempre admiré esas confortables librerías de los países del norte, donde uno puede pasarse la tarde leyendo, conversando, comiendo o navegando por Internet, y todo mientras tu hijo se divierte con las piezas de un mecano o pintarrajea un bloc de dibujo.

Sin embargo, la apertura de La Central en el centro de Madrid puede cambiar el panorama. Hacía mucho tiempo que en Madrid (y yo diría que en España) no había una alegría de verdad para los nos pasamos alguna que otra tarde escudriñando anaqueles. Cuando parecía que todo estaba perdido y que el mundo del libro y de los libreros se iba a extinguir irremediablemente por la avalancha de las pantallas y del todo gratis, la inauguración de La Central, en la plaza de Callao, a escasos metros de la todopoderosa Fnac y de El Corte Inglés, se presenta como un rayito de esperanza. Es verdad: La Central es un ejercicio de voluntarismo, es pura obstinación en los tiempos que corren, pero hay que celebrar su apertura. 

Creo que sus promotores, unos libreros catalanes, han intuido por dónde van las cosas y presumen que el libro en papel va camino de convertirse en el capricho de una minoría, un lujo, un producto premium (¿caro?) que no puede ser despachado como un botella de leche o un pack de cervezas, sino que hay que ofrecer convertido en una experiencia total, como la historia que lleva dentro. Las exitosas tiendas de Apple, donde un reproductor de música o una pizarra digital se convierten en un modelo de vida,  marcan el camino a seguir para todos.

Los dueños de La Central (1.200 metros cuadrados) han entendido que para competir con Amazon o con la piratería de libros electrónicos habrá que dar algo más. El que se dé un paseo por las tres plantas del edificio antiguo que acoge al establecimiento de Callao, que ha sido espléndidamente restaurado y aprovecha al máximo las posibilidades de la luz natural, verá que el libro no viene solo. La propia arquitectura y la decoración, o el olor a café y la música que inundan la primera planta, donde han dispuesto un restaurante, ya nos ponen en un escenario distinto.

Además, en La Central (por lo menos en estos primeros días), el librero nos propone un diálogo. Los libros seleccionados y recomendados son muchos, y en muchos lugares de la tienda están organizados en torno a temas muy concretos: literatura y locura, Londres y sus suburbios, el Congo Belga, Montaigne… También permite a los compradores dejar sus sugerencias. Esperemos que este esfuerzo de selección se mantenga.

A la entrada, el expositor de la exquisita editorial italiana Feltrinelli, fundada por Giangiacomo Feltrinelli, un aristócrata metido a terrorista de izquierdas y que murió a principios de los 70, cuando le explotó una bomba que debía dejar sin luz a media Milán, ya es toda una declaración de intenciones.

La Central, en cuyo accionariado está metida la propia casa Feltrinelli, apuesta por una selección cuidada, pero también por el libro bien editado, ese donde la calidad del papel, el cuerpo y el estilo de la letra, el interlineado o el tacto y el cromatismo de la cubierta no son menos importantes que el contenido. En sus baldas escasean los libros de bolsillo (¡y hasta se echan de menos los bestsellers!), y sí llaman la atención, por ejemplo, las primorosas portadas de la editorial Atalanta, de Jacobo Siruela. Otra declaración de intenciones.

La Central es una apuesta arriesgada, nadie lo duda, pero que puede señalar el camino a muchos libreros, deprimidos por la crisis y la bajada de las ventas de los últimos años, y paralizados por un futuro que solo se vislumbra a través de una pantalla. El libro en papel como experiencia total.



 Para acceder al plano de La Central, pincha aquí

martes, 11 de septiembre de 2012

¡Trabajad, trabajad, malditos!


A propósito de Chicas de fábrica, de Leslie T. Chang


Como la crisis no se acaba y ningún gobernante consigue ofrecernos la más mínima esperanza de que algún día lo haga, resulta evidente que tenemos que buscar la solución por nosotros mismos. Teniendo en cuenta la gravedad de la situación, deberíamos, quizá, tomarnos en serio las soflamas de Juan Roig, aunque sólo sea por el aval que suponen las impresionantes cifras de ventas que tan notable empresario ha conseguido en lo más inclemente de la tormenta económica, mientras todos sus competidores sufren los rigores del descenso global del consumo. 

Resulta, por tanto, más que interesante el profundizar en nuestro conocimiento sobre el modo de trabajar de los chinos y su “cultura del esfuerzo”, una de las referenciasesenciales en las diatribas que el dueño de Mercadona dirige a la sociedad española para que consiga superar estos tiempos de zozobra. A estas alturas ya conocemos bastante bien el modo de trabajar de los propietarios de los activísimos bazares chinos que han proliferado como setas en las ciudades españolas (horarios amplísimos, poca calidad, condiciones laborales pésimas…), pero, aunque lo supongamos, ¿sabemos realmente cómo se trabaja en China?

Chicas de fábrica, a través de los pormenores de la vida cotidiana de distintas jóvenes chinas a las que la periodista del The Wall Street Journal de ascendencia china Leslie T. Chang conoció en su entorno de trabajo y descanso, describe el mayor movimiento migratorio de la historia de la humanidad, el protagonizado por los trabajadores chinos en su viaje desde el mundo rural tradicional de la China interior, a las gigantescas fábricas de las novísimas ciudades del este de su propio país, y nos ofrece un punto de vista totalmente original, desde dentro, del milagro económico chino. La visión resulta espeluznante…

En un contexto de lucha comercial y personal despiadada y sin reglas, donde todos los productos son susceptibles de ser copiados y producidos en cantidades inmensas para satisfacer el desmedido apetito de los consumidores de todo el mundo (incluida, ya, la propia China) y las relaciones se valoran por su utilidad práctica, las jovencísimas y poco cualificadas trabajadoras chinas, deseosas de un futuro mejor lejos de sus paupérrimas aldeas, se dedican sin desmayo a labores repetitivas en gigantescas cadenas de montaje, distribuidas en larguísimas jornadas pésimamente pagadas. 
Las tenaces jovencitas chinas carecen en sus destinos laborales de todo lujo más allá del imprescindible teléfono móvil, no tienen derecho ni siquiera a un lugar mínimamente íntimo y propio en su tiempo de descanso, pues comparten atestadas e insalubres habitaciones dentro de las propias fábricas, y tardan años en volver, y sólo por breves periodos de vacaciones no retribuidas, a sus pueblos de origen, para colmar entonces de regalos pintorescos a sus familiares.
Las más ambiciosas luchan por mejores sueldos y nuevas perspectivas de ascenso profesional en las pocas horas que les quedan libres y se embarcan en  “negocios” piramidales con los que estafan a otros compatriotas, pugnan por aprender inglés en academias de dudosa calidad docente, se postulan en “mercados de talentos” para puestos de trabajo más apetecibles (a menudo tan exigentes y mal remunerados como los que ya realizan), o se apuntan a cursos poco ortodoxos de informática básica o de oratoria o de gestión empresarial, con un afán de progreso personal tan encomiable como arduo y, frecuentemente, estéril.
Todos los jóvenes dependen completamente de las agendas de contactos que acumulan en sus teléfonos móviles para sus relaciones de amistad, sus futuras expectativas de cambio profesional y el trato con sus familiares, de forma que la pérdida de tan preciados bienes, muy frecuente por su gran aceptación en las numerosísimas tiendas que los revenden, supone también la desaparición de la única referencia sólida en un mundo permanentemente cambiante.
La corrupción, el ansia de riqueza rápida y la falta de escrúpulos, son el motor de la imparable dinámica de crecimiento económico de las ciudades como la visitada por la autora (Dongguan). En ese entorno, todo, desde las relaciones personales hasta las calles, las fábricas y cualquier otro tipo de negocio, pueden surgir o cambiar radicalmente en cuestión de días o de horas para ofrecer oportunidades sin cuento a los más despiertos y menos escrupulosos.
Es evidente que Juan Roig no aplica en su exitoso imperio comercial los criterios “chinos” de gestión de los negocios que tanto le gusta predicar, por cuanto el trato que ofrece a sus empleados, que gozan de salarios y condiciones de trabajo, al parecer, bastante razonables, la buena calidad de sus productos, sus discretos márgenes comerciales y, por ende, su respeto por los clientes, son cualidades bien diferentes a las que encontró Chang en las ciudades fabriles de China (y que tan bien describe en su libro). ¿Qué opción preferiremos para salir de la crisis?
Chicas de fábrica. De la aldea a la ciudad en la China contemporánea.
Leslie T. Chang
RBA libros 2012
416 páginas
26 euros (papel) 

domingo, 2 de septiembre de 2012

Vida y muerte en el Tercer Reich, de Peter Fritzsche




Por Mariano Oliveros

Desde que Hannah Arendt escribiera Eichmann en Jerusalén, hace ya 50
años, la discusión sobre la responsabilidad de la sociedad alemana, y
la individual de sus ciudadanos, en la ascensión y el auge del nazismo
y en la aplicación de su atroz programa de exterminio racial, ha dado
lugar a agrias polémicas. Aunque Hannah Arendt siempre rechazó el
concepto de culpabilidad colectiva (“donde todos son culpables, nadie
lo es”), sí creía en la existencia de una responsabilidad política o
colectiva (“yo debo ser considerada responsable por algo que no he
hecho y la razón de mi responsabilidad ha de ser mi pertenencia a un
grupo, un colectivo, que ningún acto voluntario mío puede disolver”).

La tesis de Arendt es compartida por Peter Fritzsche, profesor de
Historia en la Universidad de Illinois, que en Vida y muerte en el
Tercer Reich
analiza en profundidad “el esfuerzo que los alemanes
realizaron para convertirse en nazis” mediante el examen del
“atractivo de las ideas nacionalsocialistas (el deseo de adoptar los
estándares de conducta nacionalsocialistas, pero también lo difícil
que resultaba hacerlo) y en qué medida los alemanes tomaron decisiones
políticas de forma deliberada, consciente e informada durante el
Tercer Reich”. Las páginas de este fascinante libro se centran, por
consiguiente, en la “colaboración audaz, homicida y autodestructiva en
el nombre de una nueva Alemania” que fue ejercida por la ciudadanía
alemana durante ese terrible periodo de la historia de Europa.

Tras los ríos de tinta que han fluido sobre el mismo tema, la novedad
(relativa) del enfoque de Fritzsche reside en el exhaustivo empleo de
la correspondencia privada y de los diarios personales de los propios
alemanes de la época, de los que el autor extrae referencias
impagables sobre el clima social en el que prosperó el nazismo (uno de
los diarios que más cita es el muy conocido de Víctor Klemperer). Así,
las conocidas consecuencias del abusivo Tratado de Versalles, el
ambiente de humillación, traición y fracaso y el deseo de revancha
alemán de entreguerras, el desarrollo y el posterior colapso de la
República de Weimar en paralelo al encumbramiento de Hitler, se
vuelven más comprensibles cuando su descripción se acompaña de la
opinión desnuda de los ciudadanos comunes.

El deseo de un renacer económico y colectivo, en una Alemania fuerte y
unida, fue perfectamente aprovechado por los nazis, que ofrecieron a
la sociedad un modelo idealizado de patria austera en las costumbres y
ambiciosa en los objetivos, sobre la base de un antisemitismo radical,
aunque al principio sólo programático. Las mejores páginas del libro
describen con detalle cómo los nazis, mediante una mezcla de
propaganda, actuación social y agresividad política, fueron
extendiendo, en toda la vida pública y privada, su deformada visión de
la superioridad racial aria y la nefasta idea de la “nación en
peligro”, hasta obtener, prácticamente sin oposición, si no la
aquiescencia, sí al menos los sentimientos favorables de la gran masa
del pueblo alemán. 

La necesidad de conseguir un ansiado “espacio vital” que garantizara seguridad 
y progreso para Alemania acabó en la aceptación social de la beligerancia hostil 
frente otras naciones que condujo a la Segunda Guerra Mundial y, al fin, a la idea 
de la “guerra total” que Goebbels expresara en su famoso discurso de 1943 en el
Palacio de los Deportes de Berlín.

Vida y muerte en el Tercer Reich documenta, asimismo, el proceso,
iniciado a partir de la derrota de Stalingrado y de la contraofensiva rusa, 
por el que los alemanes, progresivamente, se fueron sintiendo, de nuevo, 
traicionados, y, pese a su condición de colaboradores necesarios y agentes efectivos 
en la guerra, pasaron a considerarse a sí mismos exclusivamente como víctimas, 
primero del deseo de venganza y de la brutalidad de los “bolcheviques” y, muy al
final, del aparato nazi. 

Tal sentimiento incluyó en la opinión de muchos ciudadanos y contra toda
evidencia, la exculpación de la Wehrmacht, en su ficticia condición de fuerza 
armada intachablemente dedicada a la consecución de los ideales de la patria 
y separada de la estructura de poder nacionalsocialista.

Por otro lado, la extendida falacia de que la mayor parte del pueblo
alemán no tuvo conocimiento del Holocausto, es rebatida de manera
explícita por Fritzsche que, apoyado en los documentos privados que se
conservan, revela que, por mucho que los pormenores de la “Solución
Final” no fueran conocidos en detalle por los ciudadanos durante su
ejecución, era imposible ignorar el destino que se reservó a los
judíos a partir de 1941.

La terrible conclusión de Fritzsche es que en la Alemania
nacionalsocialista no existía una distinción entre las “personas
normales y corrientes” y los nazis, puesto que los dos colectivos
estaban entremezclados. Sin embargo, como recuerda Fritzsche, los
alemanes tendieron a indultarse tras el fin de la guerra por cuanto
quisieron creer, en palabras de Konrad Adeanuer, que “la abrumadora
mayoría del pueblo alemán abominó de los crímenes cometidos contra los
judíos y no participó en ellos”, lo que se concretó, incluso, en una
amnistía judicial general declarada formalmente por el Bundestag en
1951.

En conclusión y aunque Fritzsche constate que “parte del conocimiento
de la vida y la muerte en el Tercer Reich es el carácter siempre
incompleto de las explicaciones”, su libro nos ofrece una reveladora
síntesis de las razones sociales del éxito del nazismo.



Vida y muerte en el Tercer Reich
Peter Fritzsche
28,50 euros (papel)
Editorial Crítica
360 páginas




jueves, 23 de agosto de 2012

Una sociedad enferma




A propósito de ‘Todo esto para qué’, de Lionel Shriver


Todos aquellos que asocian Estados Unidos con la tierra prometida deberían echar un vistazo a la última novela de Lionel Shriver. Aunque muchos de sus personajes están enfermos, con el paso de los capítulos, el lector empieza a pensar que lo que la autora intenta transmitir es que el que está realmente enfermo es el sistema, con niños de primaria “drogados hasta las cejas”; con buenos contribuyentes que, llegado el momento de pasar por un hospital, contemplan cómo el gobierno no está dispuesto a pagar ni un solo medicamento; con una sociedad dividida entre “Gilis y Gorrones”, es decir, “entre gente que respeta las normas y gente que sencillamente viola las normas”…

La historia comienza con su protagonista haciendo la maleta. Cumpliendo con el sueño de su vida; Shep Knacker compra un billete sin retorno a la isla de Pemba, Tanzania, para él, su mujer y su hijo. En el mismo instante que le comunica a su esposa Glynis que al día siguiente se va con o sin ella, esta le dice que ahora no puede dejar su trabajo: “Me temo que necesitaré tu seguro médico”. A partir de ahí comienza una batalla contra el cáncer que le acaban de diagnosticar, un mesotelioma peritoneal que le va mermando la salud a la par que su cuenta corriente, como subraya irónicamente la autora, que comienza algunos capítulos anotando el saldo bancario de Shep, que pasa en poco menos de dos años de 731.000 dólares a 3.500 a raíz del tratamiento oncológico.

En su presentación en nuestro país, Shriver reconocía que no se trata de un librofácil de vender, porque la gente no quiere oír hablar, ni mucho menos leer, sobre enfermedades y muerte. No obstante, aquellos que consigan superar la barrera enseguida se encontrarán atrapados en una red de personajes trazados con maestría. Desde Shep -“adaptable, fácil de manipular y propenso a tomar el camino de la menor resistencia”-, que de la noche a la mañana tiene que aparcar su sueño para cuidar a su mujer; a Glynis, “dura, refractaria y de una radiante rebeldía”, que se enroca en la ironía y en la imposibilidad de afrontar el previsible desenlace para intentar seguir adelante.

Y junto a ellos un elenco de secundarios de lujo: el amigo vehemente, que parece “empollarse” el periódico para arremeter contra todos y todo; la hermana caradura, que va de intelectual, pero se aprovecha de la familia para sobrevivir; el hijo solitario, encerrado siempre en su habitación; o la amiga enferma de nacimiento, que amenaza continuamente con dejar este mundo.

Como ya demostrara en la despiadada e inolvidable Tenemos que hablar de Kevin o en la original El mundo después del cumpleaños, Shriver es una narradora creativa e imaginativa, pero sin que tales dotes le impidan valerse de la realidad cotidiana para crear novelas muy bien armadas y nada complacientes. Todo esto para qué bien podría definirse como un tratado sobre la condición humana ante la enfermedad y el cambio de rumbo que supone para una familia el diagnóstico a uno de sus miembros de un cáncer raro y fulminante. Sin embargo, es más que eso y en ocasiones se nos presenta como una llamada de atención, un grito de indignación (audible desde el propio título) que clama que otro mundo es posible. 

El cuerpo y la enfermedad de Glynis se convierten en una metáfora de la podredumbre que mima a la sociedad que le rodea. Y es que la autora apuesta por subrayar las conductas egoístas de los personajes, las nada idílicas relaciones familiares o la ineptitud social ante determinadas situaciones para acentuar la impostura del día a día, al mismo tiempo que remarca la farsa en la que vivimos, en la misma línea que Libertad, de Jonathan Frazen: “la patraña del patriotismo”, “la democracia es una broma”, “toda esa comedia de la superpotencia”, se puede leer en distintas páginas de la novela de Shriver...

En definitiva, muchos y peliagudos palos toca esta reveladora exploración sobre la conducta humana y el largo camino que nos queda para ser mejores. Difícil que deje indiferente a quien se anime a leer un relato tan ambicioso.

Todo esto para qué
Lionel Shriver
Anagrama 2012
560 páginas
24,90 euros (papel)