viernes, 26 de enero de 2018

Lo que Steve Jobs nunca quiso para sus hijos



A propósito de la lectura del libro ‘Irresistible. ¿Quién nos ha convertido en yonquis tecnológicos?’, de Adam Alter

En enero de 2010, Steve Jobs presentó la primera versión del iPad. Aquel día, Jobs se deshizo en elogios destinados al aparato: “extraordinario”, “mucho mejor que un portátil”, “la mejor forma de navegar”, “una experiencia increíble”, “escribir en él es una delicia”... A finales de ese año, cuando el iPad ya se había convertido en un fenómeno planetario y muchos esperaban que reeditara el boom de ventas del iPhone, Jobs se sinceraba en una entrevista con un periodista de The New York Times y reconocía que sus hijos nunca habían usado la maravillosa tableta de Apple.

Jobs, el mago de la tecnología, era un firme partidario de limitar el uso de sus alabados ingenios entre los suyos. El episodio lo recuerda el psicólogo australiano Adam Alter en su libro Irresistible ¿Quién nos ha convertido en yonquis tecnológicos? Alter constata que Jobs no ha sido el único falaz, y localiza muchos hombres de éxito de Silicon Valley que prescriben a nivel particular lo contrario a lo que proclaman en público. Recientemente, el sucesor de Jobs, Tim Cook, también ha advertido de las consecuencias del uso excesivo de la tecnología e incluso la ha desaconsejado en el colegio para ciertas asignaturas. ¿Qué temían Jobs y otros que se han hecho ricos y famosos vendiendo aparatos o desarrollando videojuegos? A descubrirlo dedica Alter las 300 páginas de su libro.

Alter no niega las ventajas de la tecnología, pero advierte del peligro que entraña su uso desproporcionado y habla de lo fácil que es caer en la adicción cuando se entra sin precauciones en contacto con smartphones, pulseras de actividad o videojuegos, o cuando navegamos por Internet o nos relacionamos a través de las redes sociales buscando el reconocimiento del grupo.

Alter nos advierte de que entramos una lucha muy desequilibrada, por cuanto el niño, adolescente o adulto carente de control se enfrenta a una ejército de creadores, diseñadores, programadores y expertos en marketing que viven precisamente de hacer su producto (un juego, una red para compartir fotos, una app de móvil o una serie de televisión) lo más adictivo posible. En el libro, Alter habla con decenas de afectados (niños y adultos) y de psicólogos y médicos, y nos cuenta cómo los “me gusta” de Facebook, que alguien ha denominado “la primera droga digital de nuestra cultura”, han cambiado las vidas de millones de personas.

También nos desvela los resortes de la adicción y algunos de los “trucos” a los que recurre la industria de Internet y del entretenimiento digital para convertir a muchos en seres asociales, como el abuso del suspense, la concesión a toda hora de premios e incentivos o la conexión en línea con otros jugadores con los que se compite y se comentan las jugadas. 

Prohibimos a los niños el tabaco o el alcohol, pero somos más permisivos con las adicciones digitales, como las que crean los videojuegos. De hecho, en los países occidentales raramente se aborda el problema con la debida seriedad. Tampoco entre los chicos y sus familias hay conciencia de la enfermedad. Sin embargo, en otras latitudes es un tema importante de salud pública. En China hay reconocidos 24 millones de adolescentes adictos a Internet y existen más de 400 centros para tratarles. El autor de Irresistible desaconseja a los padres el histerismo, pero sí una aproximación “informada, calmada y realista” al problema que pueden tener en casa. Y es que si se desborda la situación, los chicos se abandonan y acaban anteponiendo el ocio digital a las relaciones, el estudio o la familia.

De acuerdo con los expertos, Alter sugiere que los más pequeños de la casa no pasen más de dos horas al día frente a las pantallas. Pero no es la única recomendación: en las empresas sugiere desactivar durante la noche las cuentas de correo para poner coto a los workaholics; a los creadores de videojuegos les pide que diseñen productos que obliguen al usuario a hacer pausas periódicas. Y, por último, aconseja a todos (grandes y pequeños) trabajar las relaciones personales en vivo y en directo cuando sea posible. Porque siempre el brillo de unos ojos nos hará más felices que el de cualquier pantalla. 


lunes, 15 de enero de 2018

El arte más allá de los museos


A propósito de 'El arte como terapia', de Alain de Botton y John Armstrong

¿Y si en los museos no se escogieran y se ubicaran las obras en función de los periodos históricos o de las etiquetas que establecen los expertos, sino de las capacidades terapéuticas que tienen, de las capacidades para crear armonía, tranquilizarnos, mejorar nuestras relaciones personales o ayudarnos a encontrar el equilibrio? ¿Y si en vez de responder a los aceptados títulos de "romanticismo", "cubismo" o "expresionismo abstracto", las galerías de esos museos respondieran a otros más originales pero cercanos, como "amor", "miedo", "compasión" o "sufrimiento"? Cuestiones así sugiere El arte como terapia, un libro de Alain de Botton y John Armstrong que pone patas arriba la aproximación que solemos hacer al mundo del arte.


De Botton y Armstrong cuestionan casi todo y lanzan planteamientos provocadores, como que las tiendas de los museos, que para algunos son la profanación capitalista de esos centros de la exquisitez y la veneración casi religiosa, deberían convertirse en su parte más importante, por cuanto son los espacios que permiten prolongar en nuestras vidas lo que hemos visto y sentido en sus salas. Querámoslo o no, más allá del impacto visual que nos produce su contemplación en vivo, para la mayoría las lecciones vitales que encierran los cuadros de Vermeer, Caravaggio o Goya perduran en forma de una mala reproducción exhibida en la sala de estar o en la cocina, o de un imán para la nevera.


Los autores de este sugerente libro creen que los expertos de los museos trabajan en balde cuando se afanan por llenarnos las visitas de datos biográficos de los artistas, sesudos comentarios sobre su técnica o sutiles observaciones sobre sus vínculos con otros coetáneos o incluso con artistas nacidos siglos antes o después. Los carteles y las audioguías que acompañan una exposición, o los comentarios de los guías que pastorean grupos de turistas por los atestados pasillos de los grandes museos del mundo, están cargados de una espesa y fría erudición condenada al olvido una vez uno abandona las salas en penumbra del edificio y se incorpora al bullicio de la ciudad y a la vorágine de los quehaceres diarios.


Lo ideal, nos vienen a decir De Botton y Armstrong, es conectar ese cuadro de Durero o esa escultura de Giacometti con nuestro yo más íntimo, y no tanto conocer el alcance de la influencia del artista alemán en los pintores holandeses posteriores, o los vínculos del escultor suizo con el surrealismo de André Bretón. Los autores de ‘El arte como terapia’ están convencidos de que los “templos” del arte se abrirían así a los no habituales, y los valores de sus obras se esparcirían y serían compartidos más allá de sus muros.


Y, más aún, de esta manera reduciríamos nuestra dependencia del arte y del fetichismo que anida en las salas donde se exhibe, puesto que la asunción de sus verdaderos valores dirigiría en todo momento nuestra mirada cotidiana en busca de lo relevante, de la empatía, de la compasión, del placer sereno, del reconocimiento de la brevedad de la vida o de la belleza. “El objetivo fundamental de los amantes del arte debería ser construir un mundo donde las obras de arte fueran un poco menos necesarias”, proclaman casi al final del libro los autores. Pues eso.