A propósito de la lectura del libro ‘Irresistible. ¿Quién nos ha convertido en yonquis tecnológicos?’, de Adam Alter
En enero de 2010, Steve Jobs presentó la primera versión del iPad. Aquel día, Jobs se deshizo en elogios destinados al aparato: “extraordinario”, “mucho mejor que un portátil”, “la mejor forma de navegar”, “una experiencia increíble”, “escribir en él es una delicia”... A finales de ese año, cuando el iPad ya se había convertido en un fenómeno planetario y muchos esperaban que reeditara el boom de ventas del iPhone, Jobs se sinceraba en una entrevista con un periodista de The New York Times y reconocía que sus hijos nunca habían usado la maravillosa tableta de Apple.
Jobs, el mago de la tecnología, era un firme partidario de limitar el uso de sus alabados ingenios entre los suyos. El episodio lo recuerda el psicólogo australiano Adam Alter en su libro Irresistible ¿Quién nos ha convertido en yonquis tecnológicos? Alter constata que Jobs no ha sido el único falaz, y localiza muchos hombres de éxito de Silicon Valley que prescriben a nivel particular lo contrario a lo que proclaman en público. Recientemente, el sucesor de Jobs, Tim Cook, también ha advertido de las consecuencias del uso excesivo de la tecnología e incluso la ha desaconsejado en el colegio para ciertas asignaturas. ¿Qué temían Jobs y otros que se han hecho ricos y famosos vendiendo aparatos o desarrollando videojuegos? A descubrirlo dedica Alter las 300 páginas de su libro.
Alter no niega las ventajas de la tecnología, pero advierte del peligro que entraña su uso desproporcionado y habla de lo fácil que es caer en la adicción cuando se entra sin precauciones en contacto con smartphones, pulseras de actividad o videojuegos, o cuando navegamos por Internet o nos relacionamos a través de las redes sociales buscando el reconocimiento del grupo.
Alter nos advierte de que entramos una lucha muy desequilibrada, por cuanto el niño, adolescente o adulto carente de control se enfrenta a una ejército de creadores, diseñadores, programadores y expertos en marketing que viven precisamente de hacer su producto (un juego, una red para compartir fotos, una app de móvil o una serie de televisión) lo más adictivo posible. En el libro, Alter habla con decenas de afectados (niños y adultos) y de psicólogos y médicos, y nos cuenta cómo los “me gusta” de Facebook, que alguien ha denominado “la primera droga digital de nuestra cultura”, han cambiado las vidas de millones de personas.
También nos desvela los resortes de la adicción y algunos de los “trucos” a los que recurre la industria de Internet y del entretenimiento digital para convertir a muchos en seres asociales, como el abuso del suspense, la concesión a toda hora de premios e incentivos o la conexión en línea con otros jugadores con los que se compite y se comentan las jugadas.
Prohibimos a los niños el tabaco o el alcohol, pero somos más permisivos con las adicciones digitales, como las que crean los videojuegos. De hecho, en los países occidentales raramente se aborda el problema con la debida seriedad. Tampoco entre los chicos y sus familias hay conciencia de la enfermedad. Sin embargo, en otras latitudes es un tema importante de salud pública. En China hay reconocidos 24 millones de adolescentes adictos a Internet y existen más de 400 centros para tratarles. El autor de Irresistible desaconseja a los padres el histerismo, pero sí una aproximación “informada, calmada y realista” al problema que pueden tener en casa. Y es que si se desborda la situación, los chicos se abandonan y acaban anteponiendo el ocio digital a las relaciones, el estudio o la familia.
De acuerdo con los expertos, Alter sugiere que los más pequeños de la casa no pasen más de dos horas al día frente a las pantallas. Pero no es la única recomendación: en las empresas sugiere desactivar durante la noche las cuentas de correo para poner coto a los workaholics; a los creadores de videojuegos les pide que diseñen productos que obliguen al usuario a hacer pausas periódicas. Y, por último, aconseja a todos (grandes y pequeños) trabajar las relaciones personales en vivo y en directo cuando sea posible. Porque siempre el brillo de unos ojos nos hará más felices que el de cualquier pantalla.
En enero de 2010, Steve Jobs presentó la primera versión del iPad. Aquel día, Jobs se deshizo en elogios destinados al aparato: “extraordinario”, “mucho mejor que un portátil”, “la mejor forma de navegar”, “una experiencia increíble”, “escribir en él es una delicia”... A finales de ese año, cuando el iPad ya se había convertido en un fenómeno planetario y muchos esperaban que reeditara el boom de ventas del iPhone, Jobs se sinceraba en una entrevista con un periodista de The New York Times y reconocía que sus hijos nunca habían usado la maravillosa tableta de Apple.
Jobs, el mago de la tecnología, era un firme partidario de limitar el uso de sus alabados ingenios entre los suyos. El episodio lo recuerda el psicólogo australiano Adam Alter en su libro Irresistible ¿Quién nos ha convertido en yonquis tecnológicos? Alter constata que Jobs no ha sido el único falaz, y localiza muchos hombres de éxito de Silicon Valley que prescriben a nivel particular lo contrario a lo que proclaman en público. Recientemente, el sucesor de Jobs, Tim Cook, también ha advertido de las consecuencias del uso excesivo de la tecnología e incluso la ha desaconsejado en el colegio para ciertas asignaturas. ¿Qué temían Jobs y otros que se han hecho ricos y famosos vendiendo aparatos o desarrollando videojuegos? A descubrirlo dedica Alter las 300 páginas de su libro.
Alter no niega las ventajas de la tecnología, pero advierte del peligro que entraña su uso desproporcionado y habla de lo fácil que es caer en la adicción cuando se entra sin precauciones en contacto con smartphones, pulseras de actividad o videojuegos, o cuando navegamos por Internet o nos relacionamos a través de las redes sociales buscando el reconocimiento del grupo.
Alter nos advierte de que entramos una lucha muy desequilibrada, por cuanto el niño, adolescente o adulto carente de control se enfrenta a una ejército de creadores, diseñadores, programadores y expertos en marketing que viven precisamente de hacer su producto (un juego, una red para compartir fotos, una app de móvil o una serie de televisión) lo más adictivo posible. En el libro, Alter habla con decenas de afectados (niños y adultos) y de psicólogos y médicos, y nos cuenta cómo los “me gusta” de Facebook, que alguien ha denominado “la primera droga digital de nuestra cultura”, han cambiado las vidas de millones de personas.
También nos desvela los resortes de la adicción y algunos de los “trucos” a los que recurre la industria de Internet y del entretenimiento digital para convertir a muchos en seres asociales, como el abuso del suspense, la concesión a toda hora de premios e incentivos o la conexión en línea con otros jugadores con los que se compite y se comentan las jugadas.
Prohibimos a los niños el tabaco o el alcohol, pero somos más permisivos con las adicciones digitales, como las que crean los videojuegos. De hecho, en los países occidentales raramente se aborda el problema con la debida seriedad. Tampoco entre los chicos y sus familias hay conciencia de la enfermedad. Sin embargo, en otras latitudes es un tema importante de salud pública. En China hay reconocidos 24 millones de adolescentes adictos a Internet y existen más de 400 centros para tratarles. El autor de Irresistible desaconseja a los padres el histerismo, pero sí una aproximación “informada, calmada y realista” al problema que pueden tener en casa. Y es que si se desborda la situación, los chicos se abandonan y acaban anteponiendo el ocio digital a las relaciones, el estudio o la familia.
De acuerdo con los expertos, Alter sugiere que los más pequeños de la casa no pasen más de dos horas al día frente a las pantallas. Pero no es la única recomendación: en las empresas sugiere desactivar durante la noche las cuentas de correo para poner coto a los workaholics; a los creadores de videojuegos les pide que diseñen productos que obliguen al usuario a hacer pausas periódicas. Y, por último, aconseja a todos (grandes y pequeños) trabajar las relaciones personales en vivo y en directo cuando sea posible. Porque siempre el brillo de unos ojos nos hará más felices que el de cualquier pantalla.