lunes, 27 de mayo de 2013

El hombre que dijo adiós, de Anne Tyler



El año que viene hará cinco décadas que Anne Tyler publicó su primera novela, Si llega a amanecer. Durante ese tiempo, se ha granjeado fama de escritora reacia a conceder entrevistas, publicitar sus obras por medio mundo o frecuentar los círculos literarios; también de crear un universo propio, fácilmente reconocible por los muchos seguidores de su obra, en el que, con las calles de Baltimore como escenario, no faltan los personajes de clase media aparentemente anodinos, la pérdida de algún ser querido como revulsivo para cambiar de trayectoria vital y las siempre complejas relaciones familiares.

Al igual que ocurría en El turista accidental, posiblemente su texto más conocido en España, gracias a la repercusión de la adaptación cinematográfica de Lawrence Kasdan, el personaje central de El hombre que dijo adiós trabaja en el mundo editorial y tiene que hacer frente a la muerte accidental de un familiar, en este caso, la de su mujer. El comienzo no puede ser más revelador: “Lo más extraño del regreso de mi esposa de entre los muertos fue la reacción de la gente”.

Narrada en primera persona, algo inusual en Tyler, su decimonovena está protagonizada por Aaron Woolcott, un hombre de 36 años, con una pierna y un brazo tullidos, que, casi un año después de la muerte de su esposa Dorothy, comienza a verla esporádicamente. El libro se sitúa en los meses posteriores al óbito, en los que Aaron vuelve a su trabajo en la editorial fundada por su bisabuelo y se traslada a vivir a casa de su protectora hermana Nandina, mientras un contratista, Gil Bryan, que irá cobrando peso en la historia, le arregla la suya. No obstante, de forma paralela, Aaron va reconstruyendo los años precedentes a través de pinceladas que van desvelando desde el origen de su discapacidad hasta su primera cita con Dorothy, llena de equívocos, el día de su boda o el del trágico accidente. Pequeñas piezas que van encajando hasta que el puzzle se completa con la reveladora conversación entre la difunta esposa y el protagonista que pondrá fin, tras aparentemente saldar cuentas, a las apariciones.

Aunque El hombre que dijo adiós no tenga la brillantez y riqueza de sus novelas más logradas (Ejercicios respiratorios, Reunión en el restaurante Nostalgia o El turista accidental), no deja de ser fiel representante de la escritura sin imposturas que caracteriza a su autora, definida muchas veces -sin que ello vaya en su menoscabo- como literatura “hogareña” (homely) o “doméstica”. Y es que, una vez más, consigue abrir una ventana en la vida de un posible vecino o compañero de trabajo para demostrar que detrás de cualquier persona hay una historia, reafirmando que la construcción de personajes sigue siendo el territorio que mejor maneja, con una maestría envidiable a la hora de poner en palabras (y silencios) lo que pasa por sus mentes.   

Al margen de la construcción en primera persona del personaje de Aaron (“Antes me he equivocado al emplear la palabra `discapacidad´. `Diferencias´habría sido más adecuado. Les aseguro que no me siento discapacitado en ningún sentido”), el otro gran acierto de esta obra es la ironía para recrear el trabajo en una editorial en la que la mayoría de los autores pagan por ser publicados y que se ha ampliado con una colección “Para principiantes”. “Guía de vinos para principiantes, Economía doméstica para principiantes, Adiestramiento canino para principiantes... Algunas veces iban en la línea de los famosos libros `para tontos´de la colección Dummies, pero sin ese tonito de animadora del equipo; eran más dignos”. Una lista de títulos que va creciendo y creciendo hasta resultar poco menos que inverosímil.

En definitiva, aunque con un planteamiento y una trama menos ambiciosos que los de obras anteriores, Tyler vuelve a un territorio que conoce bien y domina, suministrando a los lectores una novela que devorarán en unas horas y que les dejará un buen regusto, pese a que no les sacie.  


Aquí dejo un link para conocer otras opiniones sobre la escritura de Anne Tyler:
http://www.youtube.com/watch?v=Aa373goSQRk




lunes, 20 de mayo de 2013

Cercas y los últimos héroes





[Recupero aquí un comentario que hice cuatro años atrás, con motivo de la aparición de "Anatomía de un instante", esa novela-ensayo-crónica-relato histórico y algunas cosas más de Javier Cercas. Espero que el tiempo no haya pulverizado mis impresiones de entonces]. 


Puro placer. La última novela de Javier Cercas se lee, a pesar de sus más de 400 páginas y la intrincada madeja política y militar que intenta desenredar, de un tirón. El reto es mayúsculo: Cercas aborda con los mimbres de la ficción uno de los episodios más decisivos de la historia de España en la segunda parte del siglo XX, el del golpe de Estado del 23 de febrero, que, quizá por lo que nos jugábamos y por su proximidad en el tiempo, se rebela huidizo y misterioso, pero también complejo y caleidoscópico.

Cercas vuelve en Anatomía de un instante a explorar el camino que había transitado en su brillante Soldados de Salamina. El autor, sabedor, como él mismo asegura en las páginas iniciales de este trabajo, de que “los hechos poseen por sí mismos toda la fuerza dramática y el potencial simbólico que exigimos a la literatura”, cede a la Historia todo el protagonismo. A partir de esa Historia que nunca es “coherente y simétrica”, sino más bien “desordenada, azarosa e imprevisible”, monta el relato y le da vuelo literario. 

Aunque el propósito primero de Cercas era escribir una perfecta y cerrada novela de espías con el CESID como piedra angular y sus agentes como catalizadores del golpe, las averiguaciones del autor durante meses le llevaron al convencimiento de que una novela del 23-F debía ser poliédrica y coral, sino no sería. Efectivamente, la memoria de la rebelión, que era esperada, cobardemente, por casi todo el mundo desde el verano de 1980 y fue propiciada, además de por los militares, por la actitud ambigua del propio Rey y de los partidos democráticos, ha residido y sigue residiendo en muchas fuentes: los militares golpistas directamente implicados, los muchos que no estuvieron tan implicados pero que se mantuvieron a la expectativa, el Rey y su círculo, el gobierno de Suárez, los espías, los medios de comunicación, los partidos políticos que ese día debían investir como presidente del Gobierno a Leopoldo Calvo Sotelo…  

Una muestra de que Cercas construye el relato pegado a los hechos para luego trascenderlo  está en ese recurrir constante a las imágenes de las cámaras de Televisión Española que, por accidente, quedaron encendidas y grabaron la toma del Congreso. Precisamente, esta grabación, que ha cambiado la forma de acercarnos al golpe y que traído consigo el peligro de banalizarlo, permite al autor vertebrar el libro. 

La figura de Adolfo Suárez, petrificado en su escaño mientras mira con aparente tranquilidad al general Gutiérrez Mellado, que se enfrenta en medio del hemiciclo a los guardias civiles insurgentes, es la coartada perfecta para desplegar la novela y toda su carga moral. Cercas convierte a Suárez, “el falangistilla arribista, el chisgarabís de provincias sin formación”, en un héroe al que, a pesar de atribuir muchos errores, concede también la paternidad de una democracia hecha a golpe de decreto-ley y que desde 1976 siempre avanzó por el alambre. 

Gutiérrez Mellado y Carillo, los únicos que no se achantan con las voces y las balas de los golpistas en el Congreso, son también figuras que el relato ennoblece. Otra vez retoma Cercas el propósito moral de Soldados de Salamina, que era denunciar la eterna ingratitud de este país con sus héroes. En aquella ocasión, salda cuentas con un soldado republicano que se moría en un geriátrico del sur de Francia; en ésta, con un político que hoy vive desmemoriado y que en sus buenos años fue capaz, a pesar de criarse en el franquismo más rancio, de poner los pilares de la democracia. Es conmovedor el relato de los últimos años del político de Ávila, cuando se entrega en cuerpo y alma a dignificar su propia figura al mando de un partido fantasma como el CDS.

Eso sí, a diferencia de sus dos novelas anteriores (Soldados... y La velocidad de la luz), el Cercas narrador esta vez no ha tenido la necesidad de mostrarse. Confiando sin duda en la extraordinaria contundencia de los hechos descritos, aparece sólo en las últimas páginas del libro para reconciliarse con su padre, un suarista convencido.

Un apunte final. Anatomía de un instante también dará mucho que hablar por su acercamiento al papel que tuvo el Rey, no tanto después del golpe, pues indiscutiblemente fue quien abortó el alzamiento, sino antes. Y es que Cercas llega a la conclusión, después de leer como un poseso (es muy interesante la bibliografía final que incluye) y escuchar multitud de testimonios, que el monarca no fue explícito en su rechazo a las maniobras para quitar a Suárez de en medio y, en consecuencia, facilitó que cabecillas como Milans del Bosch y Tejero, bendecidos por el maquiavélico Armada, organizaran la rebelión.    


lunes, 13 de mayo de 2013

Malick, Dios y el amor




Cuando acaba la última película de Terrence Malick y uno no tiene más remedio que dejar el confort de la sala oscura  para salir a la calle, las imágenes hipnóticas y machaconas de To the wonder le llevan en volandas. Soy de los que no se han hartado del poético (y tardío) estilo de hacer cine de Malick, que vuelve a la carga con este poema visual sobre el amor, la felicidad y la fe.

To the wonder, como antes pasó con El árbol de la vida, solo se empieza a apreciar una vez acabada la proyección. El torrente de imágenes y música con que Malick inunda la pantalla permanece en la mente del espectador hasta mucho tiempo después, cuando ya solo es un eco y un hilito de sensaciones imprecisas. To the wonder crece en la cabeza cuando el atrevimiento de sus creadores no puede defenderla.

Creo que Malick es uno de los pocos que hoy se atreve con aquel “estilo trascendental” que teorizó en su mítico librito de principios de los setenta Paul Schrader, donde reivindicaba la mirada despojada de Ozu, Bresson o Dreyer.  Malick -como prescribía Schrader- pone en imágenes el misterio de la existencia sin recurrir a una interpretación convencional. 

Renuncia, como aquellos maestros, a los artificios del cine de siempre, a las elaboradas puestas en escena, a una marcada caracterización  o a verbalizar gracias a trabajados diálogos un drama que apenas intuimos en la pantalla. En cada fotograma, y sin asideros, de forma improvisada, To the wonder intenta apresar esa vida que se nos escapa por entre los dedos, como lágrimas en un día de lluvia.

La vida aparece en las películas de Malick a través de los elementos más inexpresivos. Sin ir más lejos, Ben Affleck, pieza central de ese triángulo de amores contrariados y difusos que sostiene la película,  asiste mudo al torbellino emocional que se desata a su alrededor. Nosotros vemos el mundo a través de los ojos de un hombre mudo y perplejo. Son los otros y las cosas –el agua, las mareas, la tierra, los caballos, los bisontes, los trigales…-, los que marcan el ritmo y se convierten en un descubrimiento permanente para la cámara de Malick. Como en El árbol de la vida, la mirada de Malick es abrumadoramente compasiva y panteísta.  

Para expresar lo inefable –la esencia del amor en la joven pareja o la presencia de Dios en la adversidad y en la pobreza en ese cura católico con aire ausente que interpreta Bardem- Malick recurre a una catarata de imágenes y músicas que llegan de todos sitios, punteadas por voces en off que apenas distinguimos, como susurros, casi incomprensibles y entrecortados. Todo pasa y deja de pasar al mismo tiempo.

Las elipsis son primorosas. Uno no deja de preguntarse qué habrá sido de la bella Jane (Rachel McAdams) cuando su relación con Neil (Affleck), antiguo compañero de juegos, queda repentinamente en suspenso por la aparición de Marina (Olga Kurylenko), que se traslada de la bulliciosa París a la tranquila y suburbial Oklahoma para irrumpir por segunda vez en la vida de Neil.

To the wonder se parece mucho a El árbol de la vida. Y quizá no esté tan lograda, pero sigue siendo una película sobrecogedora sobre el reverso de la felicidad. Es una muestra de cine a contracorriente y libérrimo (los actores improvisan muchas veces y nadie está libre de quedar fuera de una película de Malick tras el paso por la sala de montaje) que nos habla también de las posibilidades inexploradas de un arte, el del cine, sepultado por toneladas de obras de género, clichés e imágenes prefabricadas en los laboratorios de las agencias de publicidad. 


viernes, 3 de mayo de 2013

Chirbes: retrato íntimo de la crisis




En 2007, cuando el batacazo inmobiliario era inminente, aunque no presentido por la mayoría, Rafael Chirbes escribió Crematorio, una novela de título premonitorio sobre un país que se adentraba en un largo periodo de crisis económica y desánimo. Crematorio escarba en el estercolero moral sobre el que se había asentado la sociedad española en la década larga del crédito fácil y la especulación, y lo hace a través de las reflexiones de un constructor de cierto éxito en la costa levantina y de sus familiares.

Vuelve Chirbes con una mezcla de realismo social e introspección que le pone en la línea de Balzac, y vuelve con toda la fuerza narrativa que exhibiera en sus mejores entregas. Aunque, para poner de manifiesto las contradicciones del país, no recurra esta vez al pasado, como en La larga marcha (de la Guerra Civil a los estertores del franquismo) o La caída de Madrid (la muerte de Franco), sino a un presente que presagia un cambio de ciclo.

No obstante, el novelista valenciano, en el que algunos encuentran ecos de la escritura ética de Juan Eduardo Zúñiga, trasciende este punto de partida moral, desde el que denuncia corruptelas, imposturas y una codicia que, por más que nos pese, sigue siendo el combustible del mundo, y donde, como ha dicho el propio autor, “el peor acaba siendo el mejor”.

Y es que en Crematorio salen a relucir otros temas recurrentes en la obra de Chirbes, como el profundo abismo entre padres e hijos, la insuperable distancia que se abre también entre los sueños de juventud y el duro encontronazo con la realidad que nos sobreviene en la madurez o las falacias sobre las que se asienta el progresismo. El novelista no deja títere con cabeza.

Los seres que Chirbes disecciona en sus novelas se enfrentan casi siempre, de una forma lúcida, a su propia versión del naufragio. Crematorio huele a desolación en cada frase y no exagera el autor cuando dice que la escritura de estas 400 y pico páginas le hicieron pasar tres años en el túnel y que incluso le llevó a plantearse no volver a escribir, cosa que finalmente no hizo.
    
La piedra angular de tan duro retrato es Rubén Bertomeu, un constructor de cierto éxito en la costa levantina. La muerte de su hermano, el idealista Matías, sirve de pretexto para reunir a un puñado de personajes sin desperdicio. Ahí están su hija Silvia, que reprocha a su progenitor que haya llenado la costa de cemento, pero es incapaz de bajarse del tren de vida que la riqueza de la familia le proporciona; Juan Mullor, altivo marido de Silvia que prepara una biografía del escritor Federico Brouard, amigo de la infancia de los hermanos Bertomeu cuya carrera literaria está en franco declive; Matías, comunista combativo en su juventud que en los últimos años de su vida hace del ecologismo una forma de disidencia; o Mónica, la joven y atractiva segunda mujer del septuagenario constructor, un personaje ambicioso de corte shakesperiano. El fresco lo completan Ramón Collado, que trabajó para los Bertomeu, pero que ha sido incapaz de levantar su propia empresa y vive ahora encaprichado con una prostituta, y Traian, mafioso ruso que colabora con Rubén.

A través de monólogos interiores (es excepcional el del propio Rubén Bertomeu que cierra el libro: páginas 366 a 411), Chirbes va dando cuenta de los ideales, miserias y reproches que han jalonado la vida de sus personajes. Con una prosa fluida y que casi siempre da con el tono y la voz apropiada, el autor, que tiene muy buen oído, se pone en el pellejo de todos excepto de Matías, al que conocemos por el relato, que unas veces suena a apología y otras a duro ajuste de cuentas, que hacen los demás de él.  

Tras su libro previo, Los viejos amigos, una obra no tan lograda donde sacaba a relucir las contradicciones de la progresía nacional, Chirbes volvió a brillar en 2007 con Crematorio y demostró que estaba en buena forma para convertirse en uno de los cronistas más brillantes de la crisis, como ha vuelto a confirmar con En la orilla.