lunes, 24 de septiembre de 2012

David Simon: periodista incrustado





A propósito de Homicidio, un año en las calles de la muerte


David Simon abandonó el mundo de los diarios mucho antes de que apareciera la crisis última que se ha llevado por delante cientos de cabeceras en Estados Unidos y ha dejado este sector de los media al borde del abismo. Lo hizo para empezar una brillante carrera en la televisión como escritor y productor de series como The Corner, la excepcional The Wire o Treme, que va por su tercera temporada y donde un Nueva Orleans arrasado por el Katrina es protagonista colectivo. 

Sin embargo, Simon apuró sus 13 años en la redacción del Baltimore Sun y mucho de lo que vio en la sección de local del periódico luego le valió para sus libros y series. Durante 1988, tuvo la oportunidad de “incrustarse” en la unidad de Homicidios de la policía de Baltimore, una ciudad de mayoría negra y con unos índices de violencia escalofriantes. Durante doce meses fue un “embedded journalist”, aunque para ello no tuviera que viajar a ningún país en guerra, puesto que el infierno estaba a la puerta de su casa.  

Homicidio, un año en las calles de la muerte es un extenso y generoso reportaje periodístico (700 páginas) donde Simon anota la vida y la peripecia de los agentes del cuerpo de homicidios al mismo tiempo que tiene lugar. El libro nos lleva a los escenarios de infinidad de crímenes, a las frías salas de interrogatorios donde los agentes intentan sacar infructuosamente una confesión, a la morgue donde un forense descompone un cuerpo en busca de un indicio para sacar adelante la investigación e incluso al bar de irlandeses donde los investigadores ahogan sus penas e incertidumbres en alcohol.

También nos pone al corriente de la burocracia policial, de los intereses (políticos) que llevan a que ciertos casos se investiguen con una dotación inusual de medios y otros se guarden en un cajón antes de tiempo, y muestra porqué hace agua un sistema judicial basado en el jurado popular. Todo visto y oído. Como en un buen reportaje, Simon da mucha información relevante (los sagrados facts), esperando que sea el lector el que comprenda y saque sus conclusiones. Solo a la hora de elaborar los perfiles psicológicos de los agentes se permite Simon ciertas licencias literarias, aunque el autor confiesa al final del volumen que incluso para ellos intentó cotejar sus impresiones con las de los protagonistas. Siempre el periodismo. 

Homicidio no responde a los clichés del género policíaco de siempre ni tiene nada que ver con esa fría sofisticación de series como CSI. Homicidio está poblado de policías que trabajan hasta el agotamiento, que padecen de hipertensión y están mal alimentados. Policías que siempre están mendigando por una hora extra que les ayude a adecentar sus mediocres salarios. Los protagonistas de Homicidio son agentes experimentados, pero dubitativos, contradictorios y que muchas veces acaban obsesionados con el caso que tienen entre manos.

Como en The Wire, Simon atrapa un trozo de la vida de la ciudad mientras tiene lugar, y no le resta un ápice de complejidad. No simplifica esa realidad que ve para que quede resultona y digerible para lectores de amplio espectro. La célebre frase “quese joda el lector medio”, que pronunció el propio Simon a propósito de The Wire, también preside el proceso de elaboración de Homicidio.

Homicidio es un libro sincero, sin edulcorantes ni atajos, que contrasta con lo que se hace en España. No hay más que pensar en esas series (y en ciertos libros) sobre políticos, periodistas, policías, abogados o médicos que, por asegurarse un retorno de la inversión, se mueven en la superficie y dotan a las tramas, siempre convenientemente acabadas, de las dosis justas de espectáculo, romance e incorrección política.

Se habla mucho de la edad de oro de la ficción televisiva, de una tele que tiene ahora a los mejores guionistas y a los actores. Sin embargo, tengo la impresión de que, en el fondo, y a pesar de tanta sofisticación y buena factura, las series nos siguen pintando la vida a brochazos.

¿Por qué desde el periodismo no se está dando una respuesta a todos esos ciudadanos confundidos con la retórica que los poderes pregonan a través de esos mismos medios? Necesitamos a más creadores como David Simon, que nos cuenta con un relato veraz, sin trampas y que no elude complejidades, qué pasa en el país de la marginación, la droga y la segregación racial. Necesitamos a más periodistas bien informados y sinceros que hagan el relato de nuestra sociedad, que nos digan qué pasa y cómo se trabaja de verdad en los pasillos del poder, en los hospitales, en las escuelas, en los mercados financieros (tan importantes hoy en día como desconocidos), en las cárceles, en los cuarteles o en los medios de comunicación.

Estoy convencido de que, de esta manera, afrontaríamos de forma más desapasionada y cabal tantos debates que la crisis económica y los medios de comunicación llevan al ciudadano común todos los días. Curiosamente, Simon, que creció emulando a Carl Berstein y Bob Woodward, los redactores que destaparon el caso Watergate, ha acabado desengañado con el paso de los años y afirmando que el periodismo no tiene ningún poder para cambiar la sociedad. Sin embargo, el ejemplo de Homicidio debería cundir.

Es una pena que la traducción y la edición en español del libro (de la editorial Principal de losLibros) no estén a la altura. Hay demasiadas erratas y algunos pasajes son algo confusos. Estaría bien que en futuras ediciones la editorial subsanara estos problemas.  



Homicidio, un año en las calles de la muerte
David Simon
Editorial Principal de los Libros
700 páginas
28,50 euros

sábado, 15 de septiembre de 2012

La Central: una nueva librería en Madrid






En España las librerías no son precisamente acogedoras. Por lo general son sitios de pasillos angostos, mal iluminados y donde la lectura es poco menos que una proeza. Muchas tienen más que ver con un decomiso de toda la vida que con un lugar para el descubrimiento. Y es que, al fin y al cabo, si uno no va a una librería a dejarse sorprender, lo mejor es que se quede en casa haciendo el pedido por Amazon.

La Casa del Libro de Madrid, una de las mayores librerías del país y (todo hay que decirlo) la que más fondo bibliográfico exhibe, espanta a cualquiera por ese aire industrial que las sucesivas reformas le han dejado. Esos suelos de plástico verde y esos pasillos delimitados por finas líneas de pintura blanca tienen más que ver con un almacén suburbial de material eléctrico que con una librería. Además, para el fatigado lector que llega a los pisos superiores de La Casa del Libro nunca hay una triste silla (no digamos un sillón de orejas con su café humeante) donde ojear un volumen, ni una ventana para descansar la vista y que rompa ese hilo de luz macilenta que sale de los fluorescentes de oficina que se distribuyen por el techo.

Siempre admiré esas confortables librerías de los países del norte, donde uno puede pasarse la tarde leyendo, conversando, comiendo o navegando por Internet, y todo mientras tu hijo se divierte con las piezas de un mecano o pintarrajea un bloc de dibujo.

Sin embargo, la apertura de La Central en el centro de Madrid puede cambiar el panorama. Hacía mucho tiempo que en Madrid (y yo diría que en España) no había una alegría de verdad para los nos pasamos alguna que otra tarde escudriñando anaqueles. Cuando parecía que todo estaba perdido y que el mundo del libro y de los libreros se iba a extinguir irremediablemente por la avalancha de las pantallas y del todo gratis, la inauguración de La Central, en la plaza de Callao, a escasos metros de la todopoderosa Fnac y de El Corte Inglés, se presenta como un rayito de esperanza. Es verdad: La Central es un ejercicio de voluntarismo, es pura obstinación en los tiempos que corren, pero hay que celebrar su apertura. 

Creo que sus promotores, unos libreros catalanes, han intuido por dónde van las cosas y presumen que el libro en papel va camino de convertirse en el capricho de una minoría, un lujo, un producto premium (¿caro?) que no puede ser despachado como un botella de leche o un pack de cervezas, sino que hay que ofrecer convertido en una experiencia total, como la historia que lleva dentro. Las exitosas tiendas de Apple, donde un reproductor de música o una pizarra digital se convierten en un modelo de vida,  marcan el camino a seguir para todos.

Los dueños de La Central (1.200 metros cuadrados) han entendido que para competir con Amazon o con la piratería de libros electrónicos habrá que dar algo más. El que se dé un paseo por las tres plantas del edificio antiguo que acoge al establecimiento de Callao, que ha sido espléndidamente restaurado y aprovecha al máximo las posibilidades de la luz natural, verá que el libro no viene solo. La propia arquitectura y la decoración, o el olor a café y la música que inundan la primera planta, donde han dispuesto un restaurante, ya nos ponen en un escenario distinto.

Además, en La Central (por lo menos en estos primeros días), el librero nos propone un diálogo. Los libros seleccionados y recomendados son muchos, y en muchos lugares de la tienda están organizados en torno a temas muy concretos: literatura y locura, Londres y sus suburbios, el Congo Belga, Montaigne… También permite a los compradores dejar sus sugerencias. Esperemos que este esfuerzo de selección se mantenga.

A la entrada, el expositor de la exquisita editorial italiana Feltrinelli, fundada por Giangiacomo Feltrinelli, un aristócrata metido a terrorista de izquierdas y que murió a principios de los 70, cuando le explotó una bomba que debía dejar sin luz a media Milán, ya es toda una declaración de intenciones.

La Central, en cuyo accionariado está metida la propia casa Feltrinelli, apuesta por una selección cuidada, pero también por el libro bien editado, ese donde la calidad del papel, el cuerpo y el estilo de la letra, el interlineado o el tacto y el cromatismo de la cubierta no son menos importantes que el contenido. En sus baldas escasean los libros de bolsillo (¡y hasta se echan de menos los bestsellers!), y sí llaman la atención, por ejemplo, las primorosas portadas de la editorial Atalanta, de Jacobo Siruela. Otra declaración de intenciones.

La Central es una apuesta arriesgada, nadie lo duda, pero que puede señalar el camino a muchos libreros, deprimidos por la crisis y la bajada de las ventas de los últimos años, y paralizados por un futuro que solo se vislumbra a través de una pantalla. El libro en papel como experiencia total.



 Para acceder al plano de La Central, pincha aquí

martes, 11 de septiembre de 2012

¡Trabajad, trabajad, malditos!


A propósito de Chicas de fábrica, de Leslie T. Chang


Como la crisis no se acaba y ningún gobernante consigue ofrecernos la más mínima esperanza de que algún día lo haga, resulta evidente que tenemos que buscar la solución por nosotros mismos. Teniendo en cuenta la gravedad de la situación, deberíamos, quizá, tomarnos en serio las soflamas de Juan Roig, aunque sólo sea por el aval que suponen las impresionantes cifras de ventas que tan notable empresario ha conseguido en lo más inclemente de la tormenta económica, mientras todos sus competidores sufren los rigores del descenso global del consumo. 

Resulta, por tanto, más que interesante el profundizar en nuestro conocimiento sobre el modo de trabajar de los chinos y su “cultura del esfuerzo”, una de las referenciasesenciales en las diatribas que el dueño de Mercadona dirige a la sociedad española para que consiga superar estos tiempos de zozobra. A estas alturas ya conocemos bastante bien el modo de trabajar de los propietarios de los activísimos bazares chinos que han proliferado como setas en las ciudades españolas (horarios amplísimos, poca calidad, condiciones laborales pésimas…), pero, aunque lo supongamos, ¿sabemos realmente cómo se trabaja en China?

Chicas de fábrica, a través de los pormenores de la vida cotidiana de distintas jóvenes chinas a las que la periodista del The Wall Street Journal de ascendencia china Leslie T. Chang conoció en su entorno de trabajo y descanso, describe el mayor movimiento migratorio de la historia de la humanidad, el protagonizado por los trabajadores chinos en su viaje desde el mundo rural tradicional de la China interior, a las gigantescas fábricas de las novísimas ciudades del este de su propio país, y nos ofrece un punto de vista totalmente original, desde dentro, del milagro económico chino. La visión resulta espeluznante…

En un contexto de lucha comercial y personal despiadada y sin reglas, donde todos los productos son susceptibles de ser copiados y producidos en cantidades inmensas para satisfacer el desmedido apetito de los consumidores de todo el mundo (incluida, ya, la propia China) y las relaciones se valoran por su utilidad práctica, las jovencísimas y poco cualificadas trabajadoras chinas, deseosas de un futuro mejor lejos de sus paupérrimas aldeas, se dedican sin desmayo a labores repetitivas en gigantescas cadenas de montaje, distribuidas en larguísimas jornadas pésimamente pagadas. 
Las tenaces jovencitas chinas carecen en sus destinos laborales de todo lujo más allá del imprescindible teléfono móvil, no tienen derecho ni siquiera a un lugar mínimamente íntimo y propio en su tiempo de descanso, pues comparten atestadas e insalubres habitaciones dentro de las propias fábricas, y tardan años en volver, y sólo por breves periodos de vacaciones no retribuidas, a sus pueblos de origen, para colmar entonces de regalos pintorescos a sus familiares.
Las más ambiciosas luchan por mejores sueldos y nuevas perspectivas de ascenso profesional en las pocas horas que les quedan libres y se embarcan en  “negocios” piramidales con los que estafan a otros compatriotas, pugnan por aprender inglés en academias de dudosa calidad docente, se postulan en “mercados de talentos” para puestos de trabajo más apetecibles (a menudo tan exigentes y mal remunerados como los que ya realizan), o se apuntan a cursos poco ortodoxos de informática básica o de oratoria o de gestión empresarial, con un afán de progreso personal tan encomiable como arduo y, frecuentemente, estéril.
Todos los jóvenes dependen completamente de las agendas de contactos que acumulan en sus teléfonos móviles para sus relaciones de amistad, sus futuras expectativas de cambio profesional y el trato con sus familiares, de forma que la pérdida de tan preciados bienes, muy frecuente por su gran aceptación en las numerosísimas tiendas que los revenden, supone también la desaparición de la única referencia sólida en un mundo permanentemente cambiante.
La corrupción, el ansia de riqueza rápida y la falta de escrúpulos, son el motor de la imparable dinámica de crecimiento económico de las ciudades como la visitada por la autora (Dongguan). En ese entorno, todo, desde las relaciones personales hasta las calles, las fábricas y cualquier otro tipo de negocio, pueden surgir o cambiar radicalmente en cuestión de días o de horas para ofrecer oportunidades sin cuento a los más despiertos y menos escrupulosos.
Es evidente que Juan Roig no aplica en su exitoso imperio comercial los criterios “chinos” de gestión de los negocios que tanto le gusta predicar, por cuanto el trato que ofrece a sus empleados, que gozan de salarios y condiciones de trabajo, al parecer, bastante razonables, la buena calidad de sus productos, sus discretos márgenes comerciales y, por ende, su respeto por los clientes, son cualidades bien diferentes a las que encontró Chang en las ciudades fabriles de China (y que tan bien describe en su libro). ¿Qué opción preferiremos para salir de la crisis?
Chicas de fábrica. De la aldea a la ciudad en la China contemporánea.
Leslie T. Chang
RBA libros 2012
416 páginas
26 euros (papel) 

domingo, 2 de septiembre de 2012

Vida y muerte en el Tercer Reich, de Peter Fritzsche




Por Mariano Oliveros

Desde que Hannah Arendt escribiera Eichmann en Jerusalén, hace ya 50
años, la discusión sobre la responsabilidad de la sociedad alemana, y
la individual de sus ciudadanos, en la ascensión y el auge del nazismo
y en la aplicación de su atroz programa de exterminio racial, ha dado
lugar a agrias polémicas. Aunque Hannah Arendt siempre rechazó el
concepto de culpabilidad colectiva (“donde todos son culpables, nadie
lo es”), sí creía en la existencia de una responsabilidad política o
colectiva (“yo debo ser considerada responsable por algo que no he
hecho y la razón de mi responsabilidad ha de ser mi pertenencia a un
grupo, un colectivo, que ningún acto voluntario mío puede disolver”).

La tesis de Arendt es compartida por Peter Fritzsche, profesor de
Historia en la Universidad de Illinois, que en Vida y muerte en el
Tercer Reich
analiza en profundidad “el esfuerzo que los alemanes
realizaron para convertirse en nazis” mediante el examen del
“atractivo de las ideas nacionalsocialistas (el deseo de adoptar los
estándares de conducta nacionalsocialistas, pero también lo difícil
que resultaba hacerlo) y en qué medida los alemanes tomaron decisiones
políticas de forma deliberada, consciente e informada durante el
Tercer Reich”. Las páginas de este fascinante libro se centran, por
consiguiente, en la “colaboración audaz, homicida y autodestructiva en
el nombre de una nueva Alemania” que fue ejercida por la ciudadanía
alemana durante ese terrible periodo de la historia de Europa.

Tras los ríos de tinta que han fluido sobre el mismo tema, la novedad
(relativa) del enfoque de Fritzsche reside en el exhaustivo empleo de
la correspondencia privada y de los diarios personales de los propios
alemanes de la época, de los que el autor extrae referencias
impagables sobre el clima social en el que prosperó el nazismo (uno de
los diarios que más cita es el muy conocido de Víctor Klemperer). Así,
las conocidas consecuencias del abusivo Tratado de Versalles, el
ambiente de humillación, traición y fracaso y el deseo de revancha
alemán de entreguerras, el desarrollo y el posterior colapso de la
República de Weimar en paralelo al encumbramiento de Hitler, se
vuelven más comprensibles cuando su descripción se acompaña de la
opinión desnuda de los ciudadanos comunes.

El deseo de un renacer económico y colectivo, en una Alemania fuerte y
unida, fue perfectamente aprovechado por los nazis, que ofrecieron a
la sociedad un modelo idealizado de patria austera en las costumbres y
ambiciosa en los objetivos, sobre la base de un antisemitismo radical,
aunque al principio sólo programático. Las mejores páginas del libro
describen con detalle cómo los nazis, mediante una mezcla de
propaganda, actuación social y agresividad política, fueron
extendiendo, en toda la vida pública y privada, su deformada visión de
la superioridad racial aria y la nefasta idea de la “nación en
peligro”, hasta obtener, prácticamente sin oposición, si no la
aquiescencia, sí al menos los sentimientos favorables de la gran masa
del pueblo alemán. 

La necesidad de conseguir un ansiado “espacio vital” que garantizara seguridad 
y progreso para Alemania acabó en la aceptación social de la beligerancia hostil 
frente otras naciones que condujo a la Segunda Guerra Mundial y, al fin, a la idea 
de la “guerra total” que Goebbels expresara en su famoso discurso de 1943 en el
Palacio de los Deportes de Berlín.

Vida y muerte en el Tercer Reich documenta, asimismo, el proceso,
iniciado a partir de la derrota de Stalingrado y de la contraofensiva rusa, 
por el que los alemanes, progresivamente, se fueron sintiendo, de nuevo, 
traicionados, y, pese a su condición de colaboradores necesarios y agentes efectivos 
en la guerra, pasaron a considerarse a sí mismos exclusivamente como víctimas, 
primero del deseo de venganza y de la brutalidad de los “bolcheviques” y, muy al
final, del aparato nazi. 

Tal sentimiento incluyó en la opinión de muchos ciudadanos y contra toda
evidencia, la exculpación de la Wehrmacht, en su ficticia condición de fuerza 
armada intachablemente dedicada a la consecución de los ideales de la patria 
y separada de la estructura de poder nacionalsocialista.

Por otro lado, la extendida falacia de que la mayor parte del pueblo
alemán no tuvo conocimiento del Holocausto, es rebatida de manera
explícita por Fritzsche que, apoyado en los documentos privados que se
conservan, revela que, por mucho que los pormenores de la “Solución
Final” no fueran conocidos en detalle por los ciudadanos durante su
ejecución, era imposible ignorar el destino que se reservó a los
judíos a partir de 1941.

La terrible conclusión de Fritzsche es que en la Alemania
nacionalsocialista no existía una distinción entre las “personas
normales y corrientes” y los nazis, puesto que los dos colectivos
estaban entremezclados. Sin embargo, como recuerda Fritzsche, los
alemanes tendieron a indultarse tras el fin de la guerra por cuanto
quisieron creer, en palabras de Konrad Adeanuer, que “la abrumadora
mayoría del pueblo alemán abominó de los crímenes cometidos contra los
judíos y no participó en ellos”, lo que se concretó, incluso, en una
amnistía judicial general declarada formalmente por el Bundestag en
1951.

En conclusión y aunque Fritzsche constate que “parte del conocimiento
de la vida y la muerte en el Tercer Reich es el carácter siempre
incompleto de las explicaciones”, su libro nos ofrece una reveladora
síntesis de las razones sociales del éxito del nazismo.



Vida y muerte en el Tercer Reich
Peter Fritzsche
28,50 euros (papel)
Editorial Crítica
360 páginas