martes, 11 de septiembre de 2012

¡Trabajad, trabajad, malditos!


A propósito de Chicas de fábrica, de Leslie T. Chang


Como la crisis no se acaba y ningún gobernante consigue ofrecernos la más mínima esperanza de que algún día lo haga, resulta evidente que tenemos que buscar la solución por nosotros mismos. Teniendo en cuenta la gravedad de la situación, deberíamos, quizá, tomarnos en serio las soflamas de Juan Roig, aunque sólo sea por el aval que suponen las impresionantes cifras de ventas que tan notable empresario ha conseguido en lo más inclemente de la tormenta económica, mientras todos sus competidores sufren los rigores del descenso global del consumo. 

Resulta, por tanto, más que interesante el profundizar en nuestro conocimiento sobre el modo de trabajar de los chinos y su “cultura del esfuerzo”, una de las referenciasesenciales en las diatribas que el dueño de Mercadona dirige a la sociedad española para que consiga superar estos tiempos de zozobra. A estas alturas ya conocemos bastante bien el modo de trabajar de los propietarios de los activísimos bazares chinos que han proliferado como setas en las ciudades españolas (horarios amplísimos, poca calidad, condiciones laborales pésimas…), pero, aunque lo supongamos, ¿sabemos realmente cómo se trabaja en China?

Chicas de fábrica, a través de los pormenores de la vida cotidiana de distintas jóvenes chinas a las que la periodista del The Wall Street Journal de ascendencia china Leslie T. Chang conoció en su entorno de trabajo y descanso, describe el mayor movimiento migratorio de la historia de la humanidad, el protagonizado por los trabajadores chinos en su viaje desde el mundo rural tradicional de la China interior, a las gigantescas fábricas de las novísimas ciudades del este de su propio país, y nos ofrece un punto de vista totalmente original, desde dentro, del milagro económico chino. La visión resulta espeluznante…

En un contexto de lucha comercial y personal despiadada y sin reglas, donde todos los productos son susceptibles de ser copiados y producidos en cantidades inmensas para satisfacer el desmedido apetito de los consumidores de todo el mundo (incluida, ya, la propia China) y las relaciones se valoran por su utilidad práctica, las jovencísimas y poco cualificadas trabajadoras chinas, deseosas de un futuro mejor lejos de sus paupérrimas aldeas, se dedican sin desmayo a labores repetitivas en gigantescas cadenas de montaje, distribuidas en larguísimas jornadas pésimamente pagadas. 
Las tenaces jovencitas chinas carecen en sus destinos laborales de todo lujo más allá del imprescindible teléfono móvil, no tienen derecho ni siquiera a un lugar mínimamente íntimo y propio en su tiempo de descanso, pues comparten atestadas e insalubres habitaciones dentro de las propias fábricas, y tardan años en volver, y sólo por breves periodos de vacaciones no retribuidas, a sus pueblos de origen, para colmar entonces de regalos pintorescos a sus familiares.
Las más ambiciosas luchan por mejores sueldos y nuevas perspectivas de ascenso profesional en las pocas horas que les quedan libres y se embarcan en  “negocios” piramidales con los que estafan a otros compatriotas, pugnan por aprender inglés en academias de dudosa calidad docente, se postulan en “mercados de talentos” para puestos de trabajo más apetecibles (a menudo tan exigentes y mal remunerados como los que ya realizan), o se apuntan a cursos poco ortodoxos de informática básica o de oratoria o de gestión empresarial, con un afán de progreso personal tan encomiable como arduo y, frecuentemente, estéril.
Todos los jóvenes dependen completamente de las agendas de contactos que acumulan en sus teléfonos móviles para sus relaciones de amistad, sus futuras expectativas de cambio profesional y el trato con sus familiares, de forma que la pérdida de tan preciados bienes, muy frecuente por su gran aceptación en las numerosísimas tiendas que los revenden, supone también la desaparición de la única referencia sólida en un mundo permanentemente cambiante.
La corrupción, el ansia de riqueza rápida y la falta de escrúpulos, son el motor de la imparable dinámica de crecimiento económico de las ciudades como la visitada por la autora (Dongguan). En ese entorno, todo, desde las relaciones personales hasta las calles, las fábricas y cualquier otro tipo de negocio, pueden surgir o cambiar radicalmente en cuestión de días o de horas para ofrecer oportunidades sin cuento a los más despiertos y menos escrupulosos.
Es evidente que Juan Roig no aplica en su exitoso imperio comercial los criterios “chinos” de gestión de los negocios que tanto le gusta predicar, por cuanto el trato que ofrece a sus empleados, que gozan de salarios y condiciones de trabajo, al parecer, bastante razonables, la buena calidad de sus productos, sus discretos márgenes comerciales y, por ende, su respeto por los clientes, son cualidades bien diferentes a las que encontró Chang en las ciudades fabriles de China (y que tan bien describe en su libro). ¿Qué opción preferiremos para salir de la crisis?
Chicas de fábrica. De la aldea a la ciudad en la China contemporánea.
Leslie T. Chang
RBA libros 2012
416 páginas
26 euros (papel) 

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