lunes, 24 de noviembre de 2014

El egoísmo sale más caro




¿Para qué sirve realmente la ética?, de Adela Cortina


Adela Cortina es pequeña y de físico aparentemente frágil. Sin embargo, lleva décadas moviéndose casi más que nadie en el mundo académico español para llevar las preocupaciones de la filosofía a la opinión pública y al mundo de la empresa, y, al revés, también ha trabajado para llevar a la universidad los problemas de la calle, con el fin de encontrarles soluciones, o, cuando menos, plantearlos con rigor.

No la conozco personalmente, pero diría que una energía incombustible atesora esta mujer menuda que parece que poseer el don de la ubicuidad, porque tan pronto se ve a Adela Cortina, catedrática de la Universidad de Valencia, dando una clase, un máster o una conferencia, como escribiendo un artículo, dirigiendo la Fundación Etnor, que promueve la ética en los negocios, o presentando un libro sobre la que es su obsesión desde hace tres décadas: la fundamentación de una ética ciudadana basada en valores como la libertad, la justicia o la igualdad.

A mí Adela Cortina me recuerda a Hannah Arendt en el físico, pero también por la febril actividad que despliega, por su compromiso con los problemas de su tiempo y por el carácter polifacético de su actividad. Últimamente Cortina ha sido noticia porque el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte le ha concedido el Premio Nacional de Ensayo (y ella lo ha aceptado de buena gana) por un librito corto y muy accesible, pero que suscitará en el que lo lea muchas cuestiones. Un libro que ya desde el título es incisivo y elocuente: ¿Para qué sirve realmente la ética?

Dicen que la filosofía es un arte sobre todo de preguntar, y no tanto de dar respuestas. En este volumen, escrito para que no se pierda ni el más despistado o el perezoso (la división del contenido y la bibliografía en cortos capítulos facilita mucho la lectura), la autora no desaprovecha ni una línea en adornos ni complacientes erudiciones, e intenta desde el primer momento darnos las claves que nos permitan calibrar nuestra salud ética y la de la sociedad en la que vivimos. Me da la impresión de que Adela Cortina ha tenido mucho trabajo de edición y ha tirado mucho de tijera para limar lo superfluo.

La intención de Cortina es ponernos sobre aviso, y evitar “cosas como las que están pasando en este país”. La ética, nos dice Cortina, nos enseña que para una sociedad es más rentable y genera menos sufrimiento la cooperación que la lucha de sus agentes por sacar el máximo beneficio individual. Los grupos que triunfan, nos viene a decir, son los que muestran una capacidad de cooperación mayor, han diseñado una economía más recíproca y están dotados de instituciones que castigan al que se salta este deber cooperativo. Cortina encuentra las raíces de esta necesidad del otro en la propia naturaleza del hombre, tan frágil en los años de formación y en la vejez, y en sus estructuras cerebrales y psicológicas. “Si ganan unos pocos, otros muchos salen perdiendo”.

Pero para que una sociedad cooperativa funcione, no basta con que haya controles y leyes eficaces, sino que también tiene que estar extendida la convicción personal en los ciudadanos de que esto es lo mejor. Al fin y al cabo, todos debemos convertirnos en ejemplos para los demás, profesando buenas prácticas en el ámbito personal y laboral, y llegando a acuerdos con los que opinan diferente, pero también exigiendo unos mínimos económicos y sociales para todos, porque no se puede pedir una ciudadanía implicada si los poderes se han olvidado antes de esa ciudadanía. Adela Cortina aprovecha también para darnos un pequeño recetario de regeneración democrática, en realidad un correctivo a los políticos y al sistema de partidos español.


En fin, Cortina ha escrito un libro que se lee en unas cuantas tardes, que puede ser una buena vara para medir nuestra altura ética y que sobre todo habla de la necesidad que tenemos de los demás. Porque el buen carácter, la libertad o incluso la felicidad dependen del reconocimiento mutuo. Y lo hace con un tono didáctico, pero no condescendiente, mezclando referencias a clásicos en la materia como Aristóteles, Kant, Maquiavelo, Weber, MacIntyre o Sen, con otras a autores ajenos al canon pero que en sus obras han reflejado el vértigo de vivir: Vargas Llosa, Shakespeare, Khaled Hosseini o Mary Shelley. Cortina recurre incluso a artículos periodísticos o testimonios personales para avisarnos de lo cerca que a veces podemos estar del abismo. “El ángel rebelde se convirtió en un monstruo diablo, pero hasta ese enemigo de Dios y de los hombres cuenta en su desolación con amigos y compañeros. Yo estoy solo”, clama la criatura de Frankenstein desde su soledad radical. 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Mejor hoy que mañana, de Nadine Gordimer




Si tendemos a personificar exclusivamente en Nelson Mandela la lucha contra el apartheid en Sudáfrica no es sólo por la extraordinaria dignidad, dedicación y entereza con la que el padre de la patria sudafricana actual vivió su compromiso con su pueblo, sino por la estratégica decisión de los cuadros dirigentes de la organización, hoy partido político, a la que pertenecía, el Congreso Nacional Africano, que, conscientemente, crearon un ídolo que sirviera de referente a las masas y a la prensa internacional.


Sin embargo, aunque la figura de Mandela fue esencial, el fin del apartheid no hubiera llegado sin el  esfuerzo colectivo de miles de sudafricanos de bien, incluidos algunos blancos como la Premio Nobel de Literatura Nadine Gordimer, fallecida recientemente, a los 90 años, en Johannesburgo.  Gordimer mostró durante toda su vida su compromiso por la justicia en su patria y nunca se cansó de poner de manifiesto públicamente, durante y después del régimen del apartheid, la “impresentable brechasocial sudafricana”.  

A la escritora le gustaba pensar que sería recordada, más que por sus ensayos o su activismo político, por sus obras de ficción, siempre construidas, para lo bueno y para lo malo (al menos desde un punto de vista literario) sobre la base de sus convicciones morales.
Un buen ejemplo lo constituye su última novela, No time like the present, traducida en España como Mejor hoy que mañana. Una pareja (una mujer negra, Jabulile o Jabu,  y un hombre blanco de madre judía, Steve), ambos en su día intensamente implicados en la lucha contra el sistema y unidos en matrimonio cuando tal cosa era ilegal en Sudáfrica, se muda con su hija a vivir a una zona de clase media de las afueras de Johannesburgo, una vez finalizados los tiempos del apartheid.

El contexto de la nueva vida de Steve y Balu es, de hecho, un anticlímax frente a los tiempos más oscuros: hay que preocuparse del colegio de la niña (y, más tarde, del de su nuevo hijo), de las siempre complicadas relaciones con la familia y del resto de los muchos problemas de la vida cotidiana. La historia no depara grandes sorpresas porque a la autora le importa más describir la recién estrenada “normalidad” del país.

Lo mejor de la novela reside, sin duda, en la medida descripción del telón de fondo de la Sudáfrica post apartheid. El país intenta denodadamente lograr la normalidad democrática, pero amplias capas de la población siguen enfangadas en la desigualdad, la violencia y la injusticia social mientras su clase política da palos de ciego (como demuestra la historia del propio Mandela,  los luchadores por la libertad no son necesariamente buenos políticos). Steve y Balu, desde su nueva y acomodada posición y lejos ya de la peligrosa, pero apasionante lucha clandestina, empiezan a tener preocupaciones burguesas y se plantean, incluso, la posibilidad de emigrar a Australia…

No sé si es una cuestión de edad (de la mía o la de la autora), pero encuentro el estilo de la novela demasiado distante, mucho más frío del que yo recordaba de las primeras novelas de Gordimer. Por otra parte, la trama del libro es confusa y poco centrada en los personajes, perjudicada por el frecuente empleo de frases muy largas y, muchas veces, demasiado complejas.


El hilo narrativo se pierde en digresiones y circunloquios sin salida, y el interés por saber más de las vidas de Steve y Balu se desvanece por momentos. El personaje más sugestivo, aunque sea por su incompetencia y su irrefrenable tendencia al abuso del poder, acaba siendo el más lejano a la trama: el presidente de Sudáfrica, Jacob Zuma. Quizá, en el fondo, el activismo de Nadine Gordimer le tendiera una trampa a su autora en este su último libro, que brilla más por sus virtudes como crítica política que por las estrictamente literarias.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Poirot or not Poirot




Agatha Christie y su inefable Hércules Poirot forman parte de mi existencia más íntima. Siestas caniculares o tardes otoñales de mi adolescencia cobraron sentido gracias a la compañía de este detective floripondio y sagaz. Siempre capaz de resolver los misterios más sorprendentes, Poirot era el héroe que hacia posible la felicidad, que todo estuviera en su lugar; en un ambiente puramente burgués controlado por la rutina y las buenas costumbres; garante de la decencia. 

Muchas han sido sus aventuras y sus desafíos, de los que salió vencedor, salvo en la novela Telón, donde fue 'ejecutado' por su autora, hastiada de un personaje que devoraba sus entrañas. El té como factor aglutinador de las relaciones humanas, la modélica sociedad postvictoriana, el equilibrio permanente, las debilidades humanas, los instintos criminales… componen los ingredientes de un cóctel que Christie dominaba como nadie. Magistral y única.

Cuando supe que los herederos de la autora más vendida de la historia habían decidido resucitar al detective belga, enseguida sentí sentimientos cruzados. Poirot vuelve a la vida, pero ¿en qué condiciones?, ¿era un ser postizo que se aparecía ante sus incondicionales buscando una segunda oportunidad?, ¿o era más bien producto del ingenio marketiniano que busca aprovechar el bagaje del detective para seguir explotando la mina de oro? 

Hay personajes que superan a sus autores. James Bond, Asterix, Superman, Batman, Tarzán, Frankestein… todos ellos tienen la fuerza suficiente para obviar a sus creadores y proyectarse al mundo como paradigmas autónomos y con vida propia. Pero, con Poirot, me costaba desligarlo de la dama británica y se abría ante mí el reto de leer una novela espúrea, con todos mis prejuicios en guardia y con la sensibilidad a flor de piel.

Pero al mismo tiempo sentí una emoción especial al abrir los lomos de una edición muy cuidada y que me invitaba a despojarme de cualquier recelo. Y así empecé a leer esta historia que prometía, ambientada en aquel Londres inmortal de Scotland Yard y tiempo inclemente. No desvelaré ningún elemento clave del argumento que disuadiría su lectura. Pero puedo decir que mis percepciones han ido variando a medida que devoraba sus páginas.

La escritora Sophie Hannah ha demostrado ser una más que digna alumna de Agatha, superándola en sentido del humor y enrevesamiento temático. Poirot ha vuelto a la vida, aunque no siempre reconocible, por más que su autora se empeñe en modelarlo a imagen y semejanza de su estereotipo. Ha rizado el rizo, ha sido más papista que el papa, más poirotista que el propio Poirot.

Captar el alma es el ejercicio más complicado y aquí el resultado ha sido desigual. Hannah se ha visto en la necesidad de retorcer una historia para hacerla reconocible y sostenible frente a su original. En gran parte de la novela ha logrado perpetrar el engaño y los lectores así se lo reconocerán. En otros momentos de la novela, Poirot me se me antoja demasiado perfecto, demasiado maquillado.
  
Tras leerme la última página de esta novela, conducida por un nuevo secundario (el inspector Catchpool de Scottland Yard), no quedo convencido de si estoy de acuerdo con perpetuar un personaje que alcanzó todos los desafíos imaginables. Me ha gustado la novela, he disfrutado, ha captado la esencia y con una traducción impecable nos abre de nuevo las puertas de la ilusión de recuperar a un mito novelesco. 

Pero ¿hasta qué punto era necesario desempolvar el bombín y el bigote engominado? ¿liberarlo del auspicio maternal de Agatha Christie? ¿Tiene licencia para ser una marca libre de tutelas culturales? Me cuesta decidirme. La respuesta está en manos de los lectores… yo prefiero callar mi veredicto, atormentado por dos sentimientos contradictorios.