miércoles, 27 de junio de 2012

Cuatro peces, de Paul Greenberg





Los peces son los últimos alimentos que, a gran escala, la Humanidad extrae directamente del medio natural. Tal circunstancia no va durar mucho tiempo como se comprueba en el proceso que se viene observando en nuestras pescaderías en los últimos años. Ahora mismo, la mitad del pescado proviene de la acuicultura mientras que los ejemplares de las especies tradicionales, obtenidos mediante la denominada pesca extractiva, van menguando inquietante y progresivamente de tamaño, a la par que son sustituidos por peces hasta hace poco desconocidos (como el panga, la perca, el halibut o el abadejo, entre otros muchos).

Paul Greenberg, colaborador asiduo del New York Times desde 2005, es aficionado a la pesca desde niño y recorrió medio mundo durante la preparación de Cuatro peces para comprender de primera mano el sistema mundial que recolecta a los peces, los transforma en productos comerciales y los lleva hasta nuestros supermercados. El libro, publicado por primera vez en 2010 y muy exitoso en Estados Unidos, explora la evolución de la relación entre el hombre y los recursos acuícolas y su futuro, a través de la historia de las cuatro especies de peces que han dominado el mercado mundial en los últimos años: el rey salmón, el plebeyo bacalao, el pescado de los días de fiesta, es decir, la lubina, y el salvaje atún (los epítetos son de Greenberg). 

El objetivo último del libro es reflexionar sobre un hipotético equilibrio realista entre las necesidades globales, ecológicas, de nuestro planeta y las humanas y establecer las bases para una “paz justa duradera entre el ser humano y los peces”. Con gran claridad de exposición y basándose en datos científicos muy bien digeridos, Greenberg logra un sorprendente e interesante relato sobre la complejidad de las interacciones entre los pescadores, los intereses comerciales, la biotecnología, los consumidores, las regulaciones internacionales y las presiones de los colectivos de todo signo, salpicado de anécdotas reales del mundo de la pesca.

Como nos explica el autor, una vez que las reservas mundiales de una especie concreta de pez de buena comercialización se han sobreexplotado, lo que acaece repetidamente desde hace muchos años (un buen ejemplo es el declive del atún rojo atlántico), la presión del mercado conduce, por un lado, a la domesticación de la malograda especie para su producción en piscifactorías (algo muy difícil de lograr en algunos casos como el del propio atún) y, por otro, a la búsqueda de especies alternativas de similares características organolépticas y población abundante, lo que inicia una nueva expansión de la pesca comercial masiva que acaba, de nuevo, en el colapso de los caladeros.



La sucesión de ciclos de destrucción/domesticación, asociada al voraz apetito de pescado de los consumidores en todo el mundo, genera problemas ambientales de gran impacto como la reducción del potencial productivo de los mares y su eficiencia ecológica o el aumento de la contaminación orgánica y genética, que derivan tanto de la destrucción directa del medio oceánico por los excesos de la pesca comercial como de las dificultades que implica la gestión de la población piscícola “estabulada”, que precisa de una copiosa alimentación (extraída frecuentemente del propio océano) y genera grandes cantidades de residuos en las costas.

Greenberg no es ni tendencioso ni catastrofista, y por eso propone cuatro objetivos muy claros para solucionar el problema del aprovechamiento sostenible de los cada vez más escasos recursos marinos y fluviales: una reducción drástica de la pesca extractiva (si ya no dependemos de la caza de especies silvestres ¿por qué deberíamos hacerlo de la pesca?), la creación de grandes reservas marinas, la preservación de aquellas especies que no se puedan gestionar mediante un equilibrio cuidadoso entre la explotación natural y la domesticación y, finalmente, la protección de la parte baja de la cadena alimentaria, es decir, el empleo muy controlado en la acuicultura de los pequeños peces que se utilizan de forraje, como las anchoas, la sardina y el arenque, y cuya sobrepesca debe evitarse por todos los medios porque constituyen la base esencial de las pirámides tróficas de los océanos.

No parecen objetivos necesariamente inalcanzables si bien topan con formidables obstáculos, entre los que la falta de un sistema de gobernanza mundial de la pesca (¡otro ejemplo más!) no es el menor. Por cierto, para la sencilla pregunta ¿qué pescado debo comer?, Greenberg no ofrece una única respuesta, aunque el lector curioso encontrará la suya propia a lo largo de las páginas de este fascinante libro. ¡No os lo perdáis!

Cuatro peces
Paul Greenberg
RBA
448 páginas
23 euros (papel)

jueves, 21 de junio de 2012

Deliciosas farsas





A propósito del montaje de Vida y muerte de Marina Abramovich




Varios bailarines llevan en sus bocas sus prendas íntimas mientras avanzan con movimientos espasmódicos por el escenario del Real. Uno de ellos tapa su aparato genital en una postura imposible y el resto se convulsiona y contorsiona en una estrambótica puesta en escena desnuda de todo artificio y en la que únicamente destaca la paleta cromática en rojo y blanco de sus vestidos y mallas.


El coro del Teatro Real, de reciente creación, interactúa con los bailarines sobre el escenario y goza de un protagonismo inusitado en las obras tradicionales. Bajo las notas de Verdi y Wagner los integrantes del coro se tiran al suelo, patalean, gritan, muestran sus manos teñidas de rojo y blanco, levantan pancartas a favor del 15-M y se desnudan en la liberadora escena final tras una inquietante sesión de psicoanálisis colectivo. En la dirección musical, bajo la batuta de Marc Piollet, la obra alterna la actuación de la orquesta con piezas de música electrónica pregrabada, lo que resulta un tanto desconcertante pero enriquecedor.




Marina Abramovich recibe al público tendida en uno de los tres ataúdes que aparecen en escena rodeados de perros doberman y vísceras humanas. El inicio tan poco convencional de Vida y muerte de Marina Abramovich constituye también parte del éxito de esta performance plástica que muy pocos se atreverían a calificar como ópera. Aderezado con la narración de Willen Dafoe y la inconmensurable voz de Antony Hegarty, la obra es una revisión fatalista del periplo vital de la artista serbia a través de una puesta en escena más cercana a los videoperformances que a los grandes montajes operísticos del Teatro Real.


Robert Wilson, el director de escena, crea un universo onírico en el que destacan las piezas musicales conducidas por la excepcional intensidad vocal de Antony y la potente réplica tonal de la cantante serbia Svletana Spajic, que se alternan con una galería de escenas de  impactante estética visual donde el protagonismo absoluto de Abramovic resulta chirriante. Solo la presencia de Dafoe contribuye a relajar en cierta medida la asfixiante atmósfera creada por Wilson para gloria absoluta de la egocéntrica artista serbia, que se sirve del excepcional vehículo puesto a su disposición para conjurar a sus ancestros y experimentar un catártico viaje interior.







Tras la caída del telón hay división de opiniones, aunque ganan los aplausos atronadores que intentan silenciar los silbidos y gritos contrarios a tanta innovación. Tiemblan los cimientos del sacrosanto lugar donde hasta ahora solo unos pocos se habían atrevido a cuestionar el orden establecido con obras vanguardistas alejadas del gusto imperante. Las dos obras consiguen lo que pretendía Gerard Mortier, el director artístico del Teatro Real, tan cuestionado desde que se hizo cargo del puesto, hace ahora cuatro años.


A pesar del revuelo mediático organizado en torno a la presentación de estas dos obras ya existía el precedente de montajes escandalosos gracias a Calixto Bieito, el director de escena español que tanta polvareda ha levantado a lo largo y ancho de Europa. Muy sonado fue su estreno en el Teatro Real del heterodoxo montaje de la ópera Wozzeck con desnudos, vómitos y disecciones de cadáveres incluidos. Su adaptación de El rapto de Serrallo, de Mozart, ya había sido calificado como una "guarrada" cuando se estrenó en la capital alemana en 2004. ¿Cerdada o espectáculo fascinante? Al gusto del consumidor.  


sábado, 16 de junio de 2012

Verano y amor, de William Trevor





William Trevor no es precisamente un chaval. Sin embargo, la
creatividad no es una prerrogativa juvenil, como demuestra el hecho de
que a sus ochenta y un años (hace ya tres) y con todo dicho (es autor
de una amplia obra, de gran calidad literaria, que incluye relatos
cortos, obras de teatro, novelas, ensayos y hasta libros infantiles),
este tímido abuelito de origen irlandés residente en Inglaterra,
reacio a las entrevistas y tan aficionado a la jardinería como
cualquier otro ciudadano británico que se precie, todavía fuera capaz
de escribir una historia tan exquisita como Verano y amor.

El estilo depurado de William Trevor, basado en hacer desaparecer todo
lo superfluo a base de revisar, cortar, afinar y rehacer una y otra
vez lo escrito, alcanza en Verano y amor una gran maestría. La
historia principal que se nos narra en la novela, el amor
imposible entre dos jóvenes (Ellie y Florian), ha sido contada una y
otra vez a lo largo de la historia de la Literatura y su escenario, la
Irlanda rural tradicional de la que procede William Trevor, con sus
restricciones morales, su vida sencilla y su apego a las costumbres,
parece, en principio, anodino y engañosamente exento de emociones. En
ese forzado contexto, el devenir de los acontecimientos es sutil y la
narración se desenvuelve morosamente en las primeras páginas.

Sin embargo, poco a poco, con delicada sensibilidad, mientras nos
describe de manera que resulta casi poética por su ausencia de
afectación, la vida cotidiana del pueblo de Rathmoye, Trevor gana
nuestro interés introduciéndonos en el destino entrecruzado de los
distintos protagonistas, que, sometidos al cruel escrutinio público en
un mundo cerrado de mentalidad provinciana, sufren interiormente por
sus secretos, sus culpas y sus remordimientos.

La clave de la historia se encuentra, precisamente, en la pesada carga
de las obligaciones, la moral y el pasado individual, que atan a Ellie
a Rathmoye tanto como empujan a Florian a huir y que condicionan al
resto de personajes, soberbios en su sencillez, en sus desoladoras o,
simplemente, vulgares vivencias.

Como afortunado poseedor de una genuina curiosidad por los
sentimientos de las mujeres, esa escasa virtud masculina (que, sin
embargo, derrochaba el abuelo de Amos Oz, según nos cuenta en una
Historia de amor y oscuridad), Trevor es especialmente brillante en la
construcción del personaje encarnado por Ellie, una mujer atrapada en
las consecuencias de su orfandad, que dirigen su vida. Sus quehaceres
cotidianos, su relación amorosa, la manera en que se integra en la
sociedad de Rathmoye… son descritos con el pulcro y afinado oficio del
autor enamorado de su creación.

Para que no falte nada, el desenlace final es sorprendente y, sin
embargo, coherente con los conflictos morales de los protagonistas,
que tanto importan a su autor, lo que concede a la novela una notable
sensación de solidez, de obra meditada y bien estructurada.

Verano y amor demuestra que el solipsismo no sólo no es estrictamente
necesario para la creación literaria sino que resulta más bien una
carga: el buen escritor precisa de una gran curiosidad por los
sentimientos ajenos, de una empatía inagotable y de una capacidad de
comprensión y de piedad infinitas por las debilidades y las pasiones
humanas, cualidades que William Trevor ha atesorado en su longeva existencia.


Verano y amor

William Trevor
218 páginas
15,90 euros en papel

jueves, 7 de junio de 2012

Una tarde en la Feria del Libro de Madrid




Cosa rara: escasa lluvia en la Feria del Libro de Madrid. El sol ha lucido casi siempre en la edición de este año, dejando entrever ya los rigores de esa canícula mesetaria que ni los frondosos y centenarios árboles del Retiro lograrán mitigar a partir de julio.

Muchos buscan perezosamente algo que llevarse para leer en verano en los cientos de casetas instaladas en el Paseo de Coches. Verlos y ver a los libreros y ayudantes de libreros detrás de los mostradores pasar el tiempo mirando distraídamente el móvil o atendiendo la conversación de un potencial comprador contagian tranquilidad. Paseo por la feria en día laborable, sin las aglomeraciones del fin de semana. Los autores que se sientan obedientemente en un extremo de la caseta bajo un rótulo con su nombre y detrás de una pila de ejemplares de su último libro se vuelven invisibles para la gente que se acerca. Otra vez el móvil y sus constantes reclamos llenan las horas de soledad del escritor que va a firmar sus ejemplares. Alguno relee su ensayo o su novela, quizá señalando erratas que nunca llegarán a eliminarse.

Otro año ha pasado y no he leído los muchos libros que en la última feria pasaron por mis manos y quedaron grabados en esa larga lista mental  de lecturas pendientes (puro ejercicio de voluntarismo). El trabajo (más incierto que nunca), la familia y la lectura de los periódicos y de los libros de coyuntura han acaparado todo el tiempo. Bueno, también he echado las horas en el deporte televisado, orgía de nuestro tiempo, y en dar unas carreras por el parque.

Paseando por la feria uno se da cuenta de que, por sus preferencias, vive en un barrio muy pequeño de la literatura. Que si prefiero la novela al ensayo, que si mejor los contemporáneos que los clásicos, que si leo prosa y no intrincada poesía (¿quién lee poesía en este país? Alguien debe hacerlo porque sino no se entienden la testarudez de la gente de Visor o Hiperion), que si mejor libros de letras que complejos manuales de ciencias o negocios, que si prefiero a los extranjeros (y consagrados) y aborrezco a los nacionales (y noveles), que si mola más el comic que el cuento, que si el libro de autoayuda y no el tratado de filosofía o religión...


Este año no tuve entre mis manos Hambre, de Knut Hamsun (Ediciones De La Torre). Mi intención era comprarlo porque no pocas veces lo he ojeado e incluso he hecho amago de quedármelo. Siempre me pasó que, por el precio (lo confieso: 15 o 20 euros por un libro en ocasiones me parece mucho) o por la impertinencia que supone leer a un autor nórdico que cuenta una historia de desgarrado solipsismo, acabé devolviéndolo al expositor. Este año, en lugar de Hambre me encontré en casi todos sitios algún título del periodista andaluz Manuel Chaves Nogales, que ha vuelto a editar con esmero Libros del Asteroide.


En la Feria del Libro de este año pasaron por mis manos algunos libros que, para no romper la tradición, no me llevé (otra vez el euro fue más fuerte que la voluntad). Son títulos que, además, han vuelto a engordar esa lista de lecturas pendientes que nunca haré, pero que conviene tener, por si alguien pregunta y por si acaso.  


Religión para ateos, de Alain de Botton (RBA). Este hombre casi siempre escribe de cosas que me interesan. Ahora propone un acercamiento a la trascendencia que supera el habitual enfrentamiento entre fundamentalistas y no creyentes.

Un año en el otro mundo, de Julio Camba (editoral Rey Lear). Al joven e irónico periodista gallego lo envía el ABC a Nueva York porque antes el Gobierno alemán se había quejado de sus crónicas desde Berlín. Desde allí, pone al tanto a sus lectores de la vida de los estadounidenses, con un lenguaje corriente y con ciertas dosis de acidez. Corría el año 1916.


Danubio, de Claudio Magris (Anagrama). Es otro de los que siempre pasan por mis manos y nunca acaban en la mochila. ¿Por qué será? Aquí no es cuestión de precio, porque está desde hace tiempo en edición de bolsillo. Esa literatura a medio camino entre la reflexión histórica y filosófica y el libro de viajes, y construida a base de anécdotas aparentemente deslabazadas me interesa. Me he prometido leerlo una tarde de estas.

Algún libro del mártir Dietrich Bonhoeffer (editorial Sígueme). El pastor luterano que fue asesinado por el nazismo y que denunció la actitud gregaria de la iglesia alemana de la época también es un fijo en mi lista de pendientes.

El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati (editorial Gadir). Me llama sobre todo la atención la bella edición que ha sacado Gadir, que se está haciendo con una buena selección de las letras italianas del siglo XX.

La lluvia antes de caer, de Jonathan Coe (Anagrama). Literatura de madurez, dijeron, de l´enfant terrible de la literatura británica. Historia íntima de tres generaciones de mujeres en la Inglaterra rural de la posguerra.

El diario de Ana Frank (editorial DeBolsillo). Lectura tanto tiempo pospuesta. No lo leí en la EGB o el bachillerato, cuando era casi obligatorio, y dudo de que lo haga ahora. Supongo que mi hijo me pedirá más pronto que tarde que lo comentemos.

A sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales (Libros del Asteroide). Como decía, es la revelación de la feria. Los libros del periodista sevillano, que mantuvo la cordura en un país abocado a la guerra civil, están por todos sitios. Es una gloria tardía, pero supongo que provechosa para los que no lo hemos leído.



Años lentos, de Fernando Aramburu (Tusquets). Otro que tiene el coraje de hablarnos de los orígenes del nacionalismo intransigente de ETA en los años 60 y que también propone una reflexión sobre los propios mecanismos de la novela gracias a los apuntes del escritor que acompañan cada capítulo.

El extranjero, de Albert Camus (Galaxia Gutenberg). Otro texto mítico que me lleva, sin quererlo, a los años de descubrimiento de la adolescencia. Para mí es como una brisa fresca. La edición, en este caso, es de lujo (marca de Galaxia): viene con ilustraciones de Úrculo y epílogo de Vargas Llosa.

El mundo de ayer, de Stefan Zweig (Editorial Acantilado). Decenas de veces he tenido este libro en las manos, pero creo que acabaré comprándolo y manteniéndolo en  mi biblioteca. Una memoria intelectual (que no sentimental) de un judío que se suicidó en 1942.

Finalmente compro Homicidio (Editorial Principal de los Libros), monumental novelón policiaco de David Simon que es el germen (así lo dice el editor en la misma portada) de la serie televisiva The Wire. En principio, me llevo muchas horas de felicidad. Ya veremos.




PS: El tsunami del libro electrónico está a punto de arrasar buena parte del mundo editorial como hoy lo conocemos. Sin embargo, los libreros y las editoriales de Madrid siguen enterrando la cabeza en la tierra. Sin noticias de los nuevos formatos en los cientos de casetas del Retiro.


Desde Barcelona, Seix Barral, Anagrama o Tusquets cambiaron para siempre el panorama editorial en España en la década de los 60 y 70. Hoy, de forma más sigilosa y políticamente difusa, editoriales como Páginas de Espuma, Nórdica, Periférica, Errata Naturae, Menos Cuarto, Gadir o Minúscula dan otra vuelta de tuerca.