jueves, 19 de diciembre de 2013

Autobiografía olfativa de Philippe Claudel





Afirman los científicos que en la parte más arcaica de nuestro cerebro residen las funciones instintivas y fisiológicas, las radicalmente genuinas de nuestra condición animal. En esa porción irreductible de nuestro mente, que no se atiene a la razón puesto que es puro instinto, es donde registramos los olores, el olfato es el más antiguo de nuestros sentidos. No es, por tanto, de extrañar que algunos aromas posean más fuerza evocadora que estímulos tan poderosos como la música o las imágenes fotográficas. ¿Quién no ha recordado vivamente momentos concretos de su pasado al percibir de repente el olor de una comida o de un perfume?

Con un planteamiento aparentemente simple, casi frívolo, un catálogo alfabético de olores (desde “Abeto” hasta “Viaje”) asociados a instantes concretos de su vida, Philippe Claudel logra en Aromas mover algunos de nuestros más íntimos recuerdos, alojados en el oscuro desván de nuestro cerebro primitivo, a través de la evocación olfativa de los suyos.

Claudel vivió su niñez en la misma Francia rural que acoge todavía su hogar. En ese mundo, mucho más cercano a la medida del hombre que el páramo aséptico de la ciudad, los olores forman parte intrínseca de la vida cotidiana. Una cita del capítulo denominado “Urinarios” ilustra a la perfección la importancia que Claudel concede a los olores“Nuestro mundo sueña con ser inodoro, es decir, inhumano. En los siglos que precedieron a éste, todo olía, mejor o peor. Acorralamos los olores, los de nuestros cuerpos y nuestras ciudades, como a peligrosos delincuentes que nos recuerdan que producimos humores y que éstos apestan. Siendo un crío, entro en un urinario, y hiede. Ni me sorprende ni me molesta…”

En cada capítulo, incitado por el olor evocado, el autor desgrana los momentos más significativos de su niñez, su juventud y sus primeros años de madurez y reflexiona sobre la relación entre los sentimientos, los sueños y el mundo real.

El heterodoxo catálogo olfativo de Claudel no desdeña ningún aroma, por desagradable que por sí mismo pudiera parecer (“Estiércol”, “Carroña”…), ni se atiene a las reglas de lo políticamente correcto (“Vejez”, “Sexo femenino”…), porque todos los olores que cita (su lista original constaba de cien aromas, que redujo al final a los sesenta y tres que recoge el libro) tienen un significado para él.

Claudel va, así, dibujando una autobiografía sensitiva en la que, recién llegado a la cincuentena, revisa su vida íntima de forma casi poética (no en vano cita con frecuencia a Baudelaire) y consigue que el lector, embebido con las sugerencias de cada aroma, se quede soñando con sus propios recuerdos.

Claudel, cuya maestría literaria se ha puesto de manifiesto en novelas brillantes, como Almas grises o El informe de Brodeck, que desnudan los entresijos y las miserias del alma humana, nos regala con Aromas un bellísimo libro, de una exquisita sensibilidad.




jueves, 12 de diciembre de 2013

Los recuerdos de Pedro Solbes



Muchos libros firmados (que no escritos) por políticos han aparecido en los últimos meses. Aznar y González, que vuelven a la carga, Anguita, Guerra, Solbes, Zapatero... Por lo general los libros de políticos en España suelen ser decepcionantes. Uno espera que el autor aproveche la distancia y el sosiego que da el tiempo y el retiro para alumbrar episodios que en su momento, por las obligaciones e intereses en juego, y por la discreción que se le supone a un mandatario, quedaron sin explicación o entre brumas. Sin embargo, no suele ser así, y los  políticos metidos a memorialistas o analistas nos suelen dejar unos textos bastante anodinos y donde prima la justificación, cuando no el ensalzamiento personal.

Hasta cierto punto, Recuerdos, 40 años de servicio público, el libro donde Pedro Solbes hace repaso de sus 40 años como funcionario y dirigente público, se mueve en esta línea. El excomisario europeo y exministro de Economía con Felipe González y José Rodríguez Zapatero hace poca autocrítica, a pesar de haber llevado las riendas de la economía española desde que tocó techo hasta casi su quiebra. Solbes, que una y otra vez se presenta como adalid de la "ortodoxia" económica y el control del gasto público, no asume su parte de responsabilidad por no haber pinchado cuando hacía falta la burbuja de los pisos y el suelo, eliminando por ejemplo la deducción por vivienda. 

Solbes no tomó medidas cuando, por los datos que le llegaban, la salud de la economía empeoraba con rapidez, a pesar de que tantos siguiéramos pensando que la fiesta iba a ser eterna. Tampoco asume el error de haber apoyado la designación de Miguel Ángel Fernández Ordoñez como gobernador del Banco de España, un puesto para el que, como luego se ha visto, no estaba preparado.

Solbes nos recuerda, por activa y por pasiva, que durante años abogó por reformas de calado para cambiar el patrón de crecimiento de la economía española, pero que siempre se encontró con la negativa o el desinterés de Zapatero, de los sindicatos o de la patronal. Nadie quiso quitar la música de aquella fiesta, y Solbes tampoco.

Los capítulos que más llamarán la atención a los que se acerquen a este libro son los dedicados a los cinco años que estuvo a cargo de la cartera de Economía con Zapatero. Solbes confirma en Recuerdos lo que era un secreto a voces en sus años de vicepresidente; nunca se entendió con Zapatero y con Miguel Sebastián, al que veía como un competidor.  Cierto es que Sebastián y su equipo hacían la batalla por su cuenta desde la Oficina Económica del Presidente, una entidad que acabo convirtiéndose en un Ministerio de Economía en la sombra. Solbes relata los consejos de ministros de aquellos años como un gallinero donde los jóvenes e impetuosos, pero inexpertos, políticos de la órbita de Zapatero querían gastar por encima de sus posibilidades, al calor de los crecientes ingresos fiscales procedentes del inmobiliario. Solbes carga especialmente contra 
Caldera, ministro de Trabajo en el primer Gobierno de Zapatero. En uno de los pasajes más controvertidos del libro habla Solbes de un documento (desconocido hasta la fecha) que presentó a Zapatero en enero de 2010, con una retahíla de reformas profundas para enderezar la maltrecha economía, y al que el presidente hizo caso omiso, alegando que de tomarlo en consideración su gobierno se habría enfrentado a dos huelgas generales.  

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Ese enfrentamiento, que Solbes circunscribe al ámbito de la economía, y donde un gestor austero tiene que vérselas con un político menos riguroso, simboliza en el fondo el choque de la vieja guardia del PSOE, la heredera de los gobiernos de Felipe González, con aquellos jóvenes, sin experiencia, pero con ganas, que liderados por Zapatero dieron un vuelco en el congreso del PSOE del año 2000, y que supusieron un verdadero relevo generacional en el partido y, por extensión, en la política nacional. Tanto en 2004 como en 2008, a Zapatero no le quedó más remedio que recurrir a Solbes para dar con ese punto de experiencia y legitimidad política y ante los mercados que un neófito nunca le habría aportado. Sin embargo, nunca trabajó codo con codo con su ministro de Economía. En varios momentos del libro, echa de menos Solbes el estilo de González, que, siguiendo los consejos de Olof Palme, casi siempre se ponía del lado de su ministro de Hacienda.

Hay que reprocharle a Solbes que, ante tanto desplante de Zapatero, y ante la aprobación de tantas medidas electoralistas, pero de escasa justicia social y dudoso efecto económico, como la deducción de los 400 euros o el cheque-bebé, no dimitiera. Solbes, el guardián de la ortodoxia, justifica esta permanencia en el puesto apelando a su compromiso y lealtad como servidor público, pero ¿no habría sido más probo y recto en este caso el haber aireado sus diferencias antes y haber salido honrosamente del Gobierno?  Pudiendo haber sido mucho más, Solbes acabó actuando como tantos otros políticos a los que la dimisión les produce urticaria.