martes, 6 de febrero de 2018

Nunca vivimos tan bien


A propósito de la lectura de 'Progreso', de Johan Norberg

Bien sea por una cuestión de psicología, por la inercia de la costumbre o por puro instinto de supervivencia, lo cierto es que estamos abonados a las malas noticias, y, por lo general, construimos nuestra visión del mundo a partir de la anomalía y la catástrofe. Los medios de comunicación lo saben y lo alientan. Se vende mucho mejor una crónica de un tiroteo que una estadística que nos diga que las muertes violentas en nuestra ciudad se han reducido. Por eso, los periódicos y los telediarios están cargados de desastres naturales, quiebras empresariales, guerras o golpes de Estado. 

El sueco Johan Norberg combate esta percepción negativa de la realidad en un libro que en 2016 fue calificado por la revista The Economist como el mejor del año. Su título es bien indicativo: Progreso. 10 razones para mirar al futuro con optimismo. A Norberg se le ha encasillado como uno de esos “nuevos optimistas” que van por el mundo vendiendo la idea de que nunca antes vivimos tan bien y que para convencernos se apoyan en un potente aparato estadístico. 

A la estela de Steven Pinker, autor del monumental Los ángeles que llevamos dentro, un ensayo sobre el declive la violencia a lo largo de la historia de la Humanidad, y a quien Norberg rinde tributo en varias ocasiones en su libro, este trabajo echa la vista atrás para decirnos que nunca la vida fue tan fácil, predecible y confortable, y para ello analiza una docena de variables, que van desde la esperanza de vida a la libertad individual, pasando por el acceso al agua potable, la alimentación, la alfabetización o los niveles de pobreza. Y todo este progreso ha sido posible gracias a los efectos beneficiosos del intercambio de ideas y bienes que han traído consigo el liberalismo, la extensión de la ciencia y la globalización en los últimos 200 años. 

Con abundantes cifras, Norberg intenta demostrarnos que, a pesar de nuestra adicción a las malas noticias y al catastrofismo, de nuestro gusto por las teorías conspirativas, vivimos mucho mejor que nuestros ancestros. Norberg incluso desafía a los agoreros del desastre medioambiental y, retorciendo los números y pasando por alto ciertas  evidencias preocupantes, nos intenta convencer de que en este aspecto también estamos mejor que nunca. La riqueza y la educación, nos viene a decir, son las llaves para resolver problemas como el cambio climático, y será cuestión de tiempo que países como China e India pongan orden en este terreno. 

Sea como fuere, y a pesar de que puede haber puntos discutibles, Progreso, de Johan Norberg, tiene la virtud de ponernos ante el espejo y cuestionar ciertas ideas que una visión miope, miedosa o demasiado local ha contribuido a asentar. Y es que nadie se puede creer a estas alturas que este mundo es perfecto, pero tampoco que es una ruina y que, además, va a peor. 

viernes, 26 de enero de 2018

Lo que Steve Jobs nunca quiso para sus hijos



A propósito de la lectura del libro ‘Irresistible. ¿Quién nos ha convertido en yonquis tecnológicos?’, de Adam Alter

En enero de 2010, Steve Jobs presentó la primera versión del iPad. Aquel día, Jobs se deshizo en elogios destinados al aparato: “extraordinario”, “mucho mejor que un portátil”, “la mejor forma de navegar”, “una experiencia increíble”, “escribir en él es una delicia”... A finales de ese año, cuando el iPad ya se había convertido en un fenómeno planetario y muchos esperaban que reeditara el boom de ventas del iPhone, Jobs se sinceraba en una entrevista con un periodista de The New York Times y reconocía que sus hijos nunca habían usado la maravillosa tableta de Apple.

Jobs, el mago de la tecnología, era un firme partidario de limitar el uso de sus alabados ingenios entre los suyos. El episodio lo recuerda el psicólogo australiano Adam Alter en su libro Irresistible ¿Quién nos ha convertido en yonquis tecnológicos? Alter constata que Jobs no ha sido el único falaz, y localiza muchos hombres de éxito de Silicon Valley que prescriben a nivel particular lo contrario a lo que proclaman en público. Recientemente, el sucesor de Jobs, Tim Cook, también ha advertido de las consecuencias del uso excesivo de la tecnología e incluso la ha desaconsejado en el colegio para ciertas asignaturas. ¿Qué temían Jobs y otros que se han hecho ricos y famosos vendiendo aparatos o desarrollando videojuegos? A descubrirlo dedica Alter las 300 páginas de su libro.

Alter no niega las ventajas de la tecnología, pero advierte del peligro que entraña su uso desproporcionado y habla de lo fácil que es caer en la adicción cuando se entra sin precauciones en contacto con smartphones, pulseras de actividad o videojuegos, o cuando navegamos por Internet o nos relacionamos a través de las redes sociales buscando el reconocimiento del grupo.

Alter nos advierte de que entramos una lucha muy desequilibrada, por cuanto el niño, adolescente o adulto carente de control se enfrenta a una ejército de creadores, diseñadores, programadores y expertos en marketing que viven precisamente de hacer su producto (un juego, una red para compartir fotos, una app de móvil o una serie de televisión) lo más adictivo posible. En el libro, Alter habla con decenas de afectados (niños y adultos) y de psicólogos y médicos, y nos cuenta cómo los “me gusta” de Facebook, que alguien ha denominado “la primera droga digital de nuestra cultura”, han cambiado las vidas de millones de personas.

También nos desvela los resortes de la adicción y algunos de los “trucos” a los que recurre la industria de Internet y del entretenimiento digital para convertir a muchos en seres asociales, como el abuso del suspense, la concesión a toda hora de premios e incentivos o la conexión en línea con otros jugadores con los que se compite y se comentan las jugadas. 

Prohibimos a los niños el tabaco o el alcohol, pero somos más permisivos con las adicciones digitales, como las que crean los videojuegos. De hecho, en los países occidentales raramente se aborda el problema con la debida seriedad. Tampoco entre los chicos y sus familias hay conciencia de la enfermedad. Sin embargo, en otras latitudes es un tema importante de salud pública. En China hay reconocidos 24 millones de adolescentes adictos a Internet y existen más de 400 centros para tratarles. El autor de Irresistible desaconseja a los padres el histerismo, pero sí una aproximación “informada, calmada y realista” al problema que pueden tener en casa. Y es que si se desborda la situación, los chicos se abandonan y acaban anteponiendo el ocio digital a las relaciones, el estudio o la familia.

De acuerdo con los expertos, Alter sugiere que los más pequeños de la casa no pasen más de dos horas al día frente a las pantallas. Pero no es la única recomendación: en las empresas sugiere desactivar durante la noche las cuentas de correo para poner coto a los workaholics; a los creadores de videojuegos les pide que diseñen productos que obliguen al usuario a hacer pausas periódicas. Y, por último, aconseja a todos (grandes y pequeños) trabajar las relaciones personales en vivo y en directo cuando sea posible. Porque siempre el brillo de unos ojos nos hará más felices que el de cualquier pantalla. 


lunes, 15 de enero de 2018

El arte más allá de los museos


A propósito de 'El arte como terapia', de Alain de Botton y John Armstrong

¿Y si en los museos no se escogieran y se ubicaran las obras en función de los periodos históricos o de las etiquetas que establecen los expertos, sino de las capacidades terapéuticas que tienen, de las capacidades para crear armonía, tranquilizarnos, mejorar nuestras relaciones personales o ayudarnos a encontrar el equilibrio? ¿Y si en vez de responder a los aceptados títulos de "romanticismo", "cubismo" o "expresionismo abstracto", las galerías de esos museos respondieran a otros más originales pero cercanos, como "amor", "miedo", "compasión" o "sufrimiento"? Cuestiones así sugiere El arte como terapia, un libro de Alain de Botton y John Armstrong que pone patas arriba la aproximación que solemos hacer al mundo del arte.


De Botton y Armstrong cuestionan casi todo y lanzan planteamientos provocadores, como que las tiendas de los museos, que para algunos son la profanación capitalista de esos centros de la exquisitez y la veneración casi religiosa, deberían convertirse en su parte más importante, por cuanto son los espacios que permiten prolongar en nuestras vidas lo que hemos visto y sentido en sus salas. Querámoslo o no, más allá del impacto visual que nos produce su contemplación en vivo, para la mayoría las lecciones vitales que encierran los cuadros de Vermeer, Caravaggio o Goya perduran en forma de una mala reproducción exhibida en la sala de estar o en la cocina, o de un imán para la nevera.


Los autores de este sugerente libro creen que los expertos de los museos trabajan en balde cuando se afanan por llenarnos las visitas de datos biográficos de los artistas, sesudos comentarios sobre su técnica o sutiles observaciones sobre sus vínculos con otros coetáneos o incluso con artistas nacidos siglos antes o después. Los carteles y las audioguías que acompañan una exposición, o los comentarios de los guías que pastorean grupos de turistas por los atestados pasillos de los grandes museos del mundo, están cargados de una espesa y fría erudición condenada al olvido una vez uno abandona las salas en penumbra del edificio y se incorpora al bullicio de la ciudad y a la vorágine de los quehaceres diarios.


Lo ideal, nos vienen a decir De Botton y Armstrong, es conectar ese cuadro de Durero o esa escultura de Giacometti con nuestro yo más íntimo, y no tanto conocer el alcance de la influencia del artista alemán en los pintores holandeses posteriores, o los vínculos del escultor suizo con el surrealismo de André Bretón. Los autores de ‘El arte como terapia’ están convencidos de que los “templos” del arte se abrirían así a los no habituales, y los valores de sus obras se esparcirían y serían compartidos más allá de sus muros.


Y, más aún, de esta manera reduciríamos nuestra dependencia del arte y del fetichismo que anida en las salas donde se exhibe, puesto que la asunción de sus verdaderos valores dirigiría en todo momento nuestra mirada cotidiana en busca de lo relevante, de la empatía, de la compasión, del placer sereno, del reconocimiento de la brevedad de la vida o de la belleza. “El objetivo fundamental de los amantes del arte debería ser construir un mundo donde las obras de arte fueran un poco menos necesarias”, proclaman casi al final del libro los autores. Pues eso.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Los jóvenes siguen siendo los grandes perdedores


A propósito de la lectura de 
'El muro invisible', de Politikon

Durante los peores años de la crisis, las librerías españolas se llenaron de libros de carácter regeneracionista en los que se analizó hasta la saciedad las causas del marasmo económico y las posibles vías para superarlo, pero también la ruptura social y política que vivía España como consecuencia de la corrupción que se generalizó a cierto nivel de gestión en los años en que nos creímos ricos. Los jóvenes académicos e investigadores del grupo Politikon pusieron su granito de arena en aquellos debates con ‘La urna rota’, un libro de cierto éxito que luego se reeditaría varias veces y que, con un lenguaje directo y recurriendo a datos y modelos de éxito en el extranjero, proponía vías para mejorar la selección de líderes en España, el sistema electoral o el funcionamiento de la administración pública.

Ahora que para algunos la crisis ya ha pasado y la recuperación es evidente, el regeneracionismo (editorial) ha mutado. Últimamente, la crisis política en Cataluña ha puesto en el punto de mira de editoriales y analistas el modelo de estado y la cuestión territorial. Sin embargo, Politikon ha vuelto a publicar un libro donde analiza uno de los problemas que quedaron sin resolver desde la gran recesión de 2008 y 2009, el hundimiento de las expectativas y las condiciones de vida de los jóvenes españoles. Un tema que, por otro lado, no se ha tratado suficientemente en los medios de comunicación.

En ‘El muro invisible’, los analistas de Politikon derriban mitos y ponen en cuestión clichés, e ilustran con cifras y hechos cómo los grandes perjudicados por la crisis española han sido los niños y los jóvenes, en beneficio de los jubilados y los trabajadores más veteranos. Tanto el sistema político como el estado del bienestar en España se ha escorado y han dejado a la intemperie de la crisis y la precariedad a una parte de la sociedad. Los autores recuerdan que en el último discurso de investidura de Rajoy, el presidente mencionó hasta 9 veces a los pensionistas, pero ni una sola vez habló de la pobreza infantil. Este desajuste, además, no se ha llegado a corregir en los años siguientes con la aparición de movimientos sociales y nuevos partidos. Y es que aunque el 15-M o partidos como Podemos han representado las aspiraciones de los jóvenes con estudios, no han sido una referencia para millones de ni-nis o estudiantes frustrados por el fracaso escolar. Pero, incluso así, ni Podemos ha hecho una apuesta clara para romper el statu quo en favor de las nuevas generaciones y en detrimento de sus padres y abuelos.

‘El muro invisible’ aborda los problemas del sistema educativo español que condena a millones de jóvenes a la baja cualificación y al desempleo permanente o al trabajo basura. Refuta con datos a aquellos que dicen que la educación hoy no es lo que era o que apunta a los chicos calificándolos de perezosos e impacientes, e identifica los problemas estructurales de un sistema educativo dual y descompensado que, por un lado, no logra rebajar los altos índices de fracaso escolar y que, por otro, sigue produciendo un alto número de universitarios que luego no tienen fácil acomodo en una economía incapaz de producir suficientes puestos de trabajo de calidad. Denuncian, además, los autores que el debate educativo se haya venido centrado en cuestiones accesorias y haya evitado los temas claves de más difícil solución, como la falta de alumnos en la secundaria no obligatoria y el desprestigio de la Formación Profesional.  
También recuerdan los analistas de Politikon que la excesiva dualidad temporal-fijo del mercado de trabajo en España ha eternizado la precariedad entre los jóvenes, y para resolverlo abogan por el contrato único con coste de despido creciente. Asimismo, demuestran con datos que en España el fomento de la natalidad en las jóvenes familias es un cuento, y que incluso la derecha, teóricamente más proclive a estas políticas de fomento de la familia, ha mostrado muy poca sensibilidad con el tema. Por la desmovilización y volatilidad del electorado joven, siempre ha salido más a cuenta a los políticos de este país invertir el presupuesto público en pensiones y sanidad que en políticas juveniles o para revertir el fracaso escolar.

El estado de bienestar español redistribuye poco hacia los jóvenes y los niños, de ahí que estadísticas como la de la pobreza infantil no se haya reducido en los últimos años. Sin embargo, los autores mantienen que el gasto en la primera infancia es muy rentable tanto a nivel social como en términos de igualdad, y que la inversión en los jóvenes tiene un retorno económico claro para el país. En este sentido, ven con interés los intentos de renta mínima que se han dado en el País Vasco.  

En fin, ‘El muro invisible’ aborda un debate importante que, en todo caso, se está hurtando a la opinión pública. Los jóvenes fueron los grandes pagadores de la crisis, y siguen siéndolo. Las nuevas generaciones siguen teniendo muy complicado la estabilidad laboral, el acceso a unos salarios dignos, la formación de una familia o la conciliación para cuidar a los hijos. Y esto hipoteca el futuro del país. Politikon analiza con abundancia de datos esta disfunción, que no es exclusiva de España y que también amenaza el crecimiento presente y futuro de toda la Unión Europea. El panorama, pues, no es alentador. O mucho cambian las cosas o el muro invisible que limita las expectativas vitales de las nuevas generaciones va a seguir en pie.


lunes, 27 de noviembre de 2017

Satya Nadella: una carrera que pudo haber acabado en el criquet



Es una de las cosas que cuenta Satya Nadella en un libro de reciente publicación, que en español se ha titulado 'Pulsa actualizar', y donde da detalles de su peripecia vital y de cómo en los últimos tres años ha abordado la transformación de Microsoft para afrontar los retos de la nube y el empuje de competidores como Amazon o Google. Efectivamente, Nadella se confiesa un fan incondicional del criquet, ese deporte tan difícil de entender para un español, pero que en la India es un fenómeno de masas. De hecho, deja caer que, de haber tenido una oportunidad en las ligas superiores de criquet de su país, ahora la historia de Microsoft y de la informática la estaría escribiendo otro.

Pero no queda ahí la cosa, en 'Pulsa actualizar', el CEO de Microsoft, el tercero en 40 años de historia que ha tenido la compañía de Windows, habla de cómo encontró la corporación fundada por Bill Gates a mediados de los años 70 y los esfuerzos que ha hecho desde 2014 para reconducir su futuro ante la pujanza de competidores como Amazon en la nube o de Google y Apple en el terreno de la movilidad y la informática personal. En el libro, que está escrito con un lenguaje accesible que evita la jerga tecnológica y la de los hombres de negocio (¡no hay una sola cifra de facturación, beneficios o cotización bursátil!), Nadella reconoce que la compañía que le dejó Steve Ballmer estaba en un estado lamentable.

Su relato no admite matices: “La empresa estaba enferma. Los empleados estaban cansados y frustrados. Estaban hartos de perder y de quedarse atrás a pesar de sus estupendos planes e ideas. Llegaron a Microsoft con grandes sueños, pero sentían que lo que realmente estaban haciendo era ocuparse de gestiones administrativas, rellenar impresos fiscales y discutir por nimiedades en las reuniones”.



Frente al estilo marcial e histriónico de Steve Ballmer (un señor que para algunos pasará a la historia por su famoso “developers, developers, developers” o por su mofa del iPhone), y a esa obsesión por "los dispositivos" que llevó a Microsoft a locuras como la compra de Nokia, Nadella ha introducido un estilo más compasivo y ha devuelto al software al centro del escenario. El cerebral, ingenieril y discreto Nadella, que es capaz de hablar de tecnología al tiempo que cita al filósofo Terry Eagleton, habla de las dificultades que ha tenido para convencer a la plantilla y partners de una empresa que ganaba -y sigue ganando- mucho dinero vendiendo licencias de software al modo tradicional de que había que dar un giro de 180 grados hacia la nube con el objetivo de asegurar su competitividad futura.

Se puede decir que en este tiempo, Nadella ha dedicado gran parte de sus esfuerzos a sacar de la zona de confort a toda una multinacional que llevaba décadas muriendo de éxito, para adentrarla en el negocio incierto del software como servicio a través de Azure u Office 365, o para ir renunciando paulatinamente a los ingresos de Windows, el software estrella de la compañía durante décadas, porque las demandas de los clientes han cambiado y el PC no deja de languidecer.

En fin, estamos ante un libro interesante, que se lee en un pispás y donde el ingeniero indio también repasa su trayectoria vital y recuerda las dificultades por las que pasó él y su familia a su llegada a Estados Unidos, al tiempo que homenajea la figura inspiradora de sus padres.

martes, 31 de octubre de 2017

Nicholas Nixon y la huella del tiempo



En 1975, y casi por casualidad, Nicholas Nixon empezó a fotografiar a Beberly Brown, su mujer, y sus tres hermanas. Y durante 43 años ha seguido haciéndolo. Es la serie de las hermanas Brown, un enorme fresco fotográfico sobre el paso del tiempo, no siempre lineal y progresivo, con sus avances veloces y sus retrocesos momentáneos, y que estos meses se exhibe en la Fundación Mapfre de Madrid.


En la serie de las hermanas Brown es tan importante lo que vemos, la huella del tiempo en los rostros, primero lozanos e ingenuos de las cuatro chicas, y luego progresivamente ajados y más meditabundos, como lo que no vemos. Porque uno no puede dejar de preguntarse qué pasó entre toma y toma, qué fidelidades y adhesiones se fueron creando entre ellas, o qué desavenencias y contrariedades las alejaron en algún momento, mientras la cámara de Nixon esperaba para ser disparada otra vez. Mientras se observan esas fotografías aparentemente notariales y de encuadre previsible, es inevitable también preguntarse qué vivieron esas cuatro chicas que las hizo disfrutar y sufrir más allá del ritual impuesto por Nixon.

La serie de las hermanas Brown, pero también los retratos completos o parciales que Nixon hizo de su esposa Bebe desde principios de los 70 o los que luego protagonizaron sus hijos Sam y Clementina a partir de mediados de los 80, son la encarnación química y artesanal de un instante vital, pero son sobre todo una evocación de lo que hay más allá, una invitación a imaginar esa vida que hubo antes y después del disparo de la cámara grande de Nixon. En el cine, en muchas películas, también ese vida no mostrada y que uno tiene que imaginar entre escena y escena para que la historia se sostenga muchas veces tiene más fuerza que los hitos que vemos en la pantalla, como esas elipsis maravillosas de Boyhood, la película que Richard Linklater rodó durante 12 años y que también es un enorme fresco de la clase media americana.


Las huellas del tiempo y de la enfermedad están en el punto de mira compasivo de Nixon desde los años 80, cuando empieza a retratar con su cámara de gran formato a los ancianos de las residencias que visitaba como voluntario, donde la vida y la muerte se dan la mano en retratos de mirada extraviada y miembros secos y desencajados. O en las instantáneas bien meditadas y dispuestas, a pesar de su dureza, que saca de los enfermos del SIDA, un mal que hace 30 años llegaba a las sociedades opulentas con aires de plaga bíblica.

Nixon se adentra sin prejuicios, sin énfasis dramáticos y con honestidad en la vida de los moribundos que la enfermedad estigmatizada iba dejando en Boston o Nueva York. Padres que posan para el fotógrafo abrazando a sus hijos moribundos, quizá días antes de que la debilidad se los llevara definitivamente. Otra vez está el paso del tiempo en las fotografías de Nicholas Nixon, pero ahora no es el ritmo pausado y previsible de los retratos de familia de las hermanas Brown, sino el furor atropellado de la enfermedad que aniquila las miradas y las sonrisas en un tiempo inasumiblemente corto, donde las semanas y los meses en el hospital causan los estragos propios de muchos años de dejadez y abandono.  


En otro momento, Nixon, manejando su cámara grande con la destreza necesaria para hacerla pasar desapercibida, retrata a las gentes de los barrios pobres del sur de los Estados Unidos, de Florida o de Kentucky. En los últimos tiempos, y después de 50 años de trabajo, la mirada de Nixon se ha ido haciendo cada vez más íntima y despojada, menos significativa, y se detiene en las escaleras de su casa, donde unas hojas esparcidas por el viento del otoño rompen la simetría del ladrillo visto, o en la luz que traspasa las cortinas que cubren un ventanal, o en la mirada de un retrato que preside un cuadro doméstico en el que quizá nadie reparó lo suficiente.

A la hora de autorretratarse, Nicholas Nixon es pudoroso. Como mucho le vemos como una sombra reflejada en los vestidos blancos que lucen las hermanas Brown, con su cámara grande, aparatosa, al estilo de los primeros fotógrafos. En otro momento aparece en instantáneas donde sólo nos enseña un ojo, o el espesor peludo de su barba canosa, que podría ser confundida con la maleza que uno se encuentra en los bordes de los caminos, o su camisa pulcramente abotonada.

lunes, 9 de octubre de 2017

Lo que los médicos no nos dicen



A propósito de la lectura de 'Ante todo no
hagas daño', de Henry Marsh

Tras una vida dedicada a abrir cráneos y reparar cerebros, Henry Marsh, un reputado neurocirujano inglés, habla a calzón quitado de su vida profesional en la sanidad pública británica en Ante todo no hagas daño. Después de leerlo dos veces, sigo sin salir de mi asombro ante la valentía y la honestidad de este médico de exitosa carrera que, llegada la edad del retiro y sin ninguna necesidad de dar explicaciones a nadie, desvela sin ambages los entresijos más oscuros de su profesión y sus terribles conflictos a la hora de tomar decisiones trascendentales sobre la vida de sus pacientes.

La familia de una enferma muy joven, aquejada de un grave tumor cerebral, se entrevista con Marsh para conocer su diagnóstico. Marsh ya ha operado a la chica dos veces, porque el tumor recidiva sin cesar, y sabe que las probabilidades de lisiar a su paciente en una nueva operación son altísimas y que, en el mejor de los casos, sólo logrará prolongar su vida por unas pocas y sufrientes semanas. Pero la familia, sin atender a razones, se aferra a la vana ilusión que parece emanar de las palabras del cirujano cuando habla de la posibilidad de una intervención quirúrgica y presiona a Marsh, con toda la fuerza de su desesperación, para que haga lo imposible por extirpar el tumor. El cirujano se debate entre lo que le dicta su razón y sus largos años de experiencia, es decir, dejar que la naturaleza siga su curso y preparar a la jovencísima enferma para su último adiós, o, por el contrario, ceder ante los ruegos que le atormentan e intervenir a la desesperada... Esta es una de las historias que hacen de Ante todo no hagas daño un testimonio extraordinario.

Marsh no se inhibe de tratar ningún asunto concerniente a su delicado trabajo, por más espinoso que resulte. Como en cualquier otra profesión, un neurocirujano sólo adquiere experiencia practicando e, inevitablemente, equivocándose, pero las consecuencias de sus errores pueden llegar a ser peores que la muerte. Marsh, al igual que todos sus colegas, lleva en su conciencia el peso de pacientes tullidos o incapaces de hablar o, siquiera de levantarse de la cama, condenados a una existencia vegetal por causa del desgarro de una diminuta arteria durante una operación o por un exceso de celo, al pretender el médico, bienintencionadamente, eliminar por completo un tumor.

Lo más espeluznante es leer que tales errores, más allá de las presiones de los pacientes y sus familias para lograr una cura a sus dolencias, proceden en muchas ocasiones de la ambición y la arrogancia del médico a la hora de tomar la decisión de operar, ya que su historial gana prestigio al acumular intervenciones difíciles y, por consiguiente, arriesgadas. Aunque, por otra parte, sin ambición ni arrogancia ningún cirujano sería capaz de superar sus fracasos ni de progresar en el conocimiento de su profesión…

Por supuesto, Marsh también luce sus éxitos, que son muchos, pero nunca abandona su franqueza ni su humildad y nos deja bien claro que, pese a la maestría que ha logrado en su práctica médica, la cirugía es más un arte que una técnica y que las incertidumbres en el diagnóstico de las lesiones cerebrales y su tratamiento siguen siendo abrumadoras.
Buena parte de los males que aquejan a todos los sistemas sanitarios públicos, como la falta de medios, la competencia con la sanidad privada (a la que, confiesa Marsh, el mismo acude en caso de urgencia) y la burocratización de los procedimientos, son también citados, y acerbamente criticados por el autor, que no se resigna ante la estupidez y la combate día a día, lo que da lugar a anécdotas que serían desternillantes si no resultaran inquietantemente similares a nuestras propias y amargas experiencias hospitalarias.

No obstante, lo mejor del libro reside en la intensa humanidad que trasmite su autor, que no duda en relatarnos sus propias enfermedades y accidentes y los de su familia para colocarse en el papel que más odian los médicos, el del paciente. La cosificación del enfermo, aprendemos en el libro, es esencial a la hora de iniciar una intervención quirúrgica, pero el médico no puede pretender que resultará completamente indemne ante el sufrimiento humano y debe caminar por la tortuosa senda que separa la fría indiferencia profesional de la plena implicación emocional que paralizaría su trabajo.

Ante todono hagas daño nos coloca ante la evidencia de nuestra contingencia, impotentes frente al azar de la enfermedad, que el buen médico debe enfrentar, si es factible, con pericia, pero, en cualquier caso, con compasión y empatía. Un libro fascinante y, a la vez, aterrador.


miércoles, 20 de septiembre de 2017

¿Por qué los chicos buenos acabaron poniendo bombas?


A propósito de la lectura de
'Armas de seducción masiva', de Javier Lesaca
Uno se pregunta por qué en los últimos años muchos chavales de familias acomodadas de todo el mundo han acabado sirviendo al Estado Islámico y atentando de forma indiscriminada contra civiles en ciudades de Europa, o en la propia Siria o Irak. O cómo decenas de miles de profesionales de todo el planeta, entre ellos médicos, arquitectos, ingenieros o economistas, han dejado todo para servir a los intereses del Califato que ha gestionado, desde el terror, el autoproclamado estado que dirige Abu Bakr al-Baghdadi.


El navarro Javier Lesaca, profesor de la Universidad de Navarra e investigador de la Universidad George Washington, aporta bastante luz sobre esta cuestión en un libro que lleva por título Armas de seducción masiva. Para escribirlo, Lesaca ha analizado los más de 1.300 vídeos producidos y difundidos por el aparato mediático del Estado Islámico desde que, en el verano de 2014, el vídeo de la ejecución del periodista británico James Wright Foley se hiciera viral en la red.


En una década, la propaganda yihadista se ha refinado hasta extremos impensables. Muy lejos quedan aquellos vídeos en que se veía a un Osama Bin Laden provisto de un fusil hablando desde una cueva sucia y mal iluminada de algún lugar sin determinar de las montañas de Afganistán. Lesaca nos cuenta cómo alrededor del Estado Islámico han aflorado decenas de productoras que han sido capaces en estos últimos años de construir un relato atractivo a base de revistas e infografías de cuidado diseño, pero sobre todo de vídeos de factura intachable, protagonizados en muchos casos por jóvenes sonrientes y desenfadados, y con un toque hipster.


El Estado Islámico ha creado un relato audiovisual donde la violencia más espeluznante queda banalizada y neutralizada por esmerados montajes, cargados de referencias a películas de Hollywood, series de éxito y conocidos videojuegos como Call of Duty. En definitiva, los propagandistas del Califato han creado un universo adaptado a los gustos de las audiencias occidentales y con el que, según Lesaca, se han identificado muchos jóvenes desencantados y frustrados de todo el mundo, convencidos de que poner bombas o atropellar en una calle a una multitud puede ser algo cool, una experiencia excitante. “El terrorismo, por primera vez en la historia, es bello, moderno y familiar”, dice Javier Lesaca en un momento del libro.

La sofisticación del relato y el manejo de las redes sociales ha permitido al Estado Islámico llegar a audiencias masivas sin recurrir a los medios de comunicación tradicionales. Por el momento, la batalla la van ganando los terroristas en el terreno de las conciencias. Lesaca cree que las democracias tendrán desde ya mismo que construir un contradiscurso que desenmascare esa aventura de terror y vacuidad que proponen los extremistas. Poner la democracia y la libertad de moda de nuevo será la mejor forma de combatir en el largo plazo este terrorismo suicida, aunque eso exigirá que los dirigentes occidentales se lo crean, que cambien las prioridades y que armen una historia convincente. Eso sí, Lesaca pronostica que la guerra por las conciencias será mucho más larga que la que tiene lugar en el campo de batalla real, en esa frontera difusa de Siria con Irak.     

jueves, 17 de agosto de 2017

Libros muy recomendables que nadie leerá jamás



Un cuento improbable de Santiago Toste

Polo Norte, algún día del mes de julio de 2017:
Hay muchas formas de engañar a la gente. Pero así, a ojo, yo diría que existen 1.267.348. A mí, por ejemplo, me dijeron que esto iba a ser la mejor experiencia de mi vida. Una aventura llena de acción, ciencia, contacto con la naturaleza y compromiso con las nuevas generaciones. Llevo seis semanas aquí. Me aburro. Claro que debió extrañarme que no me pusieran ninguna pega y de inmediato aceptaran mi solicitud. Supongo que no hay muchas personas dispuestas a pasarse tres meses en soledad en el Polo Norte, controlando los aparatos de una misión científica de la que no entienden nada. Nada de nada. Son cuatro máquinas. Mi trabajo consiste en mandar cada dos días un correo electrónico que se genera de forma automática y está lleno de códigos extraños. Y también en cambiar las baterías de esos dispositivos cuando alcancen el 20% de carga. Todo eso me ocupa apenas 15 minutos. Cada dos días. Tengo mucho tiempo libre.

Polo Norte, una semana después de algún día del mes de julio de 2017:
De vez en cuando viene Boris a verme y me trae comida. Y quizás también lo hace para comprobar que sigo vivo o que no se me ha ido la cabeza. Lo llamo Boris, pero no sé cuál es su nombre. Es ruso, o lituano o estonio o georgiano o ucraniano… Lo llamo así porque le queda bien. Tiene un pequeño avión, tan destartalado que a bote pronto yo juraría que vulnera dos o tres leyes de la física. No es mal tipo Boris. Siempre me saluda con una especie de gruñido. No dice palabra, pero creo que le caigo simpático. Me parece que también siente algo de lástima: en su última visita, junto a los víveres me puso una botella de ron cubano y una vieja película porno. El ron estaba muy bueno, pero no tengo reproductor de VHS.

Polo Norte, finales de julio o puede que comienzos de agosto:
Malditas expectativas. Es como cuando tienes cerca las vacaciones y comienzas a hacer planes, a programar actividades, a plantearte bajar de peso y dejar de fumar... Y acabas junto a la piscina de un apartamento haciendo zumba.
Limpio cuatro veces al día este cubículo. En el techo hay tres grandes manchas, cuatro de mediano tamaño y quince diminutas. Y también una grieta que me preocupa. Hago grafitis políticos en una de las paredes, la que está frente a la puerta. Me afeito por la mañana y por la tarde, me ducho cada seis horas y cambio de peinado cada semana. Los siete libros que hay en la estantería los he ordenado por grosor, por color y también por orden alfabético de acuerdo con la primera letra de sus títulos. Las revistas, por tamaño. He comenzado una colección de muñecos de nieve. Es curioso, pero cada día que pasa les voy encontrando un mayor parecido con algunos miembros de mi familia… Boris lleva tiempo sin venir, pero no estoy nervioso.

Polo Norte, quizás septiembre:
Ante tanta diversión sin tregua, he decidido sentar la cabeza y convertirme en crítico literario. O más bien, ya que estamos en verano, ofrecer una serie de lecturas recomendadas para estos días de asueto. Ahí va:

‘El estrambótico caso de Mr. Williamson’ (novela negra).
La historia transcurre en un acogedor pueblecito al norte de Gales. Probablemente, con uno de los índices de criminalidad más bajos de todo el Reino Unido. Clive McCartney, un inspector de policía retirado, acude a la casa de su viejo amigo John Williamson a tomar el té y ponerse al día de los chismes de la comunidad. Es un relato sin asesino ni muerto; no hay crimen ni coartada. Pero a nadie le importa. Todo es sutilmente truculento, pero también agradable. La trama flojea en algunos capítulos. Tres estrellas.

‘La vida cotidiana de J. D. Salinger contada en 2.000 fotografías’ (biografía).
Un mito que se nos cae. El volumen presenta, con muy poco texto, un detallado relato en imágenes del día a día en los últimos 40 años en la vida del autor de ‘El guardián entre el centeno’, cuya fobia social hasta ahora contribuía a su leyenda. Reúne fotografías de Jerome David Salinger nunca antes difundidas. Cumpleaños, vacaciones en Torremolinos y en el sur de Tenerife, haciendo la colada, en barbacoas, regando el jardín, de compras en el centro comercial, probándose ropa, selfis… Todo muy revelador, incluso algunas veces, impúdicamente revelador. Cuatro estrellas.

‘Desentrañando ‘El Quijote’ (ensayo)
El filólogo J. P. Gálvez y el hispanista Owen W. Lee presentan el resultado de un ingente trabajo de investigación que echa por tierra cuatro siglos de literatura y conocimiento. Una profusa documentación que viene a demostrar, sin género de dudas, que si bien está prácticamente confirmado que Miguel de Cervantes Saavedra es el autor de ‘El Quijote’, sus dos partes no fueron publicadas en 1605 y 1615, sino en 1987. Ahí queda eso. Cinco estrellas

‘El ‘Ulises’ de Joyce para toda la familia’ (novela, versión abreviada)
La edición definitiva que todo el mundo aguardaba. El filólogo argentino Horacio Rodríguez Giuletti vuelve a situarnos en el Dublín que recorrieron Leopold Bloom y Stephen Dedalus el 16 de junio de 1904. Sin embargo, Giuletti expurga de la obra de James Joyce todo aquello que él considera prescindible, críptico o estrafalario. No queda rastro del monólogo interior ni de los juegos lingüísticos y el itinerario acaba por asemejarse a un circuito en un bus turístico, cuyo conductor conduce temerariamente bajo los efectos de las anfetaminas. La novela queda reducida a 72 páginas. Brillante ejercicio de síntesis, sin duda. Por ponerle alguna pega, quizás resulten excesivas las 5.248 notas a pie de página. Cinco estrellas.

‘Platón era un bromista’ (ensayo, filosofía)
El acontecimiento del siglo en el mundo de la filosofía, que, dicho sea de paso, últimamente no se había caracterizado por una gran animación. A raíz de una serie de pequeños legajos descubiertos hace dos años en Bagdad –una traducción de una traducción de una traducción-, el filósofo alemán Georg Siegert Wolf deconstruye la figura de Sócrates que legó Platón. Entre sus sorprendentes conclusiones, Siegert Wolf nos arroja a la cara que, si bien Sócrates sí que existió –para desconsuelo de algunos polemistas-, realmente era un hombre de pocas palabras. O dicho de una manera más contundente, los diálogos de Platón son una patraña, un chiste privado entre filósofos helenos. El intelectual germano muestra a un Sócrates taciturno, de una timidez enfermiza, al que todo aquello de la dialéctica y la mayéutica le importaba un higo. Lo único que hacía aflorar un intenso brillo a sus ojos era la comida y la bebida. De hecho, asevera que en el famoso banquete de Agatón solo se dirigió a los demás para rogarles que no pusieran fuera de su alcance el vino. Siegert Wolf amenaza con publicar el próximo año un nuevo volumen, continuación de este, en el que la alegoría de la caverna y la teoría de las ideas de Platón quedan…*

*Hasta aquí llegan las anotaciones escritas en una pequeña agenda escolar por el operario principal –y único- de la estación polar de la misión científica AH-221. El 2 de octubre, el aeroplano pilotado por Serguéi Kovtun aterrizaba en el Polo Norte para recogerlo y llevarlo de vuelta a casa. Pero no había rastro de él. Reproducimos este texto por si fuera de interés para alguien.





lunes, 31 de julio de 2017

La col tuvo la culpa



Un cuento de Santiago Toste que mezcla gastronomía e Historia

Dejémonos de historias. Adolf odiaba el chucrut. Su temprana vocación por la gastronomía es otra de las paparruchas ideadas por Goebbels para investir de pompa y mitología el mediocre pasado de su jefe. No, él nunca soñó con ser cocinero. Quizás un célebre pintor o incluso un político relevante, o, si me apuran, en sus fantasías más delirantes hasta el líder de una gran nación… Pero lo de crear un imperio gastronómico vino mucho después, de pura chiripa.

Todo comenzó en los años 20, cuando este austriaco con aires de grandeza decidió montar una cervecería en Múnich. No sé sabe cómo -a lo mejor fue cosa de Himmler, que al poco había empezado a trabajar de friegaplatos y quería agradar al patrón-, pero en muy poco tiempo el negocio se ganó la fama de que allí se servía la mejor cerveza de Baviera, lo que resulta incomprensible, porque, créanme, aquello era un miserable abrevadero en el que también se despachaba algo aceitoso y recalentado que vagamente se asemejaba a las salchichas.

El caso es que prosperó a un ritmo vertiginoso. Sin embargo, cuando herr Hitler ya comenzaba a hacer planes -montar una terraza en el patio de atrás, contratar un segundo camarero, servir desayunos…-, todo se vino abajo. Fue un escándalo: 116 clientes sufrieron una intoxicación alimentaria; de ellos, 58 estuvieron hospitalizados durante semanas y 11, que formaban parte de un grupo de veteranos de la Primera Guerra Mundial, cabalgaron hasta el Valhalla antes de tiempo. La Policía pilló a Hitler en su casa, atascado en la ventana de la buhardilla mientras intentaba escapar, en pleno ataque de nervios y farfullando un galimatías del que solo se entendía algo así como “demasiada salsa, demasiada salsa…”.

La cárcel le fue de bastante provecho. Participó junto a otros reclusos en un taller de cocina que le sirvió para mejorar su técnica y en los ratos muertos, que eran muchos, escribió Mil y una maneras de preparar chucrut, un libro hoy descatalogado, pero que en las décadas de los 30 y 40 fue todo un best seller, traducido a 28 lenguas. El éxito editorial animó a Adolf a emprender una nueva aventura empresarial, esta vez en Berlín. Ciertamente, la idea era buena: con un precio muy ajustado, el restaurante ofrecía un completo menú, cerveza, vino o refresco incluidos, además de un strudel de manzana que no estaba nada mal. Todo Berlín, desde el gran potentado al más humilde operario de una fábrica, desde el contable hasta la mecanógrafa que a mediodía paraban para almorzar, acudían al establecimiento de moda. 

Dicen que fue Göring, su jefe de sala, el que le propuso a Adolf ser un poco más ambicioso e intentar expandir el proyecto, primero, por toda Alemania, y después, más allá de sus fronteras. Y el caso es que, ante este pujante fenómeno culinario, no tardaron en caer rendidos Austria, Checoslovaquia, Polonia, Dinamarca, Noruega, Países Bajos, Luxemburgo, Bélgica y, por fin, Francia. Lo de París fue un duro golpe para la autoestima de los galos, que en esto de los calderos y los fogones marcaban tendencia desde hacía años.

En Italia y Rusia las cosas funcionaron de otra manera. El estómago de los italianos era gobernado desde Roma por el duce de la pasta, cuya cadena de pizzerías, Mussolini’s, no encontraba rival desde Milán a Palermo. Goebbels lo tuvo claro desde el principio: mejor asociarse con Benito Mussolini a través de una red de franquicias bien publicitadas, que entrar en una guerra de precios con un resultado incierto. 

Algo similar ocurrió con Stalin en Moscú. Se cuenta que, en aquellos años, en la Unión Soviética no se servía un plato de ensaladilla ni un vaso de vodka sin que Stalin no lo supiera. Curioso personaje este Stalin, mientras que por un lado inundaba de colesterol a su pueblo, por otro era un defensor recalcitrante de las purgas como remedio más saludable para depurar el organismo. De manera que Hitler y Stalin suscribieron una especie de pacto de no agresión, pero nunca dejaron de recelar el uno del otro.

Por lo que respecta a España, Adolf se desesperaba cada vez que intentaba hablar con su par, Francisco Franco, que prácticamente había copiado su modelo de negocio -a su manera, eso sí-, pero no paraba de ofrecer las excusas más peregrinas, siempre acompañadas con una risita nerviosa, cada vez que el austriaco le planteaba una asociación. Visto con perspectiva histórica, hoy resulta inexplicable el éxito que tuvieron aquí durante tanto tiempo los establecimientos Mesón del Caudillo. Era otra época y eran otras las ideas sobre alta cocina, cierto, pero nunca dejó de llamar la atención lo cicatero que era este hombrecillo en los menús que despachaba. Tanto es así, que sus detractores de aquel tiempo los denominaban con mucha guasa el régimen. Pese a todo, supo mantenerse en el candelero durante casi 40 años.

No faltan los historiadores que achacan la irrupción de Hitler en el planeta gastronómico a cierta pasividad y exceso de confianza de los grandes cocineros europeos, que no vieron venir -pero sobre todo menospreciaron- las revolucionarias técnicas de marketing de aquel desequilibrado. Pero también hay que ser justo y reconocer que existió un puñado de amantes del buen guisar que, de norte a sur, de este a oeste, opusieron el sentido común y un encomiable sentido de la libertad al elaborar los platos: eran los resistentes.

Los problemas para esa formidable maquinaria germana en torno a los jugos gástricos de millones de europeos comenzaron en Gran Bretaña. Winston Churchill, un veterano chef londinense para quien el roast beef no guardaba ningún secreto, se empeñó en demostrar a su clientela y al resto del mundo la sarta de disparates que figuraban en la carta de cada uno de los restaurantes con el sello de Adolf. En cuestiones de cocina, afirmaba el inglés, no hay fórmulas mágicas para alcanzar el triunfo, sino el trabajo duro, o mejor, como a él le gustaba decir, “la sangre, el sudor y las lágrimas”. Aún reponen de vez en cuando sus programas radiofónicos.

Hitler había perdido el control. En un brote de soberbia que resultaría fatal, un día llegó a la conclusión de que la expansión natural de su emporio pasaba por Moscú y que ya estaba bien de tanto contemporizar y tanta sonrisa falsa con Stalin. “El ruso se lo tiene muy creído, jefe: es un cretino”, le solía susurrar Himmler cada vez que hablaban sobre el georgiano. Completamente borracho de poder, en 1941 inició una campaña publicitaria sin precedentes con el fin de que sus restaurantes conquistasen la Unión Soviética. La llamó Operación Chucrut.

En el resto del mundo, la situación no era menos convulsa. Los dueños de los principales restaurantes y cafeterías de Estados Unidos estaban en estado de shock: de la noche a la mañana, los paladares norteamericanos habían sucumbido al sushi. Aliados comerciales de Alemania, los japoneses se habían conjurado para arramblar con el imperio de la comida rápida.

Pero la respuesta yanqui no se hizo esperar. La producción de hamburguesas y refrescos de cola se multiplicó por diez, lo que, unido a una de las acciones promocionales más agresivas que se recuerdan, no tardó en contrarrestar el esfuerzo culinario de los nipones. Y no solo de ellos, pues los norteamericanos, ya metidos en faena, se sumaron al fin a todos los que buscaban pararle los pies a Adolf y su modelo culinario expansionista. Era la guerra de los fogones.

Mientras tanto, en Berlín los negocios no iban bien. Los más cercanos a Hitler tenían mucho cuidado de poner a su alcance los libros de contabilidad. Los números habían ido adquiriendo un intenso y preocupante tono rojizo, pero Adolf no valoraba la sinceridad, y su paranoia le hacía ver enemigos y espías de la competencia por todos lados. Lejos de allí, en Francia, los gustos de la población, tan cambiantes, habían comenzado a decantarse por los fast food. Del mismo modo que la cocina local atravesaba una especie de renacimiento y se formaban largas colas ante los locales para conseguir una mesa. La tendencia se propagaba por toda Europa.

Poco se sabe de los últimos días del chef austriaco, aunque muchos coinciden en que hasta el final se resistió a asumir la realidad. Cuando desde hacía meses nadie daba un marco por comer en sus establecimientos, incluso cuando la cocina rusa se extendía por lo que antes fue su imperio -apenas a cinco metros de su negocio originario se había instalado con éxito uno con el pomposo nombre de Exquisiteces del Volga-, él se encerraba en su laboratorio de ideas -el búnker lo llamaba- y no paraba de cocinar.

Lo peor para quienes seguían a su lado no era contemplar la decrepitud de su antaño amado líder, sino el que se vieran obligados a probar sus elaboraciones. O a simular que lo hacían, porque aquella bazofia, aquel engrudo que él consideraba el no va más en creación de vanguardia, era intragable. Sus propios perros, que terminaban siendo los destinatarios de tanto despropósito, no tardaron en morir de inanición, envueltos en la melancolía y entre terribles aullidos.

A partir de ahí, la historia se confunde con el chismorreo. Algunos juran que en los 50 se toparon con él en Buenos Aires, arrastrando un puesto ambulante de perritos calientes; otros dicen que acabó recluido en una institución psiquiátrica, vestido todo el día de cocinero, en la que le tenían prohibido acercarse a menos de 20 metros de las cocinas… En fin, leyendas.


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Santiago Toste es periodista en el Diario de Avisos, de Tenerife.