A propósito de 'El arte como terapia', de Alain de Botton y John Armstrong
¿Y si en los museos no se escogieran y se ubicaran las obras en función de los periodos históricos o de las etiquetas que establecen los expertos, sino de las capacidades terapéuticas que tienen, de las capacidades para crear armonía, tranquilizarnos, mejorar nuestras relaciones personales o ayudarnos a encontrar el equilibrio? ¿Y si en vez de responder a los aceptados títulos de "romanticismo", "cubismo" o "expresionismo abstracto", las galerías de esos museos respondieran a otros más originales pero cercanos, como "amor", "miedo", "compasión" o "sufrimiento"? Cuestiones así sugiere El arte como terapia, un libro de Alain de Botton y John Armstrong que pone patas arriba la aproximación que solemos hacer al mundo del arte.
De Botton y Armstrong cuestionan casi todo y lanzan planteamientos provocadores, como que las tiendas de los museos, que para algunos son la profanación capitalista de esos centros de la exquisitez y la veneración casi religiosa, deberían convertirse en su parte más importante, por cuanto son los espacios que permiten prolongar en nuestras vidas lo que hemos visto y sentido en sus salas. Querámoslo o no, más allá del impacto visual que nos produce su contemplación en vivo, para la mayoría las lecciones vitales que encierran los cuadros de Vermeer, Caravaggio o Goya perduran en forma de una mala reproducción exhibida en la sala de estar o en la cocina, o de un imán para la nevera.
Los autores de este sugerente libro creen que los expertos de los museos trabajan en balde cuando se afanan por llenarnos las visitas de datos biográficos de los artistas, sesudos comentarios sobre su técnica o sutiles observaciones sobre sus vínculos con otros coetáneos o incluso con artistas nacidos siglos antes o después. Los carteles y las audioguías que acompañan una exposición, o los comentarios de los guías que pastorean grupos de turistas por los atestados pasillos de los grandes museos del mundo, están cargados de una espesa y fría erudición condenada al olvido una vez uno abandona las salas en penumbra del edificio y se incorpora al bullicio de la ciudad y a la vorágine de los quehaceres diarios.
Lo ideal, nos vienen a decir De Botton y Armstrong, es conectar ese cuadro de Durero o esa escultura de Giacometti con nuestro yo más íntimo, y no tanto conocer el alcance de la influencia del artista alemán en los pintores holandeses posteriores, o los vínculos del escultor suizo con el surrealismo de André Bretón. Los autores de ‘El arte como terapia’ están convencidos de que los “templos” del arte se abrirían así a los no habituales, y los valores de sus obras se esparcirían y serían compartidos más allá de sus muros.
Y, más aún, de esta manera reduciríamos nuestra dependencia del arte y del fetichismo que anida en las salas donde se exhibe, puesto que la asunción de sus verdaderos valores dirigiría en todo momento nuestra mirada cotidiana en busca de lo relevante, de la empatía, de la compasión, del placer sereno, del reconocimiento de la brevedad de la vida o de la belleza. “El objetivo fundamental de los amantes del arte debería ser construir un mundo donde las obras de arte fueran un poco menos necesarias”, proclaman casi al final del libro los autores. Pues eso.
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