Encontrar un lenguaje
propio para hablar del arte que encontramos en los museos exige haberse
encontrado antes como espectador y mucho entrenamiento. También requiere una
mirada atenta, siempre alerta, curiosa, y demorada. Con todo eso, y con una notable
capacidad para verbalizar los pensamientos e intuiciones que le surgen mientras
contempla un cuadro de Hopper, un grabado de Goya o una fotografía de Nicholas
Nixon, construye Antonio Muñoz Molina los textos que componen El atrevimiento de mirar, un librito que
recopila un puñado de escritos elaborados en el transcurso de 20 años, casi
siempre por encargo de museos y galerías.
Los textos de Muñoz Molina
son rigurosos y están llenos de erudición (aunque no necesariamente pictórica o
artística), pero nadie que los lea los encontrará inaccesibles y distraídos de
la obra a la que atienden. Muñoz Molina rehúye la jerga del profesor o del
experto en arte, esa lengua tan particular que parece concebida para acomplejar
a los aficionados y alejarlos finalmente de los centros del arte.
“Puedo atestiguar”, dice
el autor en las primeras páginas, “que estudié historia del arte en la segunda
mitad de los años setenta y que la mayor parte de mis profesores no
consideraban una prioridad la observación atenta de los cuadros, los edificios,
las esculturas o las películas que incansablemente teorizaban, y si lo hacían
era para detectar en ellos pruebas evidentes de la lucha de clases, o de la
transición entre el feudalismo y el capitalismo, o cosas así”.
Como hiciera en Pura Alegría (1998), donde rendía
homenaje a Faulkner, Max Aub o Juan Carlos Onetti, Muñoz Molina vuelve a
mostrar en este librito sus admiraciones. Las obras de Goya, Georges de La
Tour, Hopper, Juan Genovés, Miguel Lacaya o Christian Schad son blanco de su
mirada con el deseo, inconfesado, de que al terminar de leer saltemos del sofá
para irnos al Prado, al Thyssen o a Internet a disfrutarlas. Para contemplar
los Desastres de la Guerra, esa serie fundacional del horror moderno que nos
dejó Goya, o esos lienzos aparentemente
ligeros en los que Hopper volcó décadas de oficio para “apresar” sensaciones
verdaderas y salvarlas de la erosión del tiempo, o los retratos sombríos con
los que un desconocido La Tour convierte la intimidad en protagonista de la pintura europea.
En 1975, el fotógrafo estadounidense Nicholas Nixon empieza una obra que hoy todavía está inconclusa. Es una serie compuesta
por los retratos que cada año le hace a las cuatro hermanas Brown, una de las
cuales, Bebe, es su mujer. Hablando de esta obra, que “muestra el estupor de
que nada se mantenga y todo parezca estar destinado a la ruina”, Muñoz Molina aprovecha
para reivindicar el oficio de Nixon y localizar los tres males del arte
contemporáneo: “la ironía forzada, la distancia emocional y el desdén hacia los
fundamentos artesanales del oficio”.
El entusiasmo, esa pura alegría de mirar con
curiosidad, esperando a que sea el cuadro el que nos revele el secreto, y no el
comentario del experto o la chapita informativa, lleva en algunos momentos a
Muñoz Molina a convertir al artista en materia novelesca. Ocurre cuando habla
del valenciano Juan Genovés, hijo de carbonero y que acabó en el partido
Comunista, y que en los sesenta se convierte en pintor internacional con unos
cuadros en los que decenas, cientos de figuras sin rostro huyen o levantan los
brazos, siempre sobre un espacio indeterminado. El retrato que hace Muñoz Molina de Genovés acaba
siendo una pieza envolvente, primorosamente escrita y que bien podría
convertirse en el germen de un relato.
También levanta cierto vuelo literario Muñoz
Molina cuando se pone delante del Retrato del Doctor Haustein, de Christian Schad, que está en la exposición
permanente del Thyssen en Madrid y que, a pesar de compartir espacio con
maravillas de Grosz o Dix, resulta mucho más perturbador. La mirada triste pero
serena del médico judío y berlinés que pinta Schad unos años antes de la
Segunda Guerra Mundial da pie a Muñoz Molina para abrirnos una ventana al
agitado y sombrío mundo de entreguerras.