sábado, 19 de enero de 2013

El atrevimiento de mirar, de Muñoz Molina





Encontrar un lenguaje propio para hablar del arte que encontramos en los museos exige haberse encontrado antes como espectador y mucho entrenamiento. También requiere una mirada atenta, siempre alerta, curiosa, y demorada. Con todo eso, y con una notable capacidad para verbalizar los pensamientos e intuiciones que le surgen mientras contempla un cuadro de Hopper, un grabado de Goya o una fotografía de Nicholas Nixon, construye Antonio Muñoz Molina los textos que componen El atrevimiento de mirar, un librito que recopila un puñado de escritos elaborados en el transcurso de 20 años, casi siempre por encargo de museos y galerías.

Los textos de Muñoz Molina son rigurosos y están llenos de erudición (aunque no necesariamente pictórica o artística), pero nadie que los lea los encontrará inaccesibles y distraídos de la obra a la que atienden. Muñoz Molina rehúye la jerga del profesor o del experto en arte, esa lengua tan particular que parece concebida para acomplejar a los aficionados y alejarlos finalmente de los centros del arte.



“Puedo atestiguar”, dice el autor en las primeras páginas, “que estudié historia del arte en la segunda mitad de los años setenta y que la mayor parte de mis profesores no consideraban una prioridad la observación atenta de los cuadros, los edificios, las esculturas o las películas que incansablemente teorizaban, y si lo hacían era para detectar en ellos pruebas evidentes de la lucha de clases, o de la transición entre el feudalismo y el capitalismo, o cosas así”.      

Como hiciera en Pura Alegría (1998), donde rendía homenaje a Faulkner, Max Aub o Juan Carlos Onetti, Muñoz Molina vuelve a mostrar en este librito sus admiraciones. Las obras de Goya, Georges de La Tour, Hopper, Juan Genovés, Miguel Lacaya o Christian Schad son blanco de su mirada con el deseo, inconfesado, de que al terminar de leer saltemos del sofá para irnos al Prado, al Thyssen o a Internet a disfrutarlas. Para contemplar los Desastres de la Guerra, esa serie fundacional del horror moderno que nos dejó Goya, o esos  lienzos aparentemente ligeros en los que Hopper volcó décadas de oficio para “apresar” sensaciones verdaderas y salvarlas de la erosión del tiempo, o los retratos sombríos con los que un desconocido La Tour convierte la intimidad en protagonista de la pintura europea.  



En 1975, el fotógrafo estadounidense Nicholas Nixon empieza una obra que hoy todavía está inconclusa. Es una serie compuesta por los retratos que cada año le hace a las cuatro hermanas Brown, una de las cuales, Bebe, es su mujer. Hablando de esta obra, que “muestra el estupor de que nada se mantenga y todo parezca estar destinado a la ruina”, Muñoz Molina aprovecha para reivindicar el oficio de Nixon y localizar los tres males del arte contemporáneo: “la ironía forzada, la distancia emocional y el desdén hacia los fundamentos artesanales del oficio”.



El entusiasmo, esa pura alegría de mirar con curiosidad, esperando a que sea el cuadro el que nos revele el secreto, y no el comentario del experto o la chapita informativa, lleva en algunos momentos a Muñoz Molina a convertir al artista en materia novelesca. Ocurre cuando habla del valenciano Juan Genovés, hijo de carbonero y que acabó en el partido Comunista, y que en los sesenta se convierte en pintor internacional con unos cuadros en los que decenas, cientos de figuras sin rostro huyen o levantan los brazos, siempre sobre un espacio indeterminado. El retrato que hace Muñoz Molina de Genovés acaba siendo una pieza envolvente, primorosamente escrita y que bien podría convertirse en el germen de un relato.  



También levanta cierto vuelo literario Muñoz Molina cuando se pone delante del Retrato del Doctor Haustein, de Christian Schad, que está en la exposición permanente del Thyssen en Madrid y que, a pesar de compartir espacio con maravillas de Grosz o Dix, resulta mucho más perturbador. La mirada triste pero serena del médico judío y berlinés que pinta Schad unos años antes de la Segunda Guerra Mundial da pie a Muñoz Molina para abrirnos una ventana al agitado y sombrío mundo de entreguerras.  

domingo, 13 de enero de 2013

España, a examen




A propósito de Informe sobre España, de Santiago Muñoz Machado
Esta crisis está haciendo que se tambaleen los cimientos de todo aquello que considerábamos esencial para el futuro común y firmemente asentado en España. La esperanza de que vuelva a haber trabajo en abundancia se desvanece por momentos, las bases del “Estado del bienestar” no parecen resistir la persistente merma de los ingresos públicos e incluso la unidad del país parece amenazada por tendencias centrífugas de huida ante el desastre (o para precipitarse hacia él).

Santiago Muñoz Machado nos explica en su magnífico Informe sobre España.Repensar el Estado o destruirlo, de manera clara, aunque rigurosamente jurídica, que la crisis institucional que asola España es una parte sustancial del problema. Para Muñoz Machado, jurista de gran renombre y larguísima trayectoria profesional, el funcionamiento de las instituciones del Estado no es correcto desde hace muchos años, circunstancia que las épocas de bonanza disimulaban pero que ahora resulta muy evidente. Ni las comunidades autónomas, ni el Tribunal Constitucional, ni la larga lista de órganos de administración y gobierno del conjunto del Estado cumplen con sus funciones de manera adecuada, dominadas por el sectarismo, la falta de estrategia y reflexión a largo plazo y los intereses mediáticos y políticos inmediatos.

La multiplicación arbitraria de los organismos públicos, las deficiencias del sistema concentrado de control constitucional de las leyes por parte del Tribunal Constitucional, el inextricable universo de la distribución de competencias (“muy oscuro, ineficiente e inadecuado”) y sus indeseables efectos sobre la igualdad entre los españoles y la hiperregulación normativa provocada por las comunidades autónomas con sus graves consecuencias sobre la unidad de mercado, entre otros problemas, provocan que el ordenamiento jurídico general resulte inmanejable y generan graves distorsiones.

Una de las claves de la inadaptación de las instituciones reside en la rigidez de la propia Constitución. Como nos recuerda Muñoz Machado, nunca ha sido posible, desde 1812, una mejora pactada de las constituciones españolas para adaptarse a los cambios históricos. En consecuencia, se han sucedido las rupturas traumáticas provocadas por episodios, habitualmente breves e intensos, de violenta convulsión social y política.



De hecho, afirma el autor, cuando una constitución es estable (como por ejemplo desde 1978 hasta ahora), se debe a que la clase política y las élites sociales han logrado un equilibrio basado en el parasitismo de los recursos públicos, lo que resulta siempre en la petrificación constitucional, en la defensa a ultranza del statu quo. El ejemplo de hoy mismo es palmario; los sucesivos gobiernos lo reforman todo menos lo esencial: el propio Estado.

Muñoz Machado argumenta que ni los inmovilistas ni los separatistas tienen razón, por cuanto es indispensable una reforma integral del ordenamiento jurídico, incluida, idealmente, una reforma constitucional, “para que el Estado quede organizado y funcione de modo correcto”, con el fin de que sirva realmente a los intereses de los españoles. Todo ello implicaría, igualmente, un reconocimiento, aceptado por todos, de los llamados “hechos diferenciales”, de forma que tuvieran un encaje definitivo en la arquitectura jurídica del Estado.

Identificado el problema y propuesta la solución, sólo queda plantearse una pregunta que la elegante contención de Muñoz Machado no expresa de manera explícita, confiado en el juicio de sus lectores: ¿Dónde encontrar el impulso político y social que, con el único objetivo de lograr el bien común, luche por reformar el Estado sin destruirlo?


Informe sobre España. Repensar el Estado o destruirlo
Santiago Muñoz Machado
Editorial Crítica
256 páginas
21,90 euros (papel) 

domingo, 6 de enero de 2013

Shalámov en el infierno




Relatos de Kolimá, de Varlam Shalámov


Estamos tan acostumbrados a la literatura menor (menor en ambición, en estilo, en inspiración) que cada vez nos cuesta más atrevernos a leer obras ambiciosas, perdidos en la confusa abundancia de noveluchas y bestsellers con contraportadas laudatorias que domina las estanterías de las librerías y los catálogos virtuales. Por si fuera poco, el fárrago de Internet, donde la mayor parte de los textos más populares, accesibles y divulgados carece de la menor vocación de permanencia, nos tiene atrapados y no nos incita a buscar lecturas reposadas y profundas.

Relatos de Kolimá es una de esas obras que bien merecen la dedicación de unas cuantas tardes invernales, con el ordenador o la tableta apagados. Varlam Shalámov vivió la brutal experiencia de los campos de trabajo soviéticos y consiguió sobrevivir y recordar. El resultado se nos muestra en las terribles, aunque bellísimas, páginas de los Relatos de Kolimá, una obra ciclópea de más de 1.000 páginas publicada en España hace unos años por la editorial Mondadori y, recientemente, por Minúscula.

Shalámov representa en sus relatos un mundo helado, podrido e inhumano, absolutamente desesperanzado y alejado de toda piedad. El libro está lleno de pasajes tremendos, que dan poca tregua al lector, como éste de Sentencia, uno de los mejores relatos:

“Era poca la carne que me quedaba en los huesos. Aquella carne bastaba sólo para la rabia, el último de los sentimientos humanos. No era la indiferencia, sino la rabia el último sentimiento del hombre, el que se hallaba más próximo a los huesos… ¿Qué me quedaba hasta el último momento? La rabia. Y guardándome esa rabia me disponía a morir.”

 O este otro de Carpinteros:

 “A los trabajadores no se les enseñaba el termómetro, aunque tampoco hacía falta: había que salir al trabajo cualesquiera que fueran los grados. Por lo demás, los viejos del lugar calculaban casi con exactitud el frío sin termómetro alguno: si había niebla helada, quería decir que fuera hacía cuarenta grados bajo cero; si al expulsar el aire este salía con un silbido pero aún no costaba respirar, significaba que hacía cuarenta y cinco grados; pero si la respiración era ruidosa y faltaba el aire, entonces era que estábamos a cincuenta. Por debajo de los cincuenta y cinco un escupitajo se helaba en el vuelo. Los escupitajos se helaban en el aire hacía ya dos semanas”.



No existe en el libro un hilo conductor común, más allá del rigor del clima, las penosas condiciones de los presidios y el régimen de trabajos forzados, y cada relato, ya se centre en una anécdota nimia o bien en un hecho trascendente, posee su propia estructura independiente y su propio estilo. El autor apela a todo tipo de recursos literarios y estéticos y no desdeña, incluso, el empleo de la ancestral, y profundamente amarga, ironía rusa, en la línea de Chejov o Bulgakov. Con todo, los relatos siempre se desenvuelven en un tono contenido, salpicado de sutiles metáforas sobre el alma humana y de reflexiones más incisivas y directas de Shalámov.

Siendo mucho más conocidos los siete volúmenes de Archipiélago Gulag, donde otra víctima del sistema represor soviético, el Nobel Aleksandr Solzhenitsyn, describe metódicamente el complejo carcelario de Siberia en toda su extensión, la escalofriante perfección literaria de los Relatos de Kolimá resulta aún más turbadora (por mucho que le pesara al propio Solzhenitsyn, que los consideraba insatisfactorios desde el punto de vista artístico). 

En el Gulag que nos describe Solzhenitsyn los presos mantienen rescoldos de esperanza y solidaridad mutuas. Por el contrario, la descarnada, agudamente pesimista visión del hombre que trasmite Shalámov no admite pactos con el lector, que acaba el libro exhausto ante tanta iniquidad y lleno de admiración ante la proeza personal y literaria de un hombre que, como nos recuerda en el brevísimo y magistral relato introductorio, Por la nieve, tuvo que recorrer dos veces el gélido camino del horror para que podamos conocer la verdad.