Los 80 han vuelto como un tsunami
que todo lo invade. O quizá nunca se fueron del todo, porque, al fin y al cabo
este país, tal como lo conocemos, se refundó en aquella década, y el
capitalismo global que gobierna el mundo también hunde sus raíces en aquellos
años. Los 80 están en cada esquina. Un libro de título bien anodino, Yo fui a EGB, se reedita una y otra vez para recordarnos que una vez fuimos seducidos
por Los Ángeles de Charlie, lloramos con la muerte de Chanquete, hacíamos
mecanografía en una Olivetti o calzamos unas Yumas.
En el cine se han dado cuenta del
filón emocional (y comercial) que puede suponer cada capítulo de este eterno
revival ochentero. Pienso en el remake de Cazafantasmas. También la vuelta al
mundo guerrero y galáctico de Star Wars tiene mucho de esa recuperación que
tantos frutos económicos promete a sus promotores. No me extrañaría nada que en
breve tengamos una continuación de aquella Loca academia de policía que llevó a
millones de españoles a los cines en busca de la risa desenfrenada. Aquí,
Almodóvar, que se nos vende como el producto más irreductible y ambicioso de
aquellos años rebosantes de aparente locura y descaro, va camino de convertirse
en un monumento nacional, por más que a algunos el director manchego les
produzca urticaria.
En la televisión, la eterna serie
Cuéntame es un género en sí mismo y ha enganchado a millones de nostálgicos de
cuando los niños jugaban en la calle, nos abrigábamos con parkas recias y
piadosas e íbamos toda la familia de excursión en un Seat 127. En la música que
hoy más suena también están los 80. Los Secretos, el grupo del malogrado
Enrique Urquijo, da ahora más conciertos y hace más giras que en sus primeros
tiempos. Loquillo se desprendió de los Trogloditas, maduró y ahora va vendiendo
mesura y sensatez. Por no hablar de la indefectible Alaska (y Mario Vaquerizo),
que está hasta en la sopa y es fija en cualquier programa de televisión o
fiesta que se organiza en Madrid. Precisamente, ahora en la capital los
promotores del musical Hole Zero llenan cada noche con un espectáculo, mezcla
de circo, buslesque y cabaret, que nos traslada a la nochevieja de 1979 y donde
se nos promete un viaje cargado de drogas y liberación sexual.
Me pregunto si realmente fueron tan
brillantes los fabulosos 80. Yo más bien los recuerdo grises. Al fin y al cabo,
el país salía de una dictadura cargando unos lastres que nos ha costado mucho
soltar, y que, en algunos casos, todavía siguen impidiendo que cojamos vuelo.
En aquella época del golpe de estado de Tejero, del naranjito o de los GAL, los
profesores seguía zurrando a los alumnos díscolos, las mujeres que trabajaban
todavía eran una excepción y viajar al extranjero, con nuestra devaluada
peseta, era un timo. Éramos, por más que nos pese, un país más pobre y paleto.
Me pregunto quién está detrás de
este revival de los años 80. No sé si se trata de un grupo de astutos
empresarios que recurren a la nostalgia para meter la mano en la cartera de esa
legión de cuarentones y cincuentones faltos de referentes y acomplejados por los
displicentes millennials que se dejan las pestañas en la pantalla del móvil y
el corazón en las redes sociales. O si más bien tiene que ver con la habitual
vuelta a los orígenes que ha hecho cualquier generación de hombres y mujeres
desde que estamos en la tierra, ese comprensible echar la vista atrás para
explicarnos mejor el presente, o para resguardarnos de esa fina lluvia que es
el paso del tiempo, y que acaba calando.
Hace poco me emocionó ver unreportaje del exfutbolista Michael Robinson en el Canal Plus sobre la vida de Nate Davis, un jugador de baloncesto estadounidense que brilló en los 80 y
pulverizó récords en España y en su club del Ferrol, con sus mates y su juego
atlético, nunca visto antes por estos pagos. Luego, cuando acabó el reportaje me
di cuenta de que, más que la emotiva historia de Davis, que se retiró para
cuidar de su mujer enferma y que acabó ganándose la vida limpiando oficinas, me
emocionó sobre todo la vuelta que proponía el reportaje a una época en que
fuimos jóvenes y soñadores, y todo nos podía pasar. O eso pensábamos.