lunes, 29 de junio de 2015

Jim Campbell: cazador de sombras



Este año los chicos de primaria se han afanado en el cole por entender los fundamentos físicos -y quizá las implicaciones poéticas- de la luz. Han construido circuitos sencillos para ver cómo se propaga la electricidad y también han experimentado con prismas para descomponer los rayos del sol.  Estamos en el Año Internacional de la Luz, un iniciativa que promueve la ONU, para, según dicen sus organizadores,  comunicar a la sociedad la importancia de la luz y sus tecnologías asociadas”. Por eso, en los últimos meses encuentro en los cuadernos y blocs de mis hijos más soles y bombillas que nunca.

En la Fundación Telefónica, en Madrid, no han querido quedarse atrás y han acogido una exposición de Jim Campbell, que estudió ingeniería electrónica y matemáticas en el famoso MIT de Boston antes de convertirse en artista conceptual y recalar en la costa oeste de Estados Unidos, en San Francisco. La exposición de Campbell en el viejo edificio de Telefónica de la Gran Vía se ve pronto; no va más allá de tres o cuatro instalaciones y 20 o 30 creaciones. Pero el recorrido que nos propone es interesante, y nos obliga a desandar el camino impuesto por ese papanatismo digital que prescribe que a más píxeles, más felicidad.



Frente al ruido de los videojuegos y las películas en alta definición, y a esa recurrencia eterna de sus creadores a los clichés y las narrativas gastadas, Campbell desconstruye las imágenes de las pantallas que nos asedian para dejarlas en sus elementos esenciales: píxeles silenciosos y borrosos cuyas intermitencias sugieren presencias que sólo llegamos a intuir. Sus imágenes en baja resolución, donde la electrónica y la circuitería quedan a la vista, nos llevan a preguntarnos por el origen de la imagen y por su poder de seducción, pero también por lo transitorio de la representación, y, por qué no, de la vida.

Los LED y las bombillas que parpadean en las obras de Jim Campbell que han estado expuestas estos meses en la Fundación Telefónica le llevan a uno a preguntarse por el mecanismo de construcción de la realidad que nos proponen las onmipresentes pantallas. Esas sombras que pueblan sus paneles de luces no serían nada sin un cerebro que les dé forma o una sensibilidad que les dé sentido. Esos seres que rescata Campbell gracias al destello sincronizado de cientos, miles de puntos de luz, somos nosotros, piezas labradas a base de memoria y recuerdos. Si las pantallas en alta resolución de los modernos televisores, las tabletas o el móvil son sobre todo una propuesta de evasión, los ingenios de baja resolución de Campbell son una invitación a la introspección, al autoconocimiento.



Fotografías degradadas que recuerdan los lienzos vaporosos de Turner, realidades desenfocadas que limitan con la abstracción. Una vista de la fachada de la Biblioteca Pública de Nueva York donde la solidez de la piedra contrasta con la fragilidad de unos viandantes que son sombras que casi no vemos, fantasmas que entran y salen del edificio y que son pura metáfora de lo transitorio. Como también lo son esas presencias fugaces en el vestíbulo de la Grand Central Station, que van y vienen al ritmo endiablado del transporte ferroviario en la gran ciudad, pero que los circuitos artesanales de Jim Campbell nos muestran una y otra vez, para que nos encontremos en ellas.

En una sala, Campbell recuerda el día de la muerte de su hermano. Allí cada una de las 26 lámparas suspendidas en el techo brillan y se desvanecen al ritmo de los acontecimientos del fatídico dia, construyendo una crónica pormenorizada, y quizá por eso desdramatizada, del fallecimiento. Jim Campbell es un cazador de sombras. Esos paneles, hechos a base de cientos de bombillitas LED, circuitos y planchas de metracrilato, nos muestran las siluetas amorfas de los viandantes anónimos en la gran ciudad. En algún punto, las figuras anónimas de Campbell, construidas a base del parpadeo de la electrónica, me recuerdan las multitudes desorientadas de los lienzos de Juan Genovés. 




lunes, 22 de junio de 2015

Ficciones y clichés en torno a la Reconquista



'El ejército de Dios', de Sebastián Roa
La novela histórica ha vuelto a florecer en el último decenio, aunque su recorrido viene de lejos y en España cuenta con prebostes como Benito Pérez Galdós, que relató una parte de la Historia moderna del país en sus Episodios nacionales. En la actualidad, nombres como el de Santiago Posteguillo son citados para demostrar que las letras hispanas siguen pariendo escritores especializados en este género. La novela El ejército de Dios (Ediciones B,2015), de Sebastián Roa, podría integrarse dentro de este movimiento, si no fuese porque abusa de la ficción. Hace unos meses, Roa reconoció que en sus novelas no duda en primar la creación literaria frente al hecho histórico, incluso retocando estos últimos. 
Es una postura respetable, si se es honesto reconociendo cuáles han sido las licencias que se han tomado, como hace Roa al final de su extenso libro. Comprendemos la necesidad de la inventiva literaria, pero nuestra opinión es que el desarrollo de este tipo de obras debe ceñirse escrupulosamente a los hechos históricos. Quizá el matiz se encuentre en el marketing editorial, que cataloga como histórica determinadas novelas que no alcanzan esta consideración.
 El escritor aragonés se sumerge en un momento capital y poco conocido por los españoles y europeos: la Reconquista. En el siglo XII, la Península ibérica se encontraba dividida en dos mitades. Desde Toledo hacia el norte, los reinos cristianos se repartían diferentes dominios, guerreando entre ellos por distintas cuitas. De la ciudad imperial hacia el sur, el Imperio almohade era el gran dominador, imponiendo una fe islámica férrea y fanática. 
La Reconquista es un periodo largo, de cerca de 800 años, que se inicia alrededor del año 750, cuando los visigodos que se alojaron tras la cornisa cantábrica empiezan a recuperar las tierras que los musulmanes les habían arrebatado decenios antes. Y el proceso finaliza en 1492, en el momento en que los Reyes Católicos desalojan a rey nazarí Boabdil de Granada. Sebastián Roa decide centrarse en un episodio clave: los años previos a la batalla de Alarcos (1195), perdida por el rey Alfonso VIII de Castilla.
La novela de Roa tiene mucho de ficción y la Historia pasa a un segundo plano. Debemos reconocer el trabajo de Roa, que se ha documentado de forma exhaustiva y hace una recreación exquisita del momento histórico y del contexto. Uno de los puntos positivos de la novela es que relata con precisión la forma de vida medieval en la Península. Sin embargo, la trama discurre lentamente hasta que, pasada la mitad del libro, empieza a descabalgarse y llega a la funesta batalla de Alarcos. 
En un libro de 800 páginas, la demora en estimular el ansia del lector por seguir avanzando puede ser imperdonable. Por otro lado, que la ficción predomine frente a los hechos históricos tiene algunos peligros, como la creación de personajes que acaban siendo estereotipos. Por ejemplo, Urraca López de Haro, la típica femme fatale que es capaz de todo por conseguir sus fines, o Pedro de Castro, el caballero-político enajenado, que acabará siendo uno de los más lúcidos de toda la novela. El problema y la polémica se plantean con el uso de personajes históricos, con vidas delimitadas y esclarecidas por la historiografía, para crear una imagen desligada de sus vicisitudes reales.



La novela histórica, aunque incorpore ficción, es un medio de comunicación y de enseñanza para quien la lee. Muy pocos lectores se pararán a comprobar hechos o datos y darán por verídico lo que encuentren en la obra. Por eso, no es raro que muchos se lleven la impresión de que Urraca López de Haro fue la mayor prostituta del reino de León en el siglo XII. Pero, desde el punto de vista histórico, ¿quién puede aseverar eso? Sebastián Roa es honesto, ya que al final de la novela incluye una nota aclaratoria sobre cuáles han sido las invenciones que ha incorporado a la misma. Sin embargo, el daño ya está hecho y, tras leer la novela y crear una opinión sobre cada uno de los personajes, es difícil desligarse de ese prejuicio.
Con todo, el libro de Roa plantea temas interesantes. Por ejemplo, el paralelismo que se puede establecer entre la radicalidad almohade y la actual amenaza del terrorismo de corte islámico para las sociedades occidentales. Desde luego, los momentos y el contexto histórico son diferentes, pero el fondo del asunto sigue siendo el mismo: la incapacidad del pensamiento islamista más radicalizado para aceptar que puedan existir sociedades y personas que piensen de manera diferente. Y la religión como excusa bastarda de los asesinatos en masa. Otra cuestión importante, y que se ha tratado poco fuera de los círculos académicos, es la vida y riqueza de Al-Andalus, que se intuye en el transcurso de la novela y que Roa insinúa muy bien. Buena muestra de esa cultura islámica racional que imperó en el sur de España se encuentra en los manuscritos de la época y en la arquitectura que preña la geografía del país mediterráneo.
En definitiva, El ejército de Dios es un libro entretenido, con respeto en general por la Historia, pero que peca en variadas, y quizá excesivas, ocasiones de tomarse licencias inadecuadas. No obstante, detrás se adivina la mano de un escritor que todavía tiene mucho potencial y que puede generar obras todavía más interesantes y con un desarrollo más trepidante. Incluso con una extensión por debajo de las 800 páginas.

Originalmente, este post apareció en el portal de viajes Revista 80 días, que dirige David Fernández. 

jueves, 11 de junio de 2015

Corbalán en la Feria del Libro



No sé qué me gusta más de la Feria del Libro. Si la feria en sí misma, con esa promesa de gozosa lectura que trae el ver expuestos miles y miles de títulos de tantas librerías y editoriales diferentes, muchos muy difíciles de encontrar por otros medios; o ese entorno de bosque mediterráneo en plena efervescencia que es el Retiro en junio, cuando el calor aprieta y uno empieza a acariciar unas vacaciones largamente esperadas. Quizá la combinación de todo ello sea lo que hace la Feria del Libro de Madrid uno de los momentos más felices del año, y por tanto de la vida.

Juan Antonio Corbalán, el exjugador de baloncesto, un hombre inquieto en la cancha y también fuera de ella, donde ha hecho carrera como cardiólogo y empresario de proyectos pioneros que aúnan medicina y deporte, firmaba en la feria Tú cuerpo. Manual de instrucciones (editorial Espasa). Por supuesto, Corbalán no congregaba allí ni una décima parte de los fans que a escasos metros esperaban una dedicatoria de Alessandra Neymar, autora de novelas románticas y adolescentes. Pero la figura del baloncestista, un tío afable y muy conservado sigue llamando la atención. Una señora que andaba por allí le certificaba a otra el hallazgo de la vieja estrella del deporte: "Sí hombre. Ése es Corbalán, el de toda la vida".

Por los libros que leemos o apilamos en la mesa de noche nos reconocerán, se podría decir. Sin embargo, yo, por los libros que hojeo en la Feria del Libro, sopesando una posible compra, cada vez me reconozco menos. Este año me sorprendí en las manos con uno del corredor de maratones Chema Martínez que llevaba en la portada el revelador título de No pienses, corre (Espasa). También estuve a punto de echarme a la mochila otro de la escuela de negocios ESIC donde a uno le dan las claves para conseguir los 10.000 seguidores en Twitter, marca a partir de la cual, entiendo, se empieza a ser alguien en el mundo de las redes sociales. 

Y, también editado por ESIC, me interesó un manual de autoayuda escrito por María Ángeles Chavarría donde la autora te da consejos para sacarle partido a tu tiempo, y, por lo tanto, a tu vida. Supongo que el running y una cierta vigorexia propios de mi edad, las exigencias del trabajo o esa sensación de que la vida se consume irremediablemente, y cada vez más rápido, me han cambiado definitivamente como lector. Espero que sea transitorio, o que la cosa, al menos, no vaya a más.

Se acabaron los tiempos en los que uno se paraba en la caseta de Hiperion con el firme propósito de llevarse un poemario de Rilke, o hurgaba en los stands de las librerías especializadas en busca de algún tratado de cine trascendental o de un sesudo análisis de la sociedad contemporánea escrito por el neomarxista de moda. O incluso estaba dispuesto a llevarse a casa y leer un clásico con todo el aparato de notas de las ediciones de Cátedra.

Afortunadamente, al final me reencontré conmigo mismo en la caseta de la editorial Pepitas de Calabaza, donde no pude resistirme y me lancé de cabeza a por el primer volumen de los diarios de Iñaki Uriarte, hedonista posmoderno y descreído que hace una literatura aparentemente ligera y vaporosa, socarrona, pero a la que uno se engancha irremediablemente. Y es que Uriarte, sin quererlo, aporta toda una visión del mundo, que dirían.

Me alegró descubrir que los de la editorial Pepitas de Calabazas no sólo viven del reconocimiento último que han tenido los libros de Uriarte, que, por cierto, ya ha dicho que no publicará ni una línea más de sus diarios, lo que es una verdadera pena. En el catálogo de la editorial de Logroño los libritos de Uriarte se mezclan con los de decenas de autores entre los que andan Julio Camba, Jaime de Armiñán, Manuel Jabois, José Luis Cuerda, Rafael Azcona y hasta el Marqués de Sade. Espero que les vaya bien a los de Pepitas.

Antes de llegar a Uriarte, un valor seguro en los tiempos que corren, me tentó laautobiografía de Felicidad Blanc, la abnegada y sufriente matriarca del clan de los Panero. Siempre me he asomado con una mezcla de morbo y necesidad al precipicio de la familia Panero. Siempre me sedujo esa mezcla de tortura existencial y delirante y provocativa puesta en escena que les sirvió para hablarnos del abismo -del suyo y del nuestro, no nos engañemos-. Sin embargo, en este caso no cedí, y Espejo de sombras, que publica ahora Cabaret Voltaire, y que se presenta como "un texto fundamental" para entender a la familia más famosa de la poesía española, al final se quedó en la caseta de la editorial. Quizá, y sin darme cuenta, esté empezando a desengancharme de la droga dura de los Panero.


Hace unos años, casi todos pensamos que el libro en papel casi tenía los días contados ante el empuje del formato electrónico y de Amazon, la poderosa multinacional que lo promueve. Yo creí a los agoreros que daban por muerto al libro tal como lo conocíamos desde Gutenberg. Sin embargo, hoy no creo que sean muchos los que mantengan ese pesimismo. Son innegables las ventajas del libro electrónico, sobre todo a la hora de dar con títulos olvidados o que nadie se atreve a reeditar, lo que ya es bastante. Pero, como dice el fino y concienzudo editor Jacobo Siruela, el libro de papel es "un objeto tecnológicamente perfecto". Un artefacto con 500 años que, además, mantiene la diversidad editorial y tantas y tantas librerías que hacen de nuestras ciudades un sitio menos triste en el que vivir.