martes, 27 de agosto de 2013

Lanzarote y el testamento de Manrique



Tengo un vago recuerdo de César Manrique. Su activismo le llevaba con frecuencia a la televisión y los periódicos cuando yo era un chaval. En mi cabeza guardo la imagen de un hombre pizpireto, desinhibido, alejado siempre del apocamiento que se les supone a los canarios. Siempre yendo o viniendo, con el pecho descubierto o con el mono azul, cargando afanosamente un par de cacharros de pintura, o haciendo equilibrios con su cuerpo atlético, subido a alguna roca volcánica de forma imposible o al campanario de su casa de Tahiche.

Tengo que reconocer que su vehemencia y ese don para estar en tantos sitios a la vez me causaban un rechazo infundado. Hoy no puedo decir lo mismo. Viendo el álbum de fotos personales que se exhibe en la fundación que lleva su nombre, en Tahiche, en medio de un mar de lava, me llama la atención una instantánea en la que aparece, megáfono en mano, arengando a un grupo de ciudadanos hartos como él de las tropelías urbanísticas de unos políticos casi siempre movidos por la codicia y el cortoplacismo. Manrique nunca se identificó con los artistas que vivían de espaldas al mundo y a los problemas de los vecinos.

Manrique fue un pionero en muchos sentidos. Ya durante la década de los 70 advirtió de la catástrofe que para Canarias y su frágil naturaleza suponía la proliferación como setas de hoteles, bungalós y chalets. Los ojos de Manrique veían cómo las primeras oleadas de turismo en masa que llegaban a Tenerife o Las Palmas arruinaban sus costas y empezaban a desequilibrar el frágil entorno insular.  

A la vuelta a su Lanzarote natal a finales de los sesenta, y después de haber pasado un par de años en Estados Unidos, se mueve con determinación para evitar esta degradación también en su isla. Había que evitar los errores de las islas mayores y marcar un modelo propio. “No tenemos que copiar a nadie”, era el eslogan que Manrique y los responsables del Cabildo lanzaroteño pregonan por aquella época. Es un milagro que la vanguardia estética y ecológica de Manrique fuera entendida al mismo tiempo por las autoridades –ahí fue clave la sintonía del artista con Pepín Ramírez, presidente del Cabildo- y por los vecinos de la isla, y que lograra así vencer los intereses de empresarios y políticos miopes sometidos a la dictadura del beneficio rápido.

Sin embargo, ya en los ochenta, Manrique declara que las cosas no están yendo como debieran. En un significativo texto que lleva por título “Lanzarote se está muriendo” ve con alarma el desproporcionado aumento de coches en la isla, la falta de espacios naturales en los pueblos y el deterioro de los volcanes a consecuencia de la extracción de picón. “A Lanzarote no viene la gente para ver semáforos, ni automóviles en fila, ni a descansar en baratos y chapuceros apartamentos, pues esto no es atractivo para nadie. Lanzarote se está convirtiendo en un suburbio turístico”.

Por los escritos del artista que recoge Fernando Gómez Aguilera en el libro La palabra encendida, tengo la impresión de que Manrique, que muere en el año 92 en un accidente de coche, se va con el convencimiento lacerante de que sus esfuerzos por preservar el paisaje de la isla y armonizar la presencia del hombre en el entorno austero, pero de sensacional cromatismo de Lanzarote, había sido en balde.

Sin embargo, y a pesar de algunos desmanes, Lanzarote hoy es una isla “diferente”, “con encanto”, como subrayan con monótona retórica los folletos turísticos, y bastante preservada. El turismo masivo de hoteles, apartamentos y bungalós existe. Solo hay que ver el ir y venir de aviones de Ryanair o de compañías de charter en el aeropuerto de Arrecife. Pero también es cierto que está concentrado en una franja reducida de costa alrededor de la capital, y que la urbanización caótica y descontrolada en montañas, valles y barrancos, que se ve en otros puntos de Canarias, aquí es inexistente.

Además, siguiendo una tradición centenaria, las casas blancas de trazado esquemático y de una sola planta son moneda corriente en todos los pueblos de la isla, excepto en la capital, Arrecife, lugar de llegada para muchos inmigrantes atraídos por el último boom de la construcción.

En 1974, Manrique, en su afán de combatir la estandarización que promueve el turismo internacional, publica un libro, Lanzarote, arquitectura inédita, donde elabora un catálogo de elementos a mantener de la vivienda tradicional. Su propia casa, hoy convertida en museo y fundación, marca el camino de esta recuperación. La horizontalidad, los amplios ventanales con los que se abre al paisaje de lava joven en el que se inserta y los chillones muebles pop del gusto del artista que se reparten por las grutas volcánicas que aprovecha la vivienda conviven con las techumbres de madera o las vistosas chimeneas lanzaroteñas, de cierto aire oriental. 

Es verdad. Lanzarote no ha escapado al turismo de masas, como quería Manrique. Son millones los europeos que recalan allí cada año buscando el sol eterno de la isla y las piscinas de los complejos de apartamentos de Puerto del Carmen o Costa Teguise. Sin embargo, el que quiera encontrar esa isla primigenia y eterna que tanto sedujo a Manrique solo tiene que coger un coche y conducir 15 o 20 kilómetros. Se dará de bruces con el paisaje volcánico y barroco del Parque Nacional de Timanfaya, agreste, duro y subyugante a la vez. Es el mismo paisaje que inspira las rugosidades abstractas o declaradamente funerarias de su pintura. 

También se encontrará, en la comarca de La Geria, con el relato vivo del vino de malvasía. Allí, con todo en contra, en un mar de ceniza y lava joven, y con el embate permanente de los alisios y la pertinaz sequía, los abnegados agricultores de la comarca han logrado mantener y hacer productivos viñedos en algunos casos centenarios.      

Hay quien dice que Manrique acabó convirtiendo Lanzarote en un parque temático gracias a una arquitectura y una escultora efectistas. Hay quien le ha reprochado la banalización del paisaje que él tanto sacralizó. Podría ser. Sin embargo, hay que reconocerle a este hombre bajito y pizpireto una inusual clarividencia para poner en la agenda, con varias décadas de antelación, cuestiones que hoy nadie, ni el mandatario más insensible, se atrevería a ignorar. Además, Manrique se afanó toda su vida por encontrar un lenguaje artístico con el que cifrar la estupefacción que deja en el visitante el milagro de los ríos de lava, cráteres y grutas volcánicas de Lanzarote. Y creo que lo consiguió.     







   

viernes, 23 de agosto de 2013

El despertar de la señorita Prim




Ahora que tanto pega el calor y tan menguadas están las carteras, no conviene desdeñar el viaje literario, la posibilidad de escapar a través de la lectura. Un buen destino es, sin duda, San Ireneo de Arnois, esa villa anclada en el pasado a la que se traslada Prudencia, la protagonista de El despertar de la señorita Prim, respondiendo a un anuncio en el que se demanda “una bibliotecaria para un caballero y sus libros”.

Pese a que su búsqueda en Google Maps resulta infructuosa, el buen hacer de Natalia Sanmartin Fenollera permite que el lector visualice el pueblo a medida que se han construido sus habitantes, “una especie de forajidos románticos” o “exiliados del mundo moderno en busca de una vida sencilla y rural”. 

En esta singular localidad, emparejada espiritualmente con un monasterio benedictino anexo, cabe de todo, desde un club socrático en el que se debate “en vivo o por entregas”, hasta una liga feminista para la que buscar marido resulta una actividad habitual, pasando por niños sin escolarizar que recitan a Homero o Esquilo, y en la que todo el mundo tiene su propio negocio, de modo que se vean liberados de las “limitaciones de todo asalariado”. Como uno de los personajes llega a apuntar, “uno no puede construirse un mundo a medida, pero lo que sí puede es construirse un pueblo”.

A este pequeño reducto “para exiliados de la confusión y agitación modernas”, llega Prudencia Prim, una mujer “intensamente titulada”, con una “nariz dotada de gran sensibilidad” y la permanente sensación de haber nacido en un momento y un ambiente equivocados. Con tan pesado equipaje, no es extraño que buena parte del libro verse sobre el choque que supone para ella tratar con tan extravagantes vecinos, pero, sobre todo, con su empleador, al que la autora no asigna nombre, sino que es descrito como el hombre del sillón (en un guiño a la escritora Elizabeth Von Armin y su libro Elizabeth y su jardín alemán).

Educación, literatura o religión son algunos de los temas que centran las muchas luchas dialécticas a las que se enfrentan la descreída señorita Prim (personaje, todo hay que decirlo, con el que resulta algo complicado empatizar) y su jefe, un especialista en lenguas muertas (domina alrededor de una veintena), al mismo tiempo que enamorado de la vieja liturgia romana. 

Y es que, como ocurre en las novelas de Jane Austen, de las que Sanmartin Fenollera se confiesa deudora, las diferencias, a veces, unen más que las coincidencias. Aunque la autora ha definido este libro, su primera novela, como un cuento para adultos, una especie de fábula en la que se recrea un lugar en el que cobran relevancia las pequeñas cosas y donde se aboga por la vuelta a una economía tradicional, simple y familiar; en muchas ocasiones, vira hacia la novela de tesis, empleando toda la artillería que está en sus manos para reforzar la idea de que otro mundo es posible, como por ejemplo cuando un personaje intenta explicar a Prudencia por qué en el pueblo la educación corre a cargo de los padres y no del colegio: “Si usted estuviese convencida de que el mundo ha olvidado cómo pensar y educar, si creyese que ha arrinconado la belleza de la literatura y el arte, si pensase que ha ahogado la fuerza de la verdad, ¿permitiría que ese mundo enseñase algo a sus hijos?”.

En cualquier caso, ideas como esta, más que una voz propia sorprendente o una narrativa hipnótica, son las que convierten a El despertar de la señorita Prim en un libro recomendable. De lectura fácil y planteamiento algo pueril, su fuerza, más que en su prosa, hay que buscarla en la necesidad de los lectores de sumergirse por unos días en este utópico pueblo. Además, estos también sabrán apreciar el amor de la autora por la literatura, refrendado por la propia profesión de la protagonista, pero también por las continuas referencias a autores o libros. En fin, un libro en el que muchos, más que leer, quisieran vivir.


miércoles, 14 de agosto de 2013

La biblioteca de mis sueños




Lo confieso: he robado. Pero no joyas, ni dinero, ni información privilegiada, ni helados, sino libros. Me crié en una casa de trabajadores analfabetos donde los únicos lomos en la estantería eran los del álbum de fotos de la boda de mis padres y el de un libro desmembrado sobre el drama de las mujeres de la familia Kennedy escrito por Pearl S. Buck, probablemente un regalo de la caja de ahorros por domiciliar la nómina intermitente de mi padre.

Quizá esa carestía fue la que, inconscientemente, hizo que, al cabo de los años, ya en la adolescencia, cuando empezaba a cambiar a los héroes del fútbol por los de la pluma, dedicara las tardes a saquear librerías, grandes almacenes y alguna biblioteca pública (de esto es de lo más que me arrepiento) con el fin de contar, al fin, con mi propia colección de literatura. El propósito era sumar volúmenes, y no tanto leerlos. Para eso, pensaba, ya habría tiempo. Todavía recuerdo el placer –más numérico que otra cosa- que sentí cuando pasé de los cien títulos. 

Con el paso de los años, sin embargo, lo de tener una biblioteca ha dejado de ser aquel anhelo que me abocaba al delito reincidente, aunque todavía fantaseo a ratos pensando que en la casa que la familia de mi mujer tiene en Ávila acabaré construyendo un retiro como el de Itzea, el caserón de los Baroja en Bera de Bidasoa, con sus papeles familiares, sus maderas lustrosas, sus maquetas de navío y tantos otros fetiches.

Sin embargo, el otro día, de visita en Lanzarote, volvió a entrarme el gusanillo. Paramos en Tías (cerca del turístico Puerto del Carmen) a ver la casa de Saramago. La vivienda es mantenida ahora por su viuda, Pilar del Río, para divulgar la obra del escritor portugués, que murió en 2010 después de casi dos décadas viviendo en la isla.

El chalet de paredes blancas, flanqueado por un jardín de cactus, palmeras y ceniza volcánica, airea algunas incongruencias con la obra de Saramago. Me sorprendió, por ejemplo, encontrar decenas de cuadros y objetos religiosos en la última morada de uno de los narradores más declaradamente ateos de las últimas décadas. Por lo que nos dijo Enrique, el guía descreído que nos enseñó la casa y nos invitó a café, Saramago era un devoto de los rastrillos de segunda mano y de las tiendas de antigüedades. 

También me llamó la atención la cantidad de cuadros, libros y piezas decorativas con que Saramago inundó cada rincón de la vivienda. Su literatura sintética y despojada, y el hecho de que eligiera para vivir un lugar tan seminal, agreste y apartado como Lanzarote –en otro tiempo lugar de exilio político-, me habían hecho suponer que este hombre viviría como un monje budista.
      
Al otro lado de la calle, en una casa grande y blanca que ahora da a la glorieta que lleva su nombre, Saramago mandó construir labiblioteca de mis sueños. Un amplio espacio rectangular, perfectamente organizado y protegido de la luz cegadora de Canarias, y donde descasan más de 15.000 volúmenes en varios idiomas y formatos, además de otros papeles y decenas de tesis sobre el escritor firmadas por investigadores de todo el mundo, en robustas y estilizadas baldas de madera clara. 

La sala está presidida por una enorme mesa de despacho donde Saramago debió pasar muchas horas “acariciando lomos”, como a él le gustaba decir, y dando cuerpo a sus últimas novelas. En la isla canaria, donde recibió a mucha gente, escribió El ensayo sobre la ceguera, La caverna o Todos los nombres, siempre desde la pantalla iluminada de un ordenador de ultima generación y mientras afuera el viento pertinaz traído por los alisios seguía modelando, con paciencia de artesano, el paisaje volcánico.


La línea moderna del mobiliario y el fondo amarillo chillón del retrato que preside la estancia, y que hizo del autor y su pareja el artista checo Jiri Dokoupil, contrastan con la quietud antigua del lugar, inundado por ese olor a sacristía que tienen las casas bien. Aquella mañana, de visita en la casa de Saramago en Tías, en Lanzarote, en el silencio meloso de su sala de lectura, bajo la mirada atenta de Cervantes, Camoens, Pessoa o Drummond de Andrade, me entraron ganas de echar allí el día, leyendo y regocijándome con la biblioteca que nunca tendré, y desoyendo a mis hijos, que soñaban con una playa de arena fina.