lunes, 29 de febrero de 2016

Poesía para leer en silencio


Javier Lerena publica el poemario 'El silencio en su hueco'
Javier Lerena, poeta de vocación y de verbo, ganó en noviembre pasado la I Edición del Concurso de Poesía “Manuel Cabral” con su poemario El silencio en su huecoEste concurso está organizado por el Centro Cultural Juan Bosch y la prestigiosa poeta dominicana Rosa Silverio, y está auspiciado por el Consulado de la República Dominicana en Valencia.
Licenciado en Filosofía, Lerena, cuya dedicación a la escritura no es profesional, ha ganado ya varios concursos de poesía, ha sido incluido en diversas plaquettes y antologías, y ha colaborado en diversas publicaciones. El autor posee un blog propio. Éste es su primer poemario y está publicado en Huerga y Fierro
La obra está estructurada en tres partes que comienzan con una evocación de la paz del útero materno (“acuática gravedad de otro mundo donde habita el silencio”), para dejarnos en la calma final de la muerte (“hasta aquí hemos vivido”). Entre ambos, el poemario se asoma a la vida y sus límites, no a través de imágenes sino de ideas y sugerencias. A través de lo minúsculo (gota, piedra, gusano, hoja, zarcillo…) y de lo ingente  (silencio, armonía, abismo, hueco, miedos, llanto, inquietud..). La dedicatoria “a mis padres” parece casi la única concesión al sentimentalismo
 No son poemas optimistas, de canto y de amor. No son composiciones de alegría exhibida, convexa ni estridente. Pero hay un atisbo de luz, de serenidad, de observación calmada y lejana. Las poesías son muy breves, con una sintaxis sencilla, pero con un léxico escogido, rico y vibrante. El autor confiesa que intentaba encontrar la manera de que “el comienzo no permita prever el final”.
 Es además un poemario abierto, para leer en cualquier “hueco” y que permite alcanzar con cada lectura un significado renovado, una sugerencia sobre nuevos matices y alusiones. Para terminar os transcribo mi preferido, aunque probablemente no el más representativo:

“CAMINAR con la cara al cielo
pisando tierra derramada

sentir extenderse azul en domingos plenos

poder reír
el corazón cuajado

no llamar por su nombre a tanta luz  
no romper su sonido”

miércoles, 24 de febrero de 2016

Por qué somos los españoles tan ineficientes



A propósito de la lectura del libro de 
Carlos Sebastián 'España estancada'

El enchufe sigue siendo la primera vía de acceso a un trabajo en España. Hace unas semanas se publicaban los resultados de una macroencuesta (más de 13.000 alumnos consultados en 46 campus privados y públicos de todo el país) que decían que más de un tercio de los universitarios recurre a los conocidos para hallar empleo. Es la vía más rápida y segura, muy por delante del contacto directo con las empresas, los portales especializados o los servicios de prácticas de las universidades, los COIE.

Es una disfunción inasumible y lanza un mensaje bastante desalentador, pues al final lo que se les dice a nuestros jóvenes y, por extensión al resto de la sociedad, es que los méritos son secundarios y la igualdad de oportunidades una quimera. Y que, en su lugar, lo que cuenta por encima de todo son las relaciones, en muchos casos determinadas por el nivel económico heredado y por las posibilidades de los padres y de la familia. Estamos ante una manifestación más del bajo rendimiento económico que tiene el conocimiento cualificado en España.
También el dato deja en evidencia la gestión de las universidades, y concretamente de sus oficinas de orientación laboral y colocación, los famosos COIE, que en algunos campus son inexistentes y que en otros siguen sin conectar a los alumnos con las empresas que les podrían contratar.
La pervivencia desde la noche de los tiempos del enchufismo es una muestra clara de que en este país fallan sobre todo las instituciones y los incentivos, y no tanto la formación de los alumnos o incluso las inversiones destinadas a educación, por más que en los últimos años se hayan resentido y los recortes hayan sido drásticos.
Carlos Sebastián, catedrático de Economía con experiencia en la política y que fue primer director de Fedea, ha escrito un libro, España estancada, por qué somos tan ineficientes, que insiste en la idea de que nuestro gran problema está sobre todo en el marco institucional, en las normas y leyes que nos hemos dado para organizarnos.

Sebastián sigue la tesis de Acemoglu y Robinson (Por qué fracasan los países) de que la prosperidad de un país depende mucho más de sus instituciones y de la confianza que tengan sus ciudadanos en ellas, que del petróleo o el gas que tenga su subsuelo, la posición estratégica, la cultura que atesore o el clima que disfrute, por benigno que éste sea.
En este sentido, la historia reciente de este país es un fracaso reiterado si se atiende al desarrollo de su armazón institucional. Desde principios de los 90, mantiene Sebastián, España sufre un deterioro imparable. El impulso reformista de la Transición se fue perdiendo con los años y, en su lugar, empezó a consolidarse un estado clientelar, jurídicamente inseguro y profundamente ineficiente. 
Al cabo de los años, las consecuencias son conocidas por todos: las cúpulas de los partidos han colonizado una buena parte de la vida pública y han neutralizado o eliminado los organismos de control, creando una estructura clientelar por todo el país; los políticos también han intentado ocultar sus intereses con una producción legislativa elevada y bien publicitada, pero confusa y de escasa calidad; y también ha pervivido y medrado una élite empresarial alrededor del poder político, de oscuros contratos públicos y del BOE.
Carlos Sebastián ha escrito un libro bien documentado y que, pese a su corta extensión (algo más de 200 páginas) baja al detalle jurídico y económico para ilustrar los males del reciente diseño institucional español, que, por poner unos cuantos ejemplos, se ven a las claras en la mal planteada y escasamente efectiva Ley de Emprendedores, lanzada a bombo y platillo por el Gobierno para promover la actividad empresarial en tiempos de crisis; en las mil y una modificaciones de la Ley Concursal; en el indefectible retraso con que se adaptan las directivas europeas por estos pagos; en la defensa de los intereses de las grandes empresas que destila la regulación energética en España; en el oscurantismo que dominan los contratos públicos o en los fraudes de ley en que incurre la propia Administración, que, sin ir más lejos, incumple reiteradamente la legislación en materia de plazos de pago, abocando a la bancarrota de tantas pymes y autónomos.
Volviendo al tema de la educación, Sebastián insiste en que, llegado a ciertos umbrales de inversión, los incrementos del gasto se notan poco en la mejora del sistema, y que son más efectivos cambios institucionales que tienen que ver con la gestión de los centros y el incentivo del trabajo de los profesores y del esfuerzo de los alumnos. 
Sebastián cree que está sobrevalorada la relación entre educación y crecimiento económico. Y que la ecuación se escribe más bien al revés. Será una sociedad de leyes claras y justas, basada en el mérito y el esfuerzo y en la audacia de sus empresarios, la que tirará necesariamente del sistema educativo.

Desgraciadamente, estamos en una economía que valora poco la competencia y el esfuerzo y que considera sobremanera la cercanía al poder y las relaciones de amistad, el dichoso enchufismo que hoy sigue siendo la vía más segura para conseguir un empleo o ascender en el escalafón. Algo que tan bien siguen entendiendo nuestros universitarios. Y eso, me temo, es un nefasto mensaje y son malas noticias para todos en el largo plazo.

lunes, 15 de febrero de 2016

Femenino plural



A propósito de 'Todo ese fuego', de Ángeles Caso


Sumergida en una época en la que muchas féminas creen que mostrar sus tetas en la capilla de una universidad o exhibir a un hijo (o hija) en los escaños de nuestro templo de la democracia es la mejor manera de defender los derechos de la mujer, leer un libro dedicado a las hermanas Brontë, como es Todo ese fuego, de Ángeles Caso, te hace reflexionar acerca de cuánto nos pueden enseñar aún unas señoras que vivieron casi dos siglos antes que nosotras, en la Inglaterra victoriana y en un ambiente rural que marcaba, a fuego, que la frontera de cualquier vocación femenina se ubicaba en el felpudo de su hogar.

Charlotte, Emily y Anne, las Brontë, podrían servir de perfecta imagen de pancarta de cualquier proclama feminista. Empujadas y educadas por un padre, completamente atípico, que en pleno siglo XIX cree que sus hijas tienen que crecer libres y cultas, se convirtieron, talento mediante, en féminas absolutamente brillantes. Este progenitor, reverendo para más inri, les concede libertad completa para leer todo lo que les apetezca y para debatir asuntos religiosos, sociales y políticos. 

Con un par (en este caso, sí, de buenas tetas). Y las “niñas” responden: piensan por sí mismas, sueñan, crean, sufren y… como bien señala Ángeles Caso, “escriben, y escriben, y escriben, y dejan que la voz de la imaginación las dominase”. Ahí es nada a mediados del XIX. Eso sí que es reivindicar la identidad femenina.

Acuciada siempre por la falta de dinero y por la estrechez económica, la familia Brontë, a la que hay que unir un calavera de hermano (el más talentoso si hacemos caso al sentir de las muchachas) y dos hermanas que fallecen adolescentes, siempre se mueve en el terreno de “lo políticamente incorrecto”. Las tres Brontë sufren si tienen que abandonar el hogar familiar, escriben juntas, no creen que pasar por el altar sea la única manera de dar sentido a una vida y viven en unas condiciones absolutamente inadecuadas para dar a luz unos libros tan increíbles. Pero lo hicieron. Y no una sola sino el trío. 



Parieron tres pedazos de novelas (hay más) que aún hoy te revuelven las tripas: Cumbres borrascosas, Jane Eyre y Agnes Grey. Una triada que se erige en arenga feminista sin pretender serlo, lo que le concede mucho más valor. Y razón. Novelas con féminas rebeldes, con ideas propias y que huyen de la sumisión. Y publicadas en la Inglaterra que se pinta sin sufragio femenino y sin apenas mesas en las aulas para las mujeres.


Todo ese fuego defiende, sin ninguna pretensión de rigor histórico (aunque sí está adecuadamente documentada), que la fuerza creadora, cuando se desata, desborda cualquier dique. Y está por encima de cualquier género. Ángeles Caso nos conduce con agilidad por la historia novelada de la familia Brontë, parándose más en lo que sentían que en lo que hacían. 

El hilo conductor principal es Charlotte (que escribe Jane Eyre) y que se erige en la hermana más reivindicativa. Es ella la que las empuja a publicar (bajo seudónimo masculino, por supuesto) y la que encuentra, primero, el éxito. Anne sí que llega también a paladear el reconocimiento, pero Emily, la autora de Cumbres borrascosas (con mucho, el libro más rotundo, más rebelde y más perturbador) muere sin saber que con los años se convirtió en una novela de culto. 

No creo que le importara lo más mínimo. Como tampoco le importaría que tras su muerte y la de Anne, prematuras ambas, Charlotte decidiera desvelar que en lugar de tres hermanos (hasta en el engaño se mantuvieron juntas) las autoras verdaderas eran un trío femenino. Sin ínsulas feministas hicieron más por las mujeres que algunas que portan pancartas. A veces, de verdad, es mejor enarbolar libros como símbolo reivindicativo. Eso sí, después de leerlos. 


lunes, 8 de febrero de 2016

La enmienda al pasado de Miguel-Antxo Murado



A propósito de la lectura de
'La invención del pasado', de Miguel-Antxo Murado


Una escena. En Misión Imposible 2, nada más empezar la película Tom Cruise llega a una Sevilla un tanto siniestra y oscura, donde hay gente bailando en la calle y quemando cosas, y donde la Semana Santa se mezcla con las Fallas valencianas. Puro (y habitual) kitsch hollywoodiense, pero que a uno, quizá por la familiaridad con el escenario, no deja de producirle vergüenza ajena.

Otra escena. Durante el rodaje de El Cid, de Anthony Mann, en 1960, vemos cómo un joven y guapo Charlton Heston, que encarna a Rodrígo Díaz de Vivar, le tiende una espada a un anciano de aspecto venerable que la mira cortésmente. Se supone que es una réplica exacta de la tizona que blandió el héroe castellano. El anciano es Ramón Menéndez Pidal, patriarca de la historia y la filología española de buena parte del siglo XX.

El periodista y escritor gallego Miguel-Antxo Murado publicó hace un par de años un libro interesante, La invención del pasado, que se puede encontrar sin problemas en librerías y que muestra hasta qué punto la Historia de España y, por extensión, las historias oficiales de muchos países, son en una parte sustancial una mera invención, un pastiche de datos y elementos ciertos, menos ciertos, dudosos y claramente falsos, tendente a explicar y legitimar una cierta visión del presente, y no tanto a acercarnos de forma cabal al pasado.

El libro de Murado es una enmienda a la totalidad del relato histórico vigente, y en sus algo más de 200 páginas el autor se encarga de desentrañar los intereses que lo han hecho posible. Murado nos recuerda que una gran parte de la historia de este país y de las narraciones que la jalonan data del siglo XIX, un periodo que coincide con el auge de los nacionalismos y la necesidad de los estados-nación europeos de contar con un relato compartido (y admirado) por todos sus compatriotas.

Murado sigue la pista de los cuatro o cinco historiadores que en España se han encargado de construir ese relato nacional, una línea que va del Padre Mariana a Menéndez Pidal, pasando por romántico Modesto Lafuente. La literatura y sobre todo la épica se mezclan más de la cuenta en los relatos de la Historia de España con las fuentes originales y los datos contrastados por la historiografía más rigurosa para dar fuerza a unas narraciones que sospechosamente se repiten una y otra vez, y que insistentemente mezclan héroes arquetípicos, invasiones de extranjeros y restauraciones del orden. Armazones argumentales que aparecen aquí y allá, y donde casi lo único que varían son los nombres de los protagonistas y los detalles secundarios. Puro Hollywood, nos viene a decir Murado.

Murado pone en cuestión casi todo en La invención del pasado. La victoria de Pelayo ante los moros es la fábula de un monje que mezcla vidas de santos y escenas bíblicas. La batalla de las Navas de Tolosa está sobrevalorada, como la unión de Isabel y Fernando (“tanto monta, monta tanto…”), en la que siempre se ha querido ver el embrión del actual estado español. La “tormenta milagrosa” que acabó con la Armada invencible en las costas británicas no fue tal. La insistencia de Sánchez Albornoz de emparentarnos con los visigodos, y, por extensión, con la pureza de raza alemana, es una perversión interesada de su tiempo. También nos recordará Murado que Menéndez Pidal modificó el Cantar del Mío Cid para hacerlo parecer más antiguo y auténtico, al objeto de convertir al protagonista del poema en el héroe fundacional al que una gran nación europea no puede renunciar. Y así ad nauseam.

Además, estas perversiones, que se han incrustado en el saber popular, luego han encontrado eco en las obras hasta nuestros días de pintores, escritores o cineastas. Artistas que, lejos de cuestionar el viciado relato original, han ahondado en el mito, muchas veces por estar al servicio de los poderes públicos interesados en mantener ese relato y otras por el deseo de conectar con una audiencia amplia.

La rendición de Breda, de Velázquez, es realismo engañoso. Ni las lanzas que dominan el cuadro se usaban por la época, ni hubo siquiera batalla y rendición donde se nos cuenta. Murado también se detiene en la imagen de héroe sabio y a contracorriente que hemos heredado de Cristóbal Colón, y que todavía pudimos ver en las películas que con dinero público se hicieron con motivo del quinto centenario del descubrimiento de América. También duda de esa imagen que nos ha llegado de Goya como “periodista gráfico” de su tiempo, o del relato de pasión y fervor revolucionario que aborda Garci en la superproducción “Sangre de mayo” para conmemorar el segundo centenario de unos de los tantos levantamientos que hubo en Madrid contra las tropas francesas. O de la que da Vicente Aranda de la reina Juana la Loca en 2001, a la que presenta en su película como una celosa patológica.


En fin, supongo que muchas de las tesis del libro de Miguel-Anxo Murado son discutibles, pero su lectura es recomendable y supone una sana inyección de escepticismo. Murado demuestra que gran parte de ese relato histórico generalmente aceptado, que nos ha llegado en muchos casos por libros de texto, por el trabajo de algún especialista o por obras artísticas muy reconocidas, es pura leyenda urbana. Definitivamente, después de leer La invención del pasado, contemplar un cuadro en un museo, escuchar un relato fundacional o ver una película "histórica" ya no será lo mismo.