jueves, 30 de abril de 2015

El turismo de masas, visto por Foster Wallace





Reconozco que antes de ponerme a escribir esta reseña pensé en seguir el hilo de Marilés y reflexionar sobre las razones por las que sólo he sido capaz de leer Rayuela en formato lineal y abundar sobre lo mucho que me ha acomplejado esta incapacidad. Es un decir, hay cientos de libros que soy, he sido y seré incapaz de abordar. 

También se me ocurrió que podría hablar sobre las últimas óperas a las que he acudido, incluida El Público de Lorca, que desprende un fuerte aroma morteriano, el del ya fallecido y cuestionado director artístico del Teatro Real que, en su ocaso, consiguió poner patas arriba una institución arcaica e inmovilista como pocas, con el olor a rancio como santo y seña. 

Todavía recuerdo los sonoros abucheos a los montajes escénicos de Alceste -con morgue y escena erótica incluida- o los silbidos contra la videoinstalación de Bill Viola en Tristán e Isolda, frente al atronador y unánime aplauso dispensado a Plácido Domingo y Ainhoa Arteta en un Cyrano de Bergerac decimonónico y acorde con las normas y etiqueta exigida.

Otro tema recurrente tiene que ver con la famosa cuota o paridad de género, que incluye una crítica nada soterrada al propietario del blog, ante la manifiesta y descarada ausencia de reseñas de libros de autoras y escritoras sean de la época que sean. Quizás es que aborden temáticas recurrentes, sean más lineales o que provoquen en el lector una reticencia o barrera perceptible por el mero hecho de ser mujeres. ¿Quieren comprobarlo? Prueben a leer Los enamoramientos o El jinete polaco pensando que quien lo escribe es una mujer y saldrán todos los prejuicios del mundo. Yo lo hice y aparecieron igualmente a pesar de declararme feminista de pro.

También quedó en el intento mi firme propósito de hacer un comentario sobre Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de Foster Wallace, un encargo periodístico que devino en una de las críticas más demoledoras y mordaces contra la democratización del turismo que representan los cruceros. El autor de La broma infinita  realiza un somero estudio de los gastos y costes que supone un crucero y dedica las ciento y pico páginas del librito a intentar averiguar de donde proceden los beneficios que ganan las compañías navieras.

El libro arranca con una descripción hiperrealista y ruselliana de la sala de espera donde aguardan los pasajeros antes de ser embarcados. Wallace describe de la misma forma  minuciosa tanto la textura y color de los asientos, como el aspecto gris de las parejas de jubilados del medio oeste americano, blanco de su crítica más corrosiva. La sucesión de individuos vacuos y cosificados son descritos como un grupo de seres alienados a la búsqueda de la felicidad perdida y nunca encontrada.
 
El texto también incluye escenas divertidísimas sobre los infructuosos intentos del autor por desentrañar el misterio del camarote siempre limpio y la camarera de habitaciones invisible, con la que nunca consigue coincidir a pesar de sus denodados y repetidos esfuerzos por descubrirla. Más corrosivo es el análisis de las personalidades y caracteres de sus compañeros de mesa en las sucesivas e interminables 'cenas del capitán', a las que Wallace se ve obligado a acudir con el mismo y único traje pasado de moda que tiene disponible, cada vez más mugriento y arrugado.

Wallace construye un elaboradísimo documento, perfectamente válido para hoy en día, fruto del exhaustivo examen que realiza sobre el crucero y en la que pone el énfasis sobre la ingente cantidad de tripulación destinada a atender a los pasajeros (casi dos por uno) o los interminables recursos dedicados al ocio por parte de esta industria de la hospitalidad profesional en lo que parece una espiral sin fin por entretener hasta la extenuación a los jubilados de California. Esa enorme catarata de gastos sólo puede entenderse si resulta rentable, por eso Wallace elabora su tesis en base al supuesto de que las bebidas alcohólicas permiten alcanzar los ansiados beneficios.

El autor de este ensayo se suicidó ahorcándose el 12 de septiembre de 2008 después de un dramático vía crucis y el descubrimiento de que el antidepresivo que había dejado de tomar por sus graves efectos secundarios ya no le hacía efecto.




miércoles, 22 de abril de 2015

El mundo según Iñaki Uriarte



El tercer tomo (tomito, más bien, de 120 páginas editadas con generosos márgenes y saltos de línea) de los diarios de Iñaki Uriarte se lee con auténtico placer, pero también con la inquietud de saber que se nos acabará pronto. En tres o cuatro horas irremediablemente daremos cuenta de los pensamientos que Uriarte llevó al papel entre 2008 y 2010.

Sé de alguno que para seguir disfrutando de la prosa precisa y puntiaguda de Uriarte han optado dejar estos libritos de pensées en la mesa de noche para releerlos una y otra vez, o, si van de viaje, lo meten sin falta en la maleta. Como el propio Uriarte creo que hace con su admirado Montaigne.

En un mundo de las letras que, como todos, anda contagiado por la hiperactividad y el presencialismo enfermizo, sorprende un tipo como Iñaki Uriarte, que rehúye el esfuerzo y casi la escritura, y que aparece más bien poco por los medios y, en cualquier caso, mucho menos de lo que sus silenciosos seguidores quisieran. Y también sorprende Uriarte (crítico de libros del diario El Correo) por su afán de ser claro en cada línea y conciso en cada entrada.

“Tener buena letra significa en primer lugar tener una letra clara. Escribir bien debería significar en primer lugar lo mismo, ser claro. Que la letra y el estilo resulten además “personales”, “originales”, “bonitos”, “artísticos” o “elegantes”, vendría después”. Interesante declaración de intenciones en un país tan dado al circunloquio, el enredo o el exhibicionismo de la erudición, aunque esto cada vez menos.

En el tercer volumen de sus diarios, Uriarte se pregunta por el sentido de la propia escritura y nos habla de las dudas y nerviosismo que le causa el saber que lo que dirá luego será leído por algunos. Otro Bartleby en potencia. En las entradas, casi siempre cortas (excepto cuando escribe de literatura –deformación profesional quizá-), Uriarte desvela las paradojas del discurso oficial, del nacionalismo vasco, de eso que se llama “el sentido común”, de lo políticamente correcto o de la sensiblería establecida. Y también habla de sus viajes, una de sus aficiones.

También recurre a una punzante ironía para volver a hablarnos de su familia (de emigrados vascos a Estados Unidos) y de sus amigos, y de las miserias de la vejez en la vida de uno y del efecto abrasivo del paso del tiempo en las relaciones. “Una semblanza solo es interesante si se consignan en ella las ridiculeces”, nos dirá en algún momento, citando a Cioran.

En fin, Uriarte hace un sincero ejercicio de introspección, sin impostar la voz y sin pretensiones de  gran literatura. Ahora, a esperar a la próxima entrega de sus diarios, aunque, al ritmo que va, no me extrañaría que tardara otros cuatro o cinco años en volver a publicar. Mientras tanto, queda releer, por lo menos por la paz de espíritu que deja tanto contrapunto.  


La vida según Uriarte, en cuatro o cinco entradas:

Yo pensaba haber publicado un diario “socialmente incorrecto”, con unas cuantas opiniones no muy acordes a las ordenanzas, pero esto no parece haberse visto, o no se le ha dado importancia. Debe de haber algo en el tono, en el estilo, o en lo que sea, que me ha permitido decir que he vivido como un “okupa”, tomo drogas, abomino del trabajo y creo que no hay que tener hijo, sin que por ello se me caiga el pelo.
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Contrariamente a lo que sucede a muchos, yo no tendría ni la menor gana de escribir sobre mi infancia y mi adolescencia. Entre otras cosas, porque no me acuerdo de casi nada, y de lo que me acuerdo es muy vulgar.
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Como todas las tiendas, me agobian las librerías. Y recuerdo haber dejado de frencuentar una por culpa de las entusiastas e interminables sugerencias del librero. No voy a bibliotecas públicas. Me importa muy poco el olor y el tacto de los libros, los subrayo, escribo en sus márgenes, doblo las esquinas de las hojas. Algunos acaban destrozados. Los libros de viejo me dan aprensión e incluso un poco de asco. No me importa tirar libros a la basura. Cada vez tengo más.
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Con un pantalón claro y un Lacoste azul marino, me miro al espejo. Me recuerdo a aita. En verano vestía así a menudo. Ama le compraba los primeros Lacoste en San Juan de Luz. Todavía no los vendían en España. Aita mandaba a ama que les quitara el cocodrilo. Hay gente que ha tenido relaciones muy enrevesadas con su padre. Yo, no, aunque también es verdad que no lo conocí mucho. Y, sin embargo, mi sensación es que aita soy yo mismo. Y a medida que pasan los años, más. Tal vez acabe diciéndole a María que me quite el cocodrilo.
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Me cruzo con el padre de M. por la calle. Nos saludamos, creo que con especial cordialidad. Los dos somos personajes importantes en el libro de cuentos que acaba de publicar su hijo. Los dos quedamos fatal. 

martes, 14 de abril de 2015

A vueltas con el padre




A propósito del último libro de Fernando Marías


Abundan muchos los novelistas que, en vez de buscar en el ancho mundo exterior el hilo argumental y los personajes de sus historias, bucean en la familia y en los recuerdos para sacar adelante sus libros, mezcla en muchos casos de realidad y ficción. Es el caso de uno de los descubrimientos editoriales de la temporada, el de Milena Busquets, que se enfrenta al dolor que le deja la muerte de su madre, la editora Esther Tusquets, en También esto pasará, editado por Anagrama.  

Y es que las relaciones paterno-filiales dan para mucho. Al fin y al cabo, gran parte de la mejor literatura se asienta en las grietas de ese vínculo irrenunciable, tormentoso y feliz. Pienso en el teatro de Arthur Miller o del omnipresente estos días Chejov, autores que ofrecen una visión gris y descarnada de la paternidad. O también en libros más próximos que me han gustado, como Tiempo de vida (Marcos Giralt Torrente), Ojalá octubre (Juan Cruz) y en este de Fernando Marías, La isla del padre.

El libro de Fernando Marías, Premio Biblioteca Breve 2015 de Seix Barral, llegó a mis manos casi por casualidad, pero es todo un descubrimiento. No había leído nada del autor (que por cierto no tiene nada que ver con Javier Marías) y me ha emocionado su sinceridad, la valentía que muestra para volver a los momentos culminantes de la relación con su padre, marinero de profesión y cabeza de familia casi siempre ausente. El relato vuelve una y otra vez a los encuentros y desencuentros -o a las palabras no dichas- que padre e hijo tuvieron durante casi 60 años. Y destila la amargura, atemperada por la experiencia, de un Marías que se reprocha el tiempo perdido y pide perdón por los destrozos que la ingenuidad y el furor adolescente de otra época dejaron en la casa paterna.

Estamos ante un ejemplo de literatura como redención. “El gran éxito está en tener la lucidez y la paz interior para rememorar lo que fui y los pasos que di”, reflexiona Fernando Marías en un momento de unas memorias que también son un canto de amor al cine de alguien que se convenció de que su trabajo era contar historias viendo westerns en su Bilbao natal, en aquellas tardes de domingo y de verano en que la pantalla grande se convertía en la puerta de la imaginación.

La isla del padre es también un libro sobre la fascinación que en los niños provoca la vida imaginada o imaginaria de los mayores. De ahí que la figura del padre, en principio un ser extraño, se convierta, en la cabeza del joven Marías fascinado por el cine, en un bravo marino curtido por miles de travesías y muchas tormentas en alta mar, en un espía o, mucho más tarde, en un misterioso hombre con una vida paralela en Madrid o en Buenos Aires.


Marías ha escrito bien un libro que entretiene y que rememora sobre todo la España de los sesenta. También es hábil el autor para recurrir constantemente al flash back y a la mezcla de planos temporales, subrayando que la vida es pura casualidad y que, sin embargo, los actos y los pensamientos de hoy están íntimamente ligados a los que tuvieron lugar hace un siglo, cuando sus antepasados llegaron a la casa familiar de Bilbao. Esa misma casa en la que él escribe las líneas de este libro, justo después de la muerte de su padre, a modo de despedida. 

En La isla del padre, la guerra civil, la posguerra, el descubrimiento de Madrid en los primeros años setenta por parte de un joven con ganas de triunfar o la propia muerte del progenitor en 2013, son secuencias de una misma película hilada por los recuerdos, muchas veces dolorosos, y la imaginación del cinéfilo que acabó en la literatura.  


No obstante, en algunos momentos el relato (muy bien escrito) pierde fuerza y convicción porque no explica suficientemente lo que cuenta o porque deja que la bruma de la desmemoria se apodere de la narración, quizá para envolver de misterio a la figura del padre. Así, nos dirá el autor que en su juventud fue un tipo “irresponsable, desordenado y moralmente suicida”, sin que nos aclare qué le lleva a un juicio tan severo, y hasta qué punto esa mala vida entorpeció la relación con el padre, que es eje de todo el libro. 

martes, 7 de abril de 2015

Por qué no pude con el mejor libro del año



'Así empieza lo malo' o cómo perder el miedo escénico a Javier Marías


Enfrentarme a una novela de Javier Marías siempre me había producido un considerable miedo escénico. Aunque algunos fieles me aseguran que es un dechado de ironía y simpatía en sus conferencias, el personaje destila un considerable aire de soberbia que me hace tiritar ante sus libros —bien atemperada, eso sí, por esa inteligencia que nadie duda que posee a espuertas—.

Si además la osadía lectora coincide con que has escuchado alguna declaración, marca de la casa, en las que proclama que “vivimos en una época tonta, especialmente estúpida” y que gran parte de la gente muestra “una enorme pereza mental”, acometer la lectura de una obra suya me recordaba al temor que deben sentir los jugadores del Elche —o cualquier otro equipo de fútbol cuyo presupuesto completo no alcanza lo que se trajina Cristiano en la celebración de su cumpleaños— cuando pisan, por primera vez, el césped del Bernabéu.

 Acaricias la portada, te atreves a voltearla y arrancas a leer impresionada todavía por el autor que fue capaz de decirle “no” al Nacional de las Letras. Manejé como pude este temor escénico en Mañana en la batalla piensa en mí —quizás fuera que Shakespeare ejerció de talismán— y empecé a tirar a puerta en Corazón tan blanco, en el que el color inmaculado ayudó, sin duda, a desentumecer mi escasa inteligencia.

En la siguiente ocasión, perder su libro de relatos en una estación del metro de Madrid y no acudir corriendo a repararlo en la Fnac de turno, me empezó a dar alas para empezar a tratarle de tú a tú. Con Los enamoramientos comprobé, sin más, que el público del Bernabéu, siempre exigente, empezaba a emitir los primeros silbidos reprobatorios y yo, mientras, empezaba a practicar un cierto “tiki-taka”. Con Así empieza lo malo, literalmente, le he metido un gol por toda la escuadra. Con desparpajo, sin contemplaciones, elevando la pelota. Aunque haya sido proclamado como el “mejor libro del año” —o campeón de Liga para seguir con el símil—-.

Este último partido versa sobre el encargo que un director de cine, Enrique Muriel, le hace a un joven, de apellido De Vere, para que indague sobre el comportamiento, al parecer indecente, de un amigo suyo. Una trama aderezada, tema recurrente de Marías, con el relato de la relación, tortuosa y que también parece esconder algún secreto, que el tal Muriel mantiene con su esposa Beatriz. Hasta ahí la sinopsis.

Y a continuación, la puesta en escena, que se convierte desde el primer momento en una sucesión de lo que denomino “marierismos”, es decir, páginas, páginas y más páginas satinadas de esa prosa, perfecta en su puntuación, pero que deambula, gira, da vueltas y desemboca en algo parecido a un acontecimiento. O a un pensamiento. O a un diálogo. Si en otras novelas bajo esta técnica prodigiosa late una historia, más o menos original, o conoces a un personaje que te atrapa hasta el final, en “Así empieza lo malo” la contorsión literaria de Marías conduce, inexorablemente, al aburrimiento. Un ejemplo: dedica 10 páginas —página arriba, página abajo— para relatar un encuentro, de apenas 10 minutos, entre el matrimonio protagonista, del que es testigo De Vere.


El aburrimiento es, sin género de dudas, el peor sentimiento que puede generar un escritor en el lector. Y este libro destila tedio. Al menos, hasta la página 142, que fue el momento en el que se produjo mi golazo. Decidí decir basta y no seguí jugando ni, por tanto, leyendo. 142 páginas en las que no sucede apenas nada; o, más bien, nada que me interese. 142 páginas que me bastaron para perder el miedo escénico y empezar a proclamar, sin que te tachen de inculta o de lectora compulsiva de bestsellers, que el genio de Marías me llevó al aburrimiento. Así no se puede seguir jugando. Ha sido, quizás, un tropezón en su camino hacia el Nobel. Aunque, luego, también le diga que no.