domingo, 29 de noviembre de 2015

Elogio de la desilusión



A propósito de la lectura de 
'Biografía del silencio' de Pablo D´Ors
Mi llegada a Biografía del silencio dePablo D´ors no pudo ser más antitética con lo que el propio autor proclama en el libro. Leo una entrevista con D´Ors en El Mundo e inmediatamente voy a Amazon y compro la versión electrónica del mismo (por cierto al ridículo precio de $4,90). Sucumbo al deseo compulsivo y a la gratificación inmediata que es una de las cosas que, implícitamente D´Ors rechaza en su libro.

Bien podría haberse llamado Elogio de la desilusión en lugar de Biografía del silencio este libro acerca de las posibilidades que ofrece meditar para llevar una vida plena. Escrito con una prosa cercana y asequible propone sumergirse, que no refugiarse, en el silencio y en la autoconsciencia como forma de acceder a la realidad.

El libro tiene muchas virtudes pero, en un mundo lleno de falsas promesas, una de las principales sea demostrar que un libro puede ser de autoayuda, aunque el autor probablemente se rebelara con razón contra el uso de esta terminología, sin caer en la indignidad. Para empezar, al contrario que los tradicionales libros de autoayuda, el autor niega la mayor, que no es otra que el hecho de que los problemas que nos plantea la vida tengan solución como sugieren la mayoría de los vendedores del Bálsamo de Fierabrás. Vivir va a seguir consistiendo en sentir que uno no ha desarrollado todo su potencial en la vida, que nuestras mujeres o maridos no nos entienden, que nuestros hijos nos decepcionan o que envejecer es un fastidio. Y eso está bien.

Aparte, o como forma de ajustar las expectativas vitales, Pablo D’ Ors sugiere la meditación, que no es nada más ni nada menos que sentarse en un banco o un cojín en una habitación vacía y en silencio, tal vez a la luz de una vela, durante tiempo indeterminado para observarse a uno mismo. La meditación bien hecha lleva a la persona a aceptar los beneficios que reportan los infortunios como forma eliminarlos ya que su imposible solución no constituye un desafío.

El autor, nieto del filósofo Pablo D’Ors, sacerdote y recientemente elegido por el Papa miembro del Consejo Pontificio de Cultura del Vaticano, se desnuda para contarnos su experiencia en el mundo de la meditación. Aunque no reniega de su condición de cristiano, curiosamente el libro utiliza un lenguaje más zen que bíblico, cosa que fastidia a algunos. Lo realiza con seguridad, pero sin arrogancia, con certezas pero admitiendo numerosas dudas, manifestando su gozo, pero sin desmentir la existencia de aguas procelosas en el intento. De hecho, uno de sus presupuestos es que lograr la absoluta consciencia de ser es casi imposible y solo se manifiesta, lo admite a título personal, en escasas ocasiones. Pese a todo apuesta por seguir intentándolo en lugar de conformarse con las migajas que nos ofrece la vida del hacer.

En un mundo dominado por la cantidad, D´Ors apuesta con valentía por la calidad, con frecuencia por lo mínimo. A mí, que nunca he meditado, me cautiva el pensamiento a contracorriente de D´Ors que confirma mis sospechas, cuestionando los lugares comunes de la época que nos ha tocado vivir. Niega la importancia per se de vivir nuevas experiencias, de viajar, de estar siempre en movimiento, involucrados en nuevos proyectos, planificando el futuro. La meditación propone lo contrario, que el tesoro principal sea haya en no huir de uno mismo en el presente, estar en una habitación vacía (sí, quizás la dichosa habitación vacía a la que se refería Pascal), en disfrutar del silencio, de la quietud, del existir en estado puro. El que prueba mucho, el que está en muchos sitios, el que cambia un montón no sólo no vive sino que se aleja de si mismo y de la vida.

Todo ello, D´Ors lo cuenta con sinceridad, sin amaneramientos y en un lenguaje transparente como el silencio, al que uno escucha de forma distinta cuando acaba la lectura de la obra.



domingo, 22 de noviembre de 2015

Libro de papel para rato


Buenas noticias para los aficionados al libro en papel o los que, como yo, se convirtieron en su momento en fetichistas del formato y han pasado buena parte de su juventud y de la edad adulta buscando joyitas entre anaqueles.
Los últimos datos nos dicen que el libro en papel ha aguantado el vendaval de Internet. Al contrario de lo que ha pasado con la música o el cine, que han sucumbido a la venta online y han naufragado en ese inmenso mar que es la piratería, el libro de toda la vida sigue siendo hoy la primera demanda de los lectores en todo el mundo.
Ni siquiera en Estados Unidos los e-books van camino de comerse al papel. Un artículo publicado hace poco por Guillermo Altares en El País, que recopilaba datos sobre el tema, recordaba que sólo un 20% de la facturación del negocio editorial en la patria de Amazon es online. En España, estamos en el 10%. Aquí, además, sólo un 17% de los lectores lee sobre una pantalla de tinta electrónica, mientras que un 58% prefiere la celulosa de siempre.

Muchos -y me incluyo- temieron los peor hace unos años, cuando se produjo el boom del libro electrónico. Recuerdo unas navidades en que a Sony se le agotaron literalmente las existencias de e-readers, y no había lector que se preciara que no llevara un Kindle bajo el brazo.

De repente, en el metro, en el autobús o en la cola del médico, todos cambiaron el periódico en papel y los mamotretos de 1.000 páginas de Ken Follet, Stieg Larsson o Jean Marie Auel por ligeros, aunque siempre arcaicos y poco funcionales, lectores digitales. Lectores digitales cargados, en muchas ocasiones, con decenas de miles de títulos por los que nunca abonaron un euro.
Pero las peores profecías no se han cumplido. Todo indica que el libro en papel no va a ser una reliquia en 2020, o un artículo de lujo para un 10% de lectores caprichosos o nostálgicos. El libro en papel seguirá siendo mayoritario porque es un artilugio estupendo y muy funcional, y además puede ser una excelente obra artesanal que se disfruta con todos los sentidos.
Que conste que uso pantallitas de todo tipo, incluso en el reloj, para organizarme la vida y estar al día de lo que pasa. Pero la lectura reposada y de largo alcance, mejor entre aromas de tinta, papel y cartón.
Incluso Amazon, la mayor librería virtual del mundo y uno de los grandes impulsores en su momento del libro electrónico, gracias a su archiconocido Kindle, el e-reader más logrado hasta la fecha, ha anunciado la apertura de su primera librería física.

La compañía de Jeff Bezos la abrirá en el barrio universitario de Seattle, y en sus estantes albergará 5.000 o 6.000 bestsellers, seleccionados, eso sí, gracias a las opiniones y hábitos de compra de los millones de compradores de Amazon.com.

¿Es un gesto de arrepentimiento de Bezos por haberle dado una buena estocada al negocio editorial tradicional, y sobre todo al de las librerías? Puede ser, como dice mi colega César García, aunque yo diría también que es la constatación de que el lector de papel sigue siendo mayoritario y está dispuesto a gastar más, siempre y cuando no se interponga la piratería.

Y también es la constatación de que una buena librería debe ser algo más que una tienda al uso. Para muchos, entre los que me incluyo, siempre fue un lugar de peregrinación y revelaciones, un lugar necesario donde seguir buscando sentido.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Morir en Nueva York




Dice Gabriela Ybarra en su libro El comensal que la relación con la muerte en Estados Unidos es más natural que en España. En concreto, se refiere a que en Norteamérica “son muy brutos a la hora de decirte las cosas.” 

La autora se basa en la experiencia de su madre en un hospital de Nueva York para el tratamiento del cáncer. Uno de los doctores, al tiempo que le regalaba un clavel metido en un vaso azul, le informó sin preámbulos que el cáncer se había expandido a distintas partes del cuerpo y que iba a morir en cuestión de días.  Posteriormente un psicólogo la visitó en su habitación y tuvo una conversación con ella. El lector no conoce en ningún momento el contenido de estas conversaciones con los profesionales.

La madre de la autora falleció en Madrid, pocos días después. El libro, no necesariamente una novela como se ha dicho por mucho que realice una reconstrucción del secuestro y muerte de su abuelo a manos de ETA cuando ella no había nacido,  es interesante y merece una lectura. Sin embargo, bajo mi punto de vista, Gabriela Ybarra se confunde en dos cosas. La primera, una confusion muy española, es identificar Nueva York con Estados Unidos. América no es Nueva York sino que Nueva York también es América.

Dos cosas distintas. Nueva York es excepcional en el contexto americano y mundial, y ni mucho menos el como se comunique en un hospital de élite puede tomarse como botón de muestra. De hecho, la cultura norteamericana es bastante indirecta y el lenguaje claramente eufemístico tiene como premisa volcarse en lo positivo de las situaciones. No son, ni muchísimo menos, nada brutos al decir las cosas.

El segundo es pensar que la relación de los americanos con la muerte es natural y de quitarle importancia. Nada más lejos de la realidad. Si algo no tienen claro los americanos es su relación con la muerte, un fenómeno innombrable y completamente ausente de la esfera pública empezando por esa especie de reclusión de muchos ancianos que viven en urbanizaciones y comunidades especialmente pensadas para ellos pero que actuan casi como cordon sanitario. 

Cuando alguien muere, la gente expresa sus condolencias, pero no quiere saber demasiado de ello. Cuando murió mi padre, únicamente dos estudiantes me enviaron un correo electrónico expresando sus condolencias. Curiosamente, eran los dos únicos estudiantes latinos que tenía en la clase. El resto son chicos estupendos, pero es obvio que tienen más problemas para hablar de estos temas. 

El relato de Ybarra pone un especial énfasis en la frialdad a pesar de que los que mueren son familiares muy allegados de la autora. Es reivindicativa en este sentido de la idea de ver la muerte como una circunstancia más, hasta cierto punto irrelevante, en la que casi seríamos más felices si supiéramos desde el comienzo cual iba a ser el día de terminación de nuestros días como los replicantes de la película Blade Runner. La muerte sería un asunto que gestiona mejor un psicólogo que un cura (Ybarra habla de no sucumbir “al arrebato religioso”), un cirujano que un rabino, según la autora, y que, hasta cierto punto, no requiere de grandes reflexiones en un contexto posmoderno o, si se quiere, hipermoderno. 

El comensal es libro interesante y se lee bien (aunque su estructura no acaba de cuajar y sobre todo la parte final se lee casi como un batiburrillo de notas deslavazadas), pero su tesis principal, la muerte no debe ser importante, sirve hasta cierto punto como coartada a la autora para dejar muchos hilos sueltos.

Su mayor interés reside en ser un obra hasta cierto punto representativo de una nueva forma de corrección política que reivindica, por omisión quizás, el refugio en “el divertimento” (lo cotidiano, salir a comer, las vacaciones) como forma “de llegar insensiblemente a la muerte” (Pascal dixit). Para el tratamiento de los grandes asuntos, como la muerte, ya tenemos a los profesionales.


miércoles, 4 de noviembre de 2015

Morir dos veces



A propósito de la lectura de 'El comensal', 
de Gabriela Ybarra

Algunos lo han presentado como una de las grandes revelaciones literarias del año. No lo sé. Tampoco sé si se trata de uno de esos títulos que cuando el filtro inapelable y a veces sorprendente del tiempo haga de las suyas, va a seguir estando ahí. Sin embargo, sí creo que El comensal, de Gabriela Ybarra, es un libro que conmueve hasta la médula, por cuanto lidia con la mezquindad de la muerte sin razón a manos del terrorismo etarra y con la crueldad de la enfermedad terminal. La muerte, tema tabú tantas veces, aquí aparece por partida doble, y es tratada sin afectación, aunque con hondura.

En la primera parte del libro, la que más me interesa, Gabriela Ybarra, nieta del político y empresario vasco Javier de Ybarra, narra con un estilo muy directo, claro y sin alardes el secuestro y asesinato en 1977 de su abuelo, el político y empresario Javier de Ybarra, un patricio de Neguri que fue alcalde de Bilbao y presidente de la Diputación de Vizcaya durante el franquismo, y presidente del diario El Correo Español. Y, por extensión, nos cuenta la decadencia de la burguesía industrial bilbaína.

La autora, que nació en 1983 y que siempre vivió ese capítulo como un agujero negro en la memoria de su familia, logra revivir con unas pocas pinceladas los años de plomo en el País Vasco en que nadie alzaba la voz y mucho menos se movilizaba en la calle ante las tropelías del terrorismo de ETA. Los años en los que ser víctima no daba derecho a casi nada y en los que las familias que sufrían la pérdida y el acoso asumían resignadamente y en silencio un destino contra el que, según entendían todos, nada se podía hacer. “Lo más que me pueden hacer es darme dos tiros”, recuerda Gabriela que dijo su abuelo cuando sus captores le obligaron a dejar la casa familiar que nunca más habría de pisar.

Esa recreación la logra la autora en unas cuantas decenas de páginas de frases cortas y detalles bien elegidos, a veces procedentes de recortes de hemeroteca y de retales de la memoria familiar, pero también originados en la imaginación de la niña a la que siempre se ocultó la tragedia. Al fin y al cabo, Ybarra no había nacido cuando los encapuchados entraron en la casa del empresario y el relato familiar siempre fue esquivo a la rememoración de los últimos días del patriarca. Gabriela Ybarra cuenta realmente poco, y lo hace sin énfasis, con frases cortas y continuos cambios de escenario, pero su libro deja poso y obliga a lector, liberado de sentimentalismos, a completar por su cuenta el relato de una desgracia tantas veces repetida.

En la segunda parte del libro, que es menos redonda y precisa, Gabriela Ybarra nos cuenta la enfermedad que acabó con su madre en 2011: el cáncer devastador que, ésta vez sí, vivió en primera línea y que la llevó más tarde a mirar para atrás y preguntarse por la desaparición de su abuelo. Y otra vez lo hace sin retóricas, sin alardes, y sin ocultar las miserias, las flaquezas y el desgaste del que tiene que convivir con la destrucción durante meses.


En El comensal hay un interés por plasmar la perplejidad que produce la pérdida y por identificar el dolor. Y también por mantener la memoria de los que tanto supusieron y que al cabo se convierten en una imagen que se cuartea, enmudecida por el tiempo, ese filtro que todo lo iguala.  El comensal es también un libro sobre la soledad, del que va a morir y también del que le acompaña, y sobre la incomunicación y los silencios que marcan la convivencia con los seres queridos cuando ya el final está escrito. Gabriela Ybarra se gana al lector por el camino más difícil, el que está libre de sentimentalismos y autocompasión, y por eso su prosa, distante a veces, cortante casi siempre, descreída, sigue resonando una vez uno ha cerrado el libro.