Dice Gabriela Ybarra en su
libro El comensal que la relación con la muerte en Estados Unidos es más
natural que en España. En concreto, se refiere a que en Norteamérica “son
muy brutos a la hora de decirte las cosas.”
La autora se basa en la
experiencia de su madre en un hospital de Nueva York para el tratamiento del
cáncer. Uno de los doctores, al tiempo que le regalaba un clavel metido en un
vaso azul, le informó sin preámbulos que el cáncer se había expandido a
distintas partes del cuerpo y que iba a morir en cuestión de días.
Posteriormente un psicólogo la visitó en su habitación y tuvo una conversación
con ella. El lector no conoce en ningún momento el contenido de
estas conversaciones con los profesionales.
La madre de la autora
falleció en Madrid, pocos días después. El libro, no necesariamente una
novela como se ha dicho por mucho que realice una reconstrucción del secuestro
y muerte de su abuelo a manos de ETA cuando ella no había nacido, es
interesante y merece una lectura. Sin embargo, bajo mi punto de vista,
Gabriela Ybarra se confunde en dos cosas. La primera, una confusion muy
española, es identificar Nueva York con Estados Unidos. América no es Nueva
York sino que Nueva York también es América.
Dos cosas distintas. Nueva
York es excepcional en el contexto americano y mundial, y ni mucho menos el como
se comunique en un hospital de élite puede tomarse como botón de muestra. De
hecho, la cultura norteamericana es bastante indirecta y el lenguaje claramente
eufemístico tiene como premisa volcarse en lo positivo de las situaciones. No
son, ni muchísimo menos, nada brutos al decir las cosas.
El segundo es pensar que la
relación de los americanos con la muerte es natural y de quitarle importancia.
Nada más lejos de la realidad. Si algo no tienen claro los americanos es su
relación con la muerte, un fenómeno innombrable y completamente ausente de la
esfera pública empezando por esa especie de reclusión de muchos ancianos que
viven en urbanizaciones y comunidades especialmente pensadas para ellos pero
que actuan casi como cordon sanitario.
Cuando alguien muere, la
gente expresa sus condolencias, pero no quiere saber demasiado de ello. Cuando
murió mi padre, únicamente dos estudiantes me enviaron un correo electrónico
expresando sus condolencias. Curiosamente, eran los dos únicos estudiantes
latinos que tenía en la clase. El resto son chicos estupendos, pero es obvio
que tienen más problemas para hablar de estos temas.
El relato de Ybarra pone un
especial énfasis en la frialdad a pesar de que los que mueren son familiares
muy allegados de la autora. Es reivindicativa en este sentido de la idea de ver
la muerte como una circunstancia más, hasta cierto punto irrelevante, en la que
casi seríamos más felices si supiéramos desde el comienzo cual iba a ser el día
de terminación de nuestros días como los replicantes de la película Blade
Runner. La muerte sería un asunto que gestiona mejor un psicólogo que
un cura (Ybarra habla de no sucumbir “al arrebato religioso”), un cirujano que
un rabino, según la autora, y que, hasta cierto punto, no requiere de grandes
reflexiones en un contexto posmoderno o, si se quiere, hipermoderno.
El comensal es libro interesante y se lee bien (aunque su
estructura no acaba de cuajar y sobre todo la parte final se
lee casi como un batiburrillo de notas deslavazadas), pero su
tesis principal, la muerte no debe ser importante, sirve hasta cierto punto
como coartada a la autora para dejar muchos hilos sueltos.
Su mayor interés reside en
ser un obra hasta cierto punto representativo de una nueva forma de corrección
política que reivindica, por omisión quizás, el refugio en “el divertimento”
(lo cotidiano, salir a comer, las vacaciones) como forma “de llegar
insensiblemente a la muerte” (Pascal dixit). Para el tratamiento de los
grandes asuntos, como la muerte, ya tenemos a los profesionales.
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