miércoles, 11 de noviembre de 2015

Morir en Nueva York




Dice Gabriela Ybarra en su libro El comensal que la relación con la muerte en Estados Unidos es más natural que en España. En concreto, se refiere a que en Norteamérica “son muy brutos a la hora de decirte las cosas.” 

La autora se basa en la experiencia de su madre en un hospital de Nueva York para el tratamiento del cáncer. Uno de los doctores, al tiempo que le regalaba un clavel metido en un vaso azul, le informó sin preámbulos que el cáncer se había expandido a distintas partes del cuerpo y que iba a morir en cuestión de días.  Posteriormente un psicólogo la visitó en su habitación y tuvo una conversación con ella. El lector no conoce en ningún momento el contenido de estas conversaciones con los profesionales.

La madre de la autora falleció en Madrid, pocos días después. El libro, no necesariamente una novela como se ha dicho por mucho que realice una reconstrucción del secuestro y muerte de su abuelo a manos de ETA cuando ella no había nacido,  es interesante y merece una lectura. Sin embargo, bajo mi punto de vista, Gabriela Ybarra se confunde en dos cosas. La primera, una confusion muy española, es identificar Nueva York con Estados Unidos. América no es Nueva York sino que Nueva York también es América.

Dos cosas distintas. Nueva York es excepcional en el contexto americano y mundial, y ni mucho menos el como se comunique en un hospital de élite puede tomarse como botón de muestra. De hecho, la cultura norteamericana es bastante indirecta y el lenguaje claramente eufemístico tiene como premisa volcarse en lo positivo de las situaciones. No son, ni muchísimo menos, nada brutos al decir las cosas.

El segundo es pensar que la relación de los americanos con la muerte es natural y de quitarle importancia. Nada más lejos de la realidad. Si algo no tienen claro los americanos es su relación con la muerte, un fenómeno innombrable y completamente ausente de la esfera pública empezando por esa especie de reclusión de muchos ancianos que viven en urbanizaciones y comunidades especialmente pensadas para ellos pero que actuan casi como cordon sanitario. 

Cuando alguien muere, la gente expresa sus condolencias, pero no quiere saber demasiado de ello. Cuando murió mi padre, únicamente dos estudiantes me enviaron un correo electrónico expresando sus condolencias. Curiosamente, eran los dos únicos estudiantes latinos que tenía en la clase. El resto son chicos estupendos, pero es obvio que tienen más problemas para hablar de estos temas. 

El relato de Ybarra pone un especial énfasis en la frialdad a pesar de que los que mueren son familiares muy allegados de la autora. Es reivindicativa en este sentido de la idea de ver la muerte como una circunstancia más, hasta cierto punto irrelevante, en la que casi seríamos más felices si supiéramos desde el comienzo cual iba a ser el día de terminación de nuestros días como los replicantes de la película Blade Runner. La muerte sería un asunto que gestiona mejor un psicólogo que un cura (Ybarra habla de no sucumbir “al arrebato religioso”), un cirujano que un rabino, según la autora, y que, hasta cierto punto, no requiere de grandes reflexiones en un contexto posmoderno o, si se quiere, hipermoderno. 

El comensal es libro interesante y se lee bien (aunque su estructura no acaba de cuajar y sobre todo la parte final se lee casi como un batiburrillo de notas deslavazadas), pero su tesis principal, la muerte no debe ser importante, sirve hasta cierto punto como coartada a la autora para dejar muchos hilos sueltos.

Su mayor interés reside en ser un obra hasta cierto punto representativo de una nueva forma de corrección política que reivindica, por omisión quizás, el refugio en “el divertimento” (lo cotidiano, salir a comer, las vacaciones) como forma “de llegar insensiblemente a la muerte” (Pascal dixit). Para el tratamiento de los grandes asuntos, como la muerte, ya tenemos a los profesionales.


No hay comentarios:

Publicar un comentario