lunes, 30 de septiembre de 2013

La Maleta de Portbou, una nueva revista



Sorprende ver cómo algunos tiran hacia adelante y ponen en marcha nuevos proyectos a pesar de la crisis de caballo por la que atraviesa el mundo del libro y la edición cultural. Es el caso de Josep Ramoneda, encargado durante más de una década del  Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona y colaborador habitual de El País o la Cadena Ser, que en estas semanas presentaba el número 1 de la revista La maleta de Portbou, que él dirige y que cuenta con el apoyo de Galaxia Gutenberg y su director Joan Tarrida, así como de los exquisitos libreros de La Central.

Tras el sugerente anacronismo de la cabecera –que es un homenaje al Walter Benjamin que se suicidó en 1940 en la frontera hispanofrancesa cuando huía de la persecución nazi- tenemos una revista que quiere, según su fundador, tomar distancia de la actualidad y los enfoques que le dan los medios de comunicación, pero sin obviar las fracturas económicas y sociales que está abriendo la crisis.

Los grandes gurús del mundo de hoy son los economistas. Los técnicos de la economía o las finanzas aparecen en todas las tribunas dispuestos a responder las desesperadas preguntas que nos hacemos todos por lo que nos está pasando desde hace un lustro. Los economistas se han convertido en los nuevos guías espirituales de un mundo al borde del colapso.

Sin embargo, como decía hace unos días el catedrático de economía Antón Costas en la presentación de la revista en Madrid, la voz de los economistas no es suficiente y su andamiaje técnico se queda corto para explicar lo que nos está pasando. Con la pretensión de corregir esta carencia y contraponer a la razón económica las aportaciones que pueden llegar desde la filosofía, la sociología, la ciencia política o el arte, aparece La Maleta de Portbou.

Todo hace pensar, por el corte ideológico de su director, que la línea de La Maleta de Portbou será muy socialdemócrata. Ya en su lanzamiento lleva una entrevista al exprimer ministro socialista francés  Michel Rocard que parece ser una declaración de intenciones. También hay un artículo sobre Schumpeter firmado por Joaquín Estefanía. Pero la fusión de humanidades y economía que propone La Maleta de Portbou también la emparenta con el liberalismo fundacional de Adam Smith, que consideraba que un país no podía salir adelante sin comercio, pero tampoco sin buenas instituciones y sin sólidas convicciones morales.

La Maleta de Portbou se presenta como un espacio para el debate reposado y como un antídoto al guirigay ideológico de los medios tradicionales y al ruido eterno de las redes sociales y los medios online. Por el momento, la revista y sus impulsores desdeñan la Red y su presencia online es meramente testimonial. Creo que en este punto no deberían mostrarse muy intransigentes.

Una publicación que busca influir y ofrecer “una guía para moverse entre tanta cantidad de información” debería tener más presencia en la plaza electrónica. Una revista como esta no debería estar dirigida únicamente a los especialistas del mundo académico o a los viejos acólitos y simpatizantes de la cuestionada socialdemocracia española.

En el primer número hay un artículo de Marina Garcés sobre nuevas formas de politización que es un claro guiño al 15-M, y otro un tanto críptico de Judith Batler (Universidad de California) que se inicia con una sugerente pregunta: ¿Cuál es este “nosotros” que se reúne en la calle y se afirma a veces por la palabra y por la acción? Ahí, en ese espacio indefinido e incierto, pero superador de la socialdemocracia y la izquierda institucional, deben situar Ramoneda y su equipo los debates de la nueva revista si realmente quieren contribuir a un debate actual y evidenciar las fracturas de la crisis.



miércoles, 25 de septiembre de 2013

Intriga en el corazón de Inglaterra



A propósito de la lectura de El oscuro invierno, de David Mark

C. A. G.

Unas semanas, con motivo del fallecimiento de Elmore Leonard, se han vuelto a recordar en distintas publicaciones las 10 reglas que el popular escritor americano de novela negra seguía a la hora de elaborar sus textos. Se puede o no estar de acuerdo con este decálogo, pero lo cierto es que cada autor tiene su librillo.

A la hora de escribir El oscuro invierno, David Mark, que ha trabajado como periodista durante quince años, siete de ellos en la sección de sucesos del diario The Yorkshire Post, en la localidad británica de Hull, tuvo claro que lo más importante era la historia, los personajes y el lugar donde discurría la acción. “No se trataba de demostrar lo buen escritor que era, sino de escribir algo que la gente no pudiera dejar de leer”, ha dicho.

Parece que tal premisa le ha ido bien. El oscuro invierno ha sido la novela policiaca revelación del último año en Reino Unido, con más de 100.000 ejemplares vendidos, y ya cuenta con una segunda entrega, pendiente de traducción, Original skin, en la que vuelve a repetir como protagonista el sargento Aector McAvoy. 

En el primer libro de la serie, McAvoy se ve implicado en la investigación de tres asesinatos: el de un viejo pescador, que es hallado muerto en el mar; el de una joven de 15 años, acuchillada dentro de una iglesia; y el de un drogadicto, que resulta abrasado en un incendio en un barrio de viviendas de protección oficial. Aunque en un principio estos crímenes no parecen tener relación, McAvoy encontrará la conexión entre ellos y el hilo que debe seguir para llegar hasta el culpable.



Pese a ser su primera novela publicada (Mark ha escrito varias que no han conseguido el favor de los editores), El oscuro invierno nos descubre un autor prometedor, que atrapa al lector desde el primer momento y sabe situarle en cada escena, con un lenguaje directo, fresco y natural, apoyado en frases cortas (“Y entonces oye gritos. Fuertes. Penetrantes. De muchas voces. No se trata de una chillona borracha a la que el novio cosquillea o un amigote importuna. Esto es terror desatado”) y profuso en diálogos, que funcionan como motor que hace avanzar la trama. 

Otro acierto de la novela es su protagonista, el sargento de policía Aector McAvoy, miembro de la Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado, que es caracterizado como corpulento, de apariencia triste, trato difícil y obsesionado con que las cosas se hagan según las normas. “La camarera lo analiza con la vista. Un tipo grande, de pecho fuerte y ancho, con el abrigo cruzado a la moda. Bien parecido, pese a su pelo rebelde y su oronda cara de granjero. Debe medir más de uno noventa, pero en sus movimientos, en sus gestos, hay una delicadeza que sugiere que le asusta su propio tamaño; como si constantemente temiera romper todo lo que es más frágil que él. Por su acento solo es capaz de precisar que es pijo y escocés”.
 
Como ha explicado David Mark en la presentación del libro en España, se trataba de buscar la autenticidad, escribiendo sobre “un tipo normal” que, cuando llega a casa, tiene una vida normal. De hecho, al igual que ocurre con los protagonistas de otras populares series de novelas policiacas (por ejemplo, las firmados por Henning Mankell, Asa Larsson o Camila Lackberg), la manera de rebajar la aureola de héroes de película de estos caracteres es abrir la puerta de su hogar, entrometerse en su intimidad, al mismo tiempo que Mark apuesta por no ofrecer una versión idílica del cuerpo de policía. “Nunca he dicho que yo fuera el jodido Sherlock Homes…”, llega a decir uno de los compañeros de McAvoy.

Aunque se trata de una primera incursión notable, a David Mark le queda todavía terreno para crecer como narrador. Sin muchos peros que poner a la primera parte –en la que va desvelándose la personalidad del protagonista y poniendo cadáveres sobre la mesa– , no terminan de convencer ni los encontronazos con el asesino, ni algún personaje que roza el cliché, ni un final poco terrenal. Pequeños inconvenientes que no mitigan las ganas de seguir leyendo las sucesivas entregas de esta serie recién estrenada.




lunes, 16 de septiembre de 2013

A quién no le apetece una hamburguesa de vez en cuando



A propósito de la lectura de 'Ángeles y demonios', de Dan Brown


Me dispongo a cometer una herejía dentro del blog de Juan Cabrera, y de paso a contribuir a llenarlo de perplejidad, haciendo honor a su título. Me siento como un profanador de una cueva sagrada de la cultura; un truhán indocumentado que con alevosía y nocturnidad perpetra un crimen de lesa literatura.

Pero déjenme que me defienda. No me manden a la hoguera sin escuchar mis argumentos, aunque muchos calificarán de peregrinos y propios de una mente ¿perturbada?, ¿mezquina?, ¿ignorante? Salgo a la palestra, a pecho descubierto y sin el sujetador de los prejuicios. Me importa un bledo si me gano el abucheo general; yo no me gano la vida con ello, aunque todos los días leo y corrijo textos. Algo que ha conseguido erosionar mi pasión por la lectura, que ha construido un callo en mi alma de tal manera que me cuesta disfrutar con un buen libro.

De hecho, me siento desesperanzado y frustrado. Sólo autores como García Márquez o Quevedo consiguen reconciliarme con las letras. Tras leerme en julio La Celestina, por momentos reviví, sumergiéndome en un proceloso mundo de sabiduría popular, si bien mis neuronas acabaron maltrechas tratando de desentrañar un castellano renacentista, pétreo y ácido.

Cerré la excelsa obra, exhausto y con agujetas cerebrales, llorando la muerte de la alcahueta y con la promesa de volver a abordar tan apasionante historia en mejores condiciones. Acto seguido, necesitaba un placebo, expulsar de mis venas ese chute de adrenalina clásica.
Miré mi exigua biblioteca, y en un rincón, junto al Código Da Vinci, desafiante, lo vi. El primer libro de Dan Brown, la precuela de todos los Landongs -Angeles y Demonios- lucía su lomo con lascivia. Entiéndanme. Hacía un calor espantoso que me enajenaba. Y pequé ávido de placer, en busca de un orgasmo definitivo para mis vacaciones estivales.

Lo arrebaté del estante con violencia y me sumergí en sus páginas, como en una piscina multicolor que me prometía horas de emoción y aventuras. Quienes hayan disfrutado leyendo El código (si se atreven a confesarlo en público) entenderán mis expectativas y mi debilidad. Una hamburguesa. Una puta hamburguesa con mostaza, pepinillo, queso fundido y bacon.

Porque Dan Brown es un mago configurando aventuras y hamburguesas. Con carne que parece de verdad y si no lo es, me importa un carajo. No pienso decírselo a Carlos Arguiñano, no creo que la literatura destile de sus recetas culinarias. Pero Brown logra cautivar al lector, sabe embaucarlo y trasladarlo a un mundo ¿ficticio? barnizado de ¿conocimiento? y de ¿realidades? que lo meten en su bolsillo mágico.

Un bolsillo donde lo mismo resucita una secta mítica (Illuminati), recrea a un assasin que llena la novela de estupor y misterio, transgrede los principios de la física (el CERN y la bomba antimateria), ilustra sobre el cónclave papal o traza una vía láctea clandestina dentro de Roma con Galileo y Bernini como principales resistentes en el combate entre la ciencia y la religión. Y devorando esas infames páginas, uno siente deseos perentorios de conocer aquellas historias de la historia que nunca nos contaron, y que mueven los hilos de todas las conspiraciones.

El argumento de la novela está pormenorizado en la siguiente dirección, lo cual me ahorra más explicaciones: http://es.wikipedia.org/wiki/%C3%81ngeles_y_demonios_(novela).

Los más perezosos pueden optar por la película dirigida en 2009 por Ron Howard y protagonizada por Tom Hanks y Ayelet Zurer, que está muy conseguida. Remato mi crimen. Invito a leer este libro, que también tiene sus excesos (el protagonista tiene más vidas que Tintín), con un final delirante y muy americano. Pero lo dicho, cuando sales de comer una buena hamburguesa, sientes rabia y deseo de buscar un buen confesor que sea capaz de redimirte de tu pecado. Pero pecar a gusto debería desgravar ante las autoridades morales. Que Juan Cabrera disculpe mis faltas y sea comprensivo con la debilidad humana. Errare humanum est.





jueves, 12 de septiembre de 2013

Topografía del terror



Una visita al museo de la memoria en Berlín


En Berlín, a unos cuantos cientos de metros de la bulliciosa Postdamer Platz, un edificio de nueva planta se levanta en el solar que acogió en su día el cuartel general de la SS y de la policía secreta alemana, la Gestapo. Parece una facultad universitaria moderna, hecha de hormigón y cristal (muy al gusto de los alemanes y de los arquitectos de relumbrón) y dividida en amplias salas, bien ventiladas e iluminadas.

La austera mole gris, que emerge del centro geométrico del solar, como si de un buque fondeado en un lago invernal se tratara, y que está flanqueada por el único tramo de muro que no fue demolido por las autoridades o esquilmado por los buscadores de souvenirs, alberga el centro de documentación Topografía del terror, un lugar destinado a recordar a los alemanes y a los turistas despistados las tropelías del nazismo y las consecuencias de la persecución y el exterminio que con tanta vehemencia practicó la dictadura hitleriana.

El cubo de cristal y hormigón que acoge Topografía del terror recibe cada año la visita de cientos de miles de personas, pero que no goza del glamour y la promoción de los centros de arte que se reparten por “la isla de los museos”, donde se encuentra el imponente Museo de Pérgamo, con sus espectaculares frisos griegos o sus pórticos romanos.

Sin embargo, Topografía del terror, un centro financiado por el estado alemán y gestionado por una fundación compuesta por expertos alemanes y judíos de muy diversa orientación, es un ejemplo de coraje cívico y recuperación de la memoria histórica que para sí querríamos los españoles, y que no conviene perderse.

En los 200 metros del muro de Berlín que quedan en pie y que reciben al turista, los gestores del centro tienen desplegados estos días una exposición que da cuenta -con cientos de fotos, recortes de periódico de la época y apuntes históricos- de las tropelías del partido nazi durante 1933.

Esa exposición en la calle, a la que el viandante puede acceder sin pagar entrada o sin mostrar siquiera el carnet de identidad, da cuenta de la lenta pero inexorable caída de la democracia en la Alemania de los años 30, y de la masiva aniquilación del rival político llevada a cabo en todo el país por los más de 400.000 miembros de la SA. Cientos de instantáneas muestran a comunistas, socialistas extremistas, izquierdistas moderados del SPD, sindicalistas y católicos que fueron fatalmente señalados por el nazismo pujante. 
  


Se calcula que ya en 1933, cuando la barbarie sólo estaba en fase de incubación, 80.000 alemanes ingresaron en campos de concentración y unos 600 fueron asesinados por los partidarios de Hitler en todos los rincones del país.  Imagino a los jubilados alemanes que estos días se acercan a Topografía del terror purgando en silencio sus pecados, mientras que a los más jóvenes no les queda más remedio que asumir la barbarie y la inmoralidad promovida o consentida por sus ascendentes.

Ese espacio del horror, ejercicio admirable de una sociedad que se sobrepone a sus vergüenzas a base de rememorarlas con rigor, también muestra estos días cómo el régimen nazi obró en esos años para controlar toda la prensa del país gracias a una estricta censura y a la persecución de los que no mostraban por anticipado su obediencia.

Por lo que leo en los folletos del centro, el año pasado, en estas mismas salas que recorro hoy frenéticamente, absorto con la crónica detallada y exquisitamente documentada de tanto desvarío, los visitantes se toparon con el capítulo inasumible del programa de “eutanasia infantil”. 

Aquel programa –por llamarlo de alguna manera- acabó con la vida de muchos niños y adolescentes alemanes que, por sufrir alguna minusvalía física o psíquica, se alejaban fatídicamente del ideal racial que la intelectualidad nazi se empeñaba en legitimar con toda clase de teorías seudocientíficas. Tan sólo durante 1945, esta derivada del exterminio, que contó con la colaboración de pediatras de todo el país, acabó con la vida de más de 10.000 niños.

Hoy, en esta tarde soleada y agradable de septiembre en Berlín, todavía me da tiempo para contemplar en este templo del recuerdo instantáneas de dirigentes y burócratas nazis tomadas una mañana cualquiera de hace 70 años.  En una se ve a un grupo de hombres y mujeres en el campo, sonrientes y tocados con un ridículo sombrero infantil. En otra, varios funcionarios posan con cara más seria en una escalera ministerial, quizá apremiados por el trabajo pendiente en sus despachos, rebosantes de expedientes de deportación sin cumplimentar. 

En la instantánea más llamativa, un anciano riega con mimo su jardín. Se nos dice que la foto del viejo nazi de aspecto venerable está tomada en Argentina muchos años después de la Segunda Guerra Mundial. Allí, a miles de kilómetros de distancia de la vergüenza, el tierno y afable abuelo había empezado décadas antes una nueva vida de patricio, seguramente con una identidad renovada.

Viendo estas fotos de gente “normal” en la Alemania de la Segunda Guerra Mundial, viene al pelo la reflexión que Hannah Arendt hace a principios de los sesenta en su libro Eichmann en Jerusalén, que tan de moda se ha puesto por la excelente película que le dedica Margarethe von Trotta:
"El mal no es nunca ‘radical’, sólo es extremo, y carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie. Es un ‘desafío al pensamiento’, como dije, porque el pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a las raíces y, en el momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada. Eso es la ‘banalidad’. Sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical."     

Una de las salas de la Topografía del terror está presidida por una foto aérea del Berlín de 1945, cuando la guerra estaba acabada o a punto de hacerlo. Uno puede reconocer el trazado de algunas calles y parques principales (Brandenburgo, Unter den Linden, Tiergarten o  Friedrichstrasse), pero nada más. Los edificios decimonónicos del Berlín de entreguerras y los colosales ministerios que salieron de los estudios de los arquitectos nazis habían quedado hechos trizas.

En la foto vemos una ciudad casi irreconocible, fatalmente borrada del mapa y que sería reemplazada más tarde por el vacío de la posguerra y a última hora por la fiebre especulativa de la unificación. Hoy Berlín sigue siendo una ciudad a medio hacer y con un punto kitsch, donde el último ingenio arquitectónico de Foster se mezcla con el bloque de oficinas comunista reconvertido en sede de la cancillería o con las escasas iglesias barrocas que aguantaron el asedio de la aviación aliada. 

Sin embargo, esa reunión de ricos y pobres que trajo la unificación, y sobre todo la omnipresencia de un pasado trágico que se muestra con rigor y sin sectarismos y que va mucho más allá de la recuperación turística del Checkpoint Charlie, convierten a esta ciudad ajetreada y crápula (para los estándares alemanes) en un lugar necesario y en un modelo a seguir, sobre todo en España.            


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martes, 3 de septiembre de 2013

Las consolaciones de la filosofía, de Alain de Botton



Durante el bachillerato, la mayoría de estudiantes en España acaba cogiéndole tirria a la filosofía. Las prisas y la necesidad de ver en unos pocos meses a todos los autores que van a salir en la selectividad hacen que el acercamiento sea memorístico, esquemático y descontextualizado. 

La teoría de las ideas de Platón, el racionalismo de Descartes, la ontología kantiana, la reinvención de la moral en Nietzsche o la metafísica del Tractatus de Wittgenstein son asimilados por los chavales de forma mecánica e indiscutida tras la lectura repetida de unos apuntes cargados de frases telegráficas, diagramas y flechas. 

Los folios que releen hasta la saciedad los estudiantes en las atestadas bibliotecas de septiembre me recuerdan esos pizarrines con esquemas de juego que despliegan los entrenadores de baloncesto en los tiempos muertos. 

En campos como los de la filosofía o la literatura, tan dúctiles y llenos de matices, y tan abiertos a nuevas interpretaciones (¿quién puede decir la última palabra o reducir a cuatro ideas La Ética Nicomaquea o El crepúsculo de los ídolos?), los chicos y los docentes economizan esfuerzos y abordan los textos amparándose en certidumbres y fórmulas más propias de la física o la ingeniería de caminos.

Estudiar filosofía así, a base de esquemas reductores y largas listas de epígrafes con “lo más importante” de cada autor que luego son repetidas en el examen, da lugar a un conocimiento muy parcial y fragmentado, cuando no a una confusión monumental. Esta forma de proceder, síntoma de males mayores que afligen a la educación en España, hace que la mayoría acabe detestando los libros de pensamiento, quizá porque nunca los entendieron y disfrutaron.



Precisamente, Las consolaciones de la filosofía, de Alain de Botton (un libro que tiene ya unos años y que Taurus vuelve ahora a editar), podría devolver el gusto por los asuntos de la filosofía a aquellos que quedaron irremediablemente confundidos y decepcionados en el bachillerato y que se prometieron que nunca más iban a saber de Tomás de Aquino, Locke o Wittgenstein. El libro de De Botton, un escritor estrella especializado en detectar los males del alma contemporánea, sintetiza ideas complejas y hace un acercamiento ameno y perspicaz a media docena de autores que, como se nos dice en la misma solapa del libro, nos pueden ayudar “a vivir mejor”. Estamos pues ante un manual de autoayuda, aunque, eso sí, escrito con gracia, talento y bagaje intelectual.
 
De Botton se acerca a textos, ideas y episodios biográficos de Sócrates, Epicuro, Séneca, Nietzsche, Montaigne, Schopenhauer, pero sin ánimo de hacer un repaso exhaustivo, y sí con la voluntad de interrogarles desde el presente y extraer lecciones de sus obras que nos ayuden a enfrentarnos a problemas que fueron formulados hace siglos, sí, pero que, por más que nos pese, siguen siendo contemporáneos.

El volumen está estructurado en seis capítulos y en cada uno de ellos De Botton llama la atención sobre una virtud. Así, Sócrates, condenado a muerte por no reconocer a los dioses atenienses y corromper a la juventud, es ejemplo de aquel que vive hasta las últimas consecuencias conforme a sus convicciones y dedica sus esfuerzos a la búsqueda de la verdad, independientemente de la opinión de la mayoría. [De Sócrates me acordé hace poco viendo la película sobre Hannah Arendt, por el coraje intelectual que muestra la pensadora de origen judío cuando aborda el juicio en Jerusalén al dirigente nazi Adolf Eichmann a principios de los sesenta].

A Epicuro recurre De Bottom para recordarnos que la felicidad no es cuestión de dinero, sino de un profundo ejercicio de autoconocimiento. De Séneca recupera el triste episodio de su suicidio, motivado por su supuesta participación en un complot para derrocar al emperador Nerón, protegido suyo en otra época. El pensador romano concibe la filosofía como una vía para superar las frustraciones y reconciliarse con el mundo a pesar de las adversidades.

Las reflexiones de Michel de Montaigne, un autor que curiosamente no entra en los planes de estudio de secundaria, son un buen ejemplo de la lucha contra la ineptitud del prejuicioso y del que ensalza la razón por encima de todas las cosas. Y es que Montaigne, siglos antes de que el Holocausto dejara un mar de dudas sobre el proyecto ilustrado, ya puso en entredicho la gran ilusión moderna de que la racionalidad y la educación, por el solo hecho de hacernos más cultos, nos hará más felices o sensatos.

De Schopenhauer y sus devaneos sentimentales deberíamos aprender que el rechazo amoroso no debe suponer un trauma, pues la negativa de la otra persona está más fundamentada en una corriente inconsciente emanada de la voluntad de vivir y asegurar la reproducción, y no tanto en el hecho de que nuestro carácter o aspecto sea un repelente. Las uniones fracasan, según el autor de El  mundo como voluntad y representación, porque no son aptas para engendrar al hijo ideal. Un consejo útil para los que sufren con las aventuras amorosas. El rechazo sentimental, que consideramos único e intransferible, es parte de un proceso universal tendente a perpetuar la especie.

Por último, en las estancias de Nietzsche en el pueblo alpino de Sils-Maria, a casi 2.000 metros de altura y donde el filósofo se daba auténticas palizas subiendo cumbres imposibles, De Bottom localiza el germen de esa idea, también formulada en Montaigne, de que el arte de vivir radica en sacar provecho de las adversidades, y que la sabiduría se alcanza cuando respondemos a las mimas. Adiós, por tanto, a los espíritus remilgados (y beodos).