lunes, 29 de septiembre de 2014

La utopía colaborativa de Jeremy Rifkin




A propósito de la lectura de La sociedad de coste marginal cero 


En otra entrada de este blog, Mariano Oliveros, comentando el anterior libro de este autor, se pregunta si con Rifkin estamos ante un visionario o un cantamañanas. Yo diría que ni una cosa ni la otra, y también diría que las dos a la vez. Esta vez, el autor, un cruce de gurú, agitador de ideas, asesor de políticos de primer nivel, profesor, economista, empresario y divulgador medioambiental, por señalar algunas de sus ocupaciones, nos viene a decir que el capitalismo, que tanto nos ha servido a organizar la vida social y económica en los dos últimos siglos, va a quedar definitivamente superado. Es más, este fin de época de hecho ya está sucediendo, casi sin que nos demos cuenta.  

El motor de esta transformación no es ningún agente extraño en forma de meteorito, ni está alentado por intereses en principio contrarios al mismo capitalismo, sino que está en el engranaje del propio sistema, forma parte de su naturaleza. Los incrementos de productividad que se han alcanzado en las últimas décadas, sobre todo por la revolución de las nuevas tecnologías y de Internet, están haciendo que el coste marginal de producir muchos bienes o servicios se esté aproximando a cero, lo que permite que los productores los puedan ofrecer (o mejor: no tengan más remedio que ofrecerlos) casi gratuitamente. Y en un negocio donde no hay márgenes ni rentabilidades a la vista, el sistema capitalista se bate en retirada por el desinterés de los inversores. Siempre habrán algunas parcelas de actividad con altos márgenes, concede Rifkin, pero cada vez serán menos, con lo que el capitalismo acabará siendo una fuerza residual.

En su lugar, está emergiendo la economía colaborativa, que ancla sus orígenes en la Edad Media y que llega con un sentido menos acusado de la propiedad, y donde el motor de avance será la capacidad de cada uno de nosotros para producir y compartir, bien sea nuestra información personal, el sofá de casa, el coche o unos euros para financiar un proyecto de crowfunding.

Pero esa economía social no se puede sostener solamente en el boom de Internet y de las plataformas de colaboración. Cualquier cambio de paradigma económico en el pasado necesitó una revolución energética. Por eso Rifkin nos viene a decir que el “eclipse del capitalismo” no será real hasta que no se encuentren los medios para crear una Internet de la energía, donde millones de personas productoras de energía verde encuentren el marco para compartirla de forma eficiente, lo que permitirá matar dos pájaros de un tiro: la inquietante dependencia del petróleo y de los oligopolios que los gestionan, y la también inquietante insostenibilidad del sistema actual y su corolario: el calentamiento global.




Rifkin nos anuncia la llegada de un sistema en que la estructura vertical de las corporaciones, con unos beneficios a la baja, será sustituida por otra horizontal dominada por millones agentes que serán a la vez productores y consumidores. Pero la buena nueva de Rifkin no está exenta de paradojas. De entrada, no hay que olvidar que en estas primeras etapas de asentamiento de la economía colaborativa (o procomún colaborativo, como él lo llama) y de la sociedad del coste marginal cero, son los viejos inversores los que se mantienen en el centro de la escena. Al fin y al cabo, redes sociales como Facebook o Twitter, que hacen posible que cientos de millones de usuarios muchos puedan compartir información, son empresas empujadas por los viejos tycoons y que mueven en Bolsa muchos miles de millones de dólares. Lo mismo pasa en el ámbito de la publicidad con Google; en el mundo de las compras de segunda mano con eBay; en el turismo con Airbnb; o en el transporte con Uber, por poner unos cuantos ejemplos. 

Rifkin lo asume, aunque nos viene a decir que el capitalismo también dejará de sacar provecho a esta economía colaborativa. Y para ello trae a colación decenas de casos de organizaciones (casi siempre operativas en Estados Unidos), muy próximas en su funcionamiento a una ONG, y que facilitan los microcréditos, el acceso a la información médica o a la ropa usada, o que permiten que muchos profesionales compartan su tiempo y conocimientos, o que ciudadanos concienciados con el medio ambiente compartan la energía sobrante en su hogar con los otros miembros de la comunidad virtual.

Como punto a favor de este libro, está la capacidad que muestra el sagaz Rifkin para captar el espíritu de unos tiempos (el famoso zeitgeist hegeliano) de profunda desconfianza en el sistema capitalista, tan deslegitimado sobre todo entre los jóvenes tras la debacle de 2008. También está que, a pesar de sus excesos y de la utopía informativa y energética que lo sostiene, se trata de una obra de divulgación que suscita muchas cuestiones y aporta muchas entradas para seguir informándonos (con un aparato de notas casi interminable). En su contra, como he dicho antes, juega que Rifkin apueste todo a una economía social que por el momento no tiene peso o sigue siendo testimonial en muchos ámbitos. También es osado Rifkin al subestimar la versatilidad y la capacidad de reacción de un capitalismo que ha probado a lo largo de la historia tener más vidas que un gato.




lunes, 22 de septiembre de 2014

Una familia americana



Es posible que lo inusual del proyecto que hay detrás de Boyhood haya dejado en segundo plano a la película. Se ha hablado mucho de la tenacidad y del espíritu aventurero de Richard Linkater, de los actores y de su equipo, que durante 12 años han rodado secuencias para construir esta historia de una familia americana. Y es verdad que cuando uno empieza a ver Boyhood no puede evitar pensar que lo que está viendo fue rodado en 2002, poco después de la caída de las torres gemelas, y que ahora esas primeras escenas del protagonista en bicicleta recorriendo el suburbio le llegan como la luz de una estrella lejana que ya ni siquiera existe.

Sin embargo, al rato todo eso queda en segundo plano. Boyhood no es una película “descomunal y sin precedentes”, como nos anuncian enfáticamente los carteles publicitarios, y tampoco es perfecta. Sin embargo, a uno se le queda grabada en la retina, y los interrogantes y ese sosegado y reflexivo existencialismo que destila te acaban acompañando cuando sales del cine, e incluso mucho después. Aunque dura casi tres horas, uno se podría pasar seis, nueve o doce horas siguiendo la peripecia de Mason y su familia, tan fuera de norma en la forma, pero tan común y reconocible en el fondo. Linklater capta con su cámara un buen trozo de vida, inventada, improvisada a ratos, supongo, pero verdadera. Y la enriquece y le da profundidad con el tiempo que no vemos, tan o más protagonista en esta historia que el que sí nos enseña. Y es que Boyhood (o Momentos de una vida, como la han llamado en español) avanza a golpe de inevitable elipsis, para dejar claro que el gran asunto que pone sobre la mesa es la vida, el paso del tiempo y el sinsentido al que nos aboca.  

Casi sin quererlo, y evitando los subrayados, Linklater te regala metáforas donde materializa esa terca verdad, y la huella que va dejando. A los pocos minutos de empezar, Patricia Arquette,que interpreta a la atractiva y abnegada madre de Mason (Ellar Coltrane), pide al chico que le ayude a adecentar la casa de alquiler en la que viven, y que tienen que abandonar para reunirse en Houston con la abuela. Una de las tareas para Mason será borrar las marcas de estatura que ha ido dejando en el marco de la puerta de su habitación, líneas que son testigos mudos del paso de unos años que no hemos visto, pero que ya, sin darnos cuenta, hemos asumido.  


La de Linklater es una película sobre la familia americana y sobre la vida de la gente corriente en aquel país, con sus traslados de casa en casa y de suburbio en suburbio, siempre en busca de mejores oportunidades laborales y del ansiado estatus. También es una historia sobre el matrimonio y el divorcio recurrente como camino para la reinvención, y sobre la vida escolar y sentimental de unos chicos de ahora (o de hace una década, lo mismo da) que se enfrentan con sorprendente estoicismo y lucidez al desorden en que les han instalado sus mayores. Linklater también nos habla del desencantamiento que la madurez trae consigo. En un momento dado, el niño que creció fascinado por las historias de Harry Potter pregunta a su padre dónde ha quedado esa magia en un mundo que se le empieza a hacer incomprensible. Sin aspavientos, Mason intuye que esa magia nunca va a retornar.


Casi al final de la película, uno de los protagonistas se pregunta: ¿y todo esto para qué? La verborrea de los personajes de Linklater (como ya pasaba en su famosa trilogía de amaneceres, atardeceres y anocheceres) y el prosaísmo de las situaciones los pone a salvo de cualquier trascendentalismo pretencioso. Aquí, la búsqueda de sentido es atropellada por la circunstancia del momento: unas facturas que hay que pagar, el inminente traslado a otra ciudad por una separación inesperada de la madre o la entrada en la universidad del joven Mason. Pasar por los rituales que impone cada edad y situación, cumplir con los convencionalismos, madurar, envejecer, o ver cómo los otros van cambiando y también nos van percibiendo de forma diferente, llena de preguntas a Mason y su hermana, y al tiempo les aleja de cualquier certidumbre. Linklater rehúye las respuestas. Sólo el padre ausente, el lenguaraz y contradictorio Ethan Hawke, hace casi siempre de contrapunto, dando lecciones que él mismo desoye o es incapaz de suscribir. Quizá en eso consista la sabiduría: en hacer las preguntas pertinentes y en no fiarnos del todo de las respuestas definitivas.

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NOTA: Se ha dicho que Boyhood tiene un antecedente en Up Series, un documental del británico Michael Apted producido por Granada Television. Yo creo que tiene muy poco que ver, pero agradezco la asociación que muchos han hecho porque me ha acercado a esta joya irrepetible y –ésta sí- monumental del documentalismo británico y mundial. Y es que desde 1964, Apted y su equipo han seguido la pista a 14 niños británicos de muy diversos orígenes, entrevistándoles cada siete años. En principio, el trabajo partió con la idea de demostrar cómo las condiciones sociales y el entorno determinan las posibilidades vitales de cada uno. Hoy, 50 años más tarde, se ha convertido en una obra casi inabarcable, pero desbordante de humanidad y compasión.





martes, 16 de septiembre de 2014

España-USA: una final inventada



Lo reconozco. Todavía estoy en estado de shock. La más grande España de todos los tiempos, la de Gasol, Navarro y compañía, uno de los más grandes conjuntos de la historia de la FIBA, cayó estrepitosamente contra Francia. Es, con diferencia, el peor partido que le recuerdo a esta brillante generación. Hay que remontarse más de 40 años atrás para ver un tanteador tan escaso de la selección de baloncesto. Difícil de creer y digerir.

Yo estuve en el Palacio de Deportes Madrid, y tengo que decir que los 15.000 camisas rojas nunca dejamos de animar, a pesar de tener la sensación de íbamos entrando en un túnel muy oscuro o en una pesadilla horripilante en el definitivo cruce de cuartos. Estoy seguro de que ninguno de los que allí estuvimos y muchos de los que lo vieron por televisión olvidaremos nunca la noche del 10 de septiembre de 2014.

La noche de Francia se unirá a una lista de momentos estelares, como las finales de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles y de Pekín (quizá el mejor partido internacional de siempre), o la del Mundial de Japón, pero también de batacazos históricos, como el famoso "angolazo", que frustró nuestras aspiraciones en los Juegos de Barcelona, o los cuartos de final de la Olimpiada de Atenas, cuando Estados Unidos, en su único partido decente, nos apeó, con un Wade espléndido, de la carrera por el oro. 

Creímos que el Mundial de basket de España iba a ser cosa de dos, como antes nos creímos a pies juntillas que las casas nunca bajarían de precio y que el euro era lo mejor que nos podía pasar en la vida. En los últimos meses, han sido muy pocos los que no se han dejado llevar por la histeria colectiva y han puesto en entredicho esa interesada previsión que nos emparejaba, sí o sí, con la NBA, y que, además, nos daba como favoritos en ese superpartido de las estrellas que debía cerrar el campeonato.

Se ha hablado hasta la saciedad de lo bueno que era el equipo español, de su poderosísimo juego interior, de sus múltiples recursos tácticos, de la extraordinaria forma que mostraban algunos de sus miembros y de toda la experiencia acumulada por los Gasol y compañía en la liga estadounidense, lo que hacía que sumaran más años en la NBA que los inexpertos, que no imberbes, jugadores de coach K. Sólo muy de pasada nos enteramos en la prensa de los valores del equipo USA. Y, por supuesto, nadie nos contó cómo se presentaba el resto de equipos de la competición, como si no existieran o sólo vinieran como comparsas o teloneros de esa España mágica de los Gasol y compañía. Los ignoramos con esa suficiencia que muestran los países incultos y desconocedores de lo que se cuece a su alrededor. Con ese desparpajo tan español que nos lleva a menospreciar a los demás sólo por la pereza que nos produce la idea de conocerles.

Analistas y comentaristas que estimo y que leo con asiduidad también se dejaron llevar por el entusiasmo y las simplificaciones. Incluso lo hicieron algunos entrenadores de postín y también el propio Juan Orenga, el preparador de España, quien, en un esfuerzo por parecer ambicioso, siempre vendió la piel del oso antes de cazarlo. Muy pocos, como el trotamundos Paul Shirley, fueron cautos. 

En todo caso, este tipo de encantamientos colectivos no es exclusivo del baloncesto. Ni tan siquiera del deporte profesional. Es algo que está más extendido. La necesidad de los periodistas y otros acólitos de tener acceso a entrevistas y a una buena cobertura de los eventos hace que florezca el compadreo y entre todos inflen el globo, a veces deliberadamente, y otras casi sin darse cuenta. Sin ir más lejos, en el cine español, lo que es una buena película se acaba convirtiendo en una obra maestra a los ojos del crítico-amigo. Y lo que es malo de verdad, termina siendo un producto digno. ¡Cuántas veces no he salido del cine maldiciendo al crítico de turno! 

También es verdad que el conservadurismo de los comentaristas deportivos tampoco es un pecado exclusivamente local. Según me cuenta un amigo, escuchando en la televisión por cable estadounidense los comentarios de McEnroe y Brad Gilbert, uno siempre piensa que sólo Federer y Djokovic tienen opciones de ganar. En el Open de Estados Unidos, nadie dio un duro por el croata Cilic o por el japonés Nishikori, los dos jugadores de segundo nivel que se disputaron la final.

Por otro lado, los organizadores de estos eventos, que mueven cifras multimillonarias, disponen de potentes maquinarias de marketing para vendernos humo y entradas, y para atrapar nuestro interés si lo vemos por televisión. Hay demasiado dinero en juego, y, al fin y al cabo, es su trabajo. ¿Quién en Brasil se habría interesado por el Mundial de Fútbol si les dicen que su selección iba a ser de las más mediocres del torneo? Ya se encargaron la FIFA y alrededores de hacernos creer que la canarinha jugaría la final y la ganaría, como también aquí nos vendieron que el equipo de Casillas estaría otra vez entre los grandes.



En fin, y volviendo al Mundial de basket, fue un pésimo día para la España de Gasol el de su partido con Francia. Como el angolazo del 92, que acabó con la dirección casi eterna de Díaz-Miguel, lo de ayer en el Palacio de Deportes marca un fin de época. Me temo que este Mundial será el de la despedida de dos de los equipos que han dominado con más claridad la escena internacional en los últimos 15 años: la Argentina de Ginobili (aunque el jugador de los Spurs finalmente no vino) y la España de Gasol, Navarro y compañía.

Por todo lo que nos ha dado la generación de oro, un millón de gracias. Pero ahora toca una travesía del desierto que esperemos no se prolongue demasiado. Mientras tanto, tendremos que abrir los ojos y disfrutar del baloncesto del resto del mundo y del espectáculo de los segundones, y pensar que ningún campeonato lo gana un director de marketing antes de jugarse.

martes, 9 de septiembre de 2014

El viaje interior de Murakami

Los años de peregrinación del chico sin color, 
de Haruki Murakami




A Haruki Murakami le precede cierta fama de “escritor raro”. Así, cuando intentas recomendar esta pequeña joya entre amigos o familiares, es frecuente encontrar a alguno que enumere lecturas previas de este autor para excusarse y no atender la recomendación.
Al intentar descubrir de dónde proviene el rechazo, es probable que unos lo achaquen a su prosa, que a veces se atraganta, no por difícil, sino por la afición de Murakami  a las ensoñaciones y a la mezcla de realidad e irrealidad.

También tiene que ver esa fobia con el tono sombrío y los ejes temáticos que vertebran su obra. Cuando lo que vende es la literatura de evasión, es complicado que el suicidio, la soledad o la alienación que acompañan como una sombra a sus personajes, consigan la atención perpetua e incondicional de los lectores.

En Los años de peregrinación del chico sin color, el escritor japonés bucea en aguas conocidas. No hay nada más que leer la primera frase para comprobarlo: “Desde el mes de julio del segundo curso de carrera hasta enero del año siguiente, Tsukuru Tazaki vivió pensando en morir”.

No obstante, si le dan una oportunidad, se encontrarán ante una novela introspectiva, pero también entretenida, bien narrada y con un protagonista que revolverá muchas cosas dentro de ellos. Ese protagonista es Tsukuru, un ingeniero de 36 años que se dedica a diseñar y construir estaciones de tren en Tokio. Tiempo atrás, cuando tenía 19 años, pensó en acabar con su vida. “La razón por la que la muerte atrajo hacia sí con tanta fuerza a Tsukuru Tazaki estaba clara: un buen día, sus cuatro mejores amigos, con los que tantas cosas había compartido, le comunicaron que no querían volver a verlo, y tampoco hablar con él”, escribe Murakami.

17 años después, siguiendo el consejo de una amiga, emprenderá el camino de vuelta hacia su ciudad natal, Nagoya, para intentar hablar con los cuatro y hallar las razones de una separación que le ha marcado y atormentado durante toda su vida. “Me volví una persona diferente en varios sentidos (…). Creo que me convertí en un tipo anodino y aburrido”.

Aunque en algunos momentos los pasos que va dando Tsukuru para descubrir la verdad pueden darle un aire de recuerdan a una novela de misterio, Murakami está más interesado en trazar un retrato psicológico del protagonista. ¿Arrastra algún problema a raíz del rechazo de sus amigos? ¿Por qué no quiso saber la verdad? ¿Cómo reaccionará cuando lo sepa? Son algunas de las preguntas que irán surgiendo en sus páginas.

El lector que se atreva a acompañar a Tsukuru en este viaje, que le trasladará al pasado, a analizar sus sueños, su amistad posterior con Haida o sus noviazgos, averiguará que lo importante no será descubrir la razón que les llevó a acabar con toda relación, sino emprender el camino junto a un personaje trazado a la perfección, con sus miedos, anhelos y virtudes.

Y es que Tsukuru es el alma mater de esta pequeña joya, que, aunque lleve el sello inconfundible de su autor tanto en la forma como en el contenido, o en su gusto por proporcionarle al texto un hilo musical que suene de fondo (en este caso Le mal du pays, de Liszt), no defraudará a sus incondicionales, pero tampoco a los que le lean por primera vez, ni aquellos que les daba miedo volver a intentarlo.






martes, 2 de septiembre de 2014

El difícil negocio de ser contemporáneo




Ejemplaridad pública, de Javier Gomá (ed. Taurus)


A pesar de lo que su título y la ilustración de portada pudieran llevar a pensar, Javier Gomá no habla casi de los políticos. Sólo muy al final, y más bien de pasada, se refiere a la necesidad de que los gobernantes (y también los funcionarios) ayuden a consolidar una buena sociedad a través de su ejemplo personal. La ejemplaridad que propone Gomá como vertebradora de una verdadera democracia no está asociada solamente a la vida de unas cuantas personas influyentes o con cargos públicos, y, menos aún, a la de esos deportistas o personajes del show business que hoy tan efectivos son en la difusión de modelos de vida.

La ejemplaridad que reclama Gomá para consolidar la democracia es la del hombre corriente, la del ciudadano maduro y responsable que ha asumido su finitud y la de los demás, su lugar en el mundo, recordando el título de aquella bella película. O también la del trabajador que se toma en serio su desempeño. Como es entendible a estas alturas de la película, en su reivindicación del ejemplo como camino para la socialización, Gomá rehúye los planteamientos elitistas y aristocráticos de Nietzsche u Ortega, o los convencionalismos y pacaterías de las religiones institucionales. En su lugar, busca vía interesante, pero también complicada, quizá por poco transitada. 

Su ética es igualitaria y persuasiva, y los códigos se difunden en un plano horizontal, y no de arriba abajo, como era la norma hasta la Ilustración. Todos, nos viene a decir Gomá, somos iguales por la simple condición de seres mortales y sufrientes que nos ha sido dada. Y, por eso, somos ejemplos para los demás, al tiempo que también debemos recurrir a los otros para guiar nuestra vida. También aboga Gomá, para su reconstrucción del edificio democrático y de la vida en común, por una revalorización de las costumbres, otra palabra muy devaluada por décadas de vendaval nihilista y sesentayochista.

El libro de Gomá es de largo alcance, y echa la vista atrás dos o tres siglos para identificar el origen de la desmembración actual de la sociedad y de la dificultad que tenemos para vertebrarla y acordar metas colectivas. No deja de reconocer el autor el valor de la Ilustración y la Modernidad como momentos clave para la consecución de la libertad individual y la eliminación progresiva de ataduras y opresiones que parecían eternas.

Pero también recuerda que ese mismo proceso no ha dado lugara la autonomía moral que pregonaron sus valedores. En su lugar, el romanticismo situó al yo y sus manifestaciones estéticas por encima de todas las cosas, llevándonos a anteponer el proyecto personal al colectivo, e impidiendo convertir la vulgaridad de origen del hombre y esa “ociosidad subvencionada, típica de la minoría de edad” en un proyecto de vida plenamente civilizado. En definitiva, a falta de las vías de socialización que siempre hemos encontrado en las buenas costumbres y en las vidas ejemplares, el proyecto democrático se nos ha puesto muy cuesta arriba.  

Gomá lleva más de una década dándole vueltas a conceptos como imitación, ejemplaridad o costumbre como ejes para consolidar un buen sistema de convivencia, y, al mismo tiempo, denunciando a los defensores de la transgresión por la esterilidad de sus propuestas. En Ejemplaridad pública ha vuelto a la carga, para llamar otra vez la atención sobre el proceso civilizatorio que truncó el romanticismo y el omnipotente subjetivismo que éste legitimó.Transgredir hoy, le he oído decir a Gomá en alguna charla, es como ir en topless por una playa nudista. Todo inventado por ese camino. Pero, por el otro, el que nos debe llevar a construir una sociedad de individuos plenamente autónomos en el plano moral y con capacidad para acordar un destino común, casi no hemos empezado a andar. 

El autor de Ejemplaridad pública pone todas las cartas sobre la mesa en un espléndido prólogo que roba título a un libro de artículos de Emilia Pardo Bazán: “la cuestión palpitante”. Después, mezcla capítulos sugerentes y dominados por la claridad expositiva con otros más farragosos donde el autor, abusando de las citas, enredándose en sociologías y llevado por su erudición sobre la filosofía del derecho, nos hace perder hasta cierto punto el interés. Otra pega: Gomá culpa de casi todos los males de la civilización occidental al subjetivismo romántico y la excentricidad del artista, y, sin embargo, exculpa por omisión a la codicia capitalista y al hedonismo materialista resultante, potenciadores y legitimadores en muchos casos de ese yo desbocado e inmaduro que ha acabado imponiendo sus pataletas. En cualquier caso, es un libro interesante porque “quizá no haya negocio más difícil que el de ser contemporáneo”.