martes, 2 de septiembre de 2014

El difícil negocio de ser contemporáneo




Ejemplaridad pública, de Javier Gomá (ed. Taurus)


A pesar de lo que su título y la ilustración de portada pudieran llevar a pensar, Javier Gomá no habla casi de los políticos. Sólo muy al final, y más bien de pasada, se refiere a la necesidad de que los gobernantes (y también los funcionarios) ayuden a consolidar una buena sociedad a través de su ejemplo personal. La ejemplaridad que propone Gomá como vertebradora de una verdadera democracia no está asociada solamente a la vida de unas cuantas personas influyentes o con cargos públicos, y, menos aún, a la de esos deportistas o personajes del show business que hoy tan efectivos son en la difusión de modelos de vida.

La ejemplaridad que reclama Gomá para consolidar la democracia es la del hombre corriente, la del ciudadano maduro y responsable que ha asumido su finitud y la de los demás, su lugar en el mundo, recordando el título de aquella bella película. O también la del trabajador que se toma en serio su desempeño. Como es entendible a estas alturas de la película, en su reivindicación del ejemplo como camino para la socialización, Gomá rehúye los planteamientos elitistas y aristocráticos de Nietzsche u Ortega, o los convencionalismos y pacaterías de las religiones institucionales. En su lugar, busca vía interesante, pero también complicada, quizá por poco transitada. 

Su ética es igualitaria y persuasiva, y los códigos se difunden en un plano horizontal, y no de arriba abajo, como era la norma hasta la Ilustración. Todos, nos viene a decir Gomá, somos iguales por la simple condición de seres mortales y sufrientes que nos ha sido dada. Y, por eso, somos ejemplos para los demás, al tiempo que también debemos recurrir a los otros para guiar nuestra vida. También aboga Gomá, para su reconstrucción del edificio democrático y de la vida en común, por una revalorización de las costumbres, otra palabra muy devaluada por décadas de vendaval nihilista y sesentayochista.

El libro de Gomá es de largo alcance, y echa la vista atrás dos o tres siglos para identificar el origen de la desmembración actual de la sociedad y de la dificultad que tenemos para vertebrarla y acordar metas colectivas. No deja de reconocer el autor el valor de la Ilustración y la Modernidad como momentos clave para la consecución de la libertad individual y la eliminación progresiva de ataduras y opresiones que parecían eternas.

Pero también recuerda que ese mismo proceso no ha dado lugara la autonomía moral que pregonaron sus valedores. En su lugar, el romanticismo situó al yo y sus manifestaciones estéticas por encima de todas las cosas, llevándonos a anteponer el proyecto personal al colectivo, e impidiendo convertir la vulgaridad de origen del hombre y esa “ociosidad subvencionada, típica de la minoría de edad” en un proyecto de vida plenamente civilizado. En definitiva, a falta de las vías de socialización que siempre hemos encontrado en las buenas costumbres y en las vidas ejemplares, el proyecto democrático se nos ha puesto muy cuesta arriba.  

Gomá lleva más de una década dándole vueltas a conceptos como imitación, ejemplaridad o costumbre como ejes para consolidar un buen sistema de convivencia, y, al mismo tiempo, denunciando a los defensores de la transgresión por la esterilidad de sus propuestas. En Ejemplaridad pública ha vuelto a la carga, para llamar otra vez la atención sobre el proceso civilizatorio que truncó el romanticismo y el omnipotente subjetivismo que éste legitimó.Transgredir hoy, le he oído decir a Gomá en alguna charla, es como ir en topless por una playa nudista. Todo inventado por ese camino. Pero, por el otro, el que nos debe llevar a construir una sociedad de individuos plenamente autónomos en el plano moral y con capacidad para acordar un destino común, casi no hemos empezado a andar. 

El autor de Ejemplaridad pública pone todas las cartas sobre la mesa en un espléndido prólogo que roba título a un libro de artículos de Emilia Pardo Bazán: “la cuestión palpitante”. Después, mezcla capítulos sugerentes y dominados por la claridad expositiva con otros más farragosos donde el autor, abusando de las citas, enredándose en sociologías y llevado por su erudición sobre la filosofía del derecho, nos hace perder hasta cierto punto el interés. Otra pega: Gomá culpa de casi todos los males de la civilización occidental al subjetivismo romántico y la excentricidad del artista, y, sin embargo, exculpa por omisión a la codicia capitalista y al hedonismo materialista resultante, potenciadores y legitimadores en muchos casos de ese yo desbocado e inmaduro que ha acabado imponiendo sus pataletas. En cualquier caso, es un libro interesante porque “quizá no haya negocio más difícil que el de ser contemporáneo”.








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