viernes, 28 de diciembre de 2012

Atacama: desierto de la memoria




A propósito del documental Nostalgia de la luz, de Patricio Guzmán



En el desierto chileno de Atacama están los telescopios más potentes del mundo para observar las estrellas. Allí, poderosas lentes custodiadas por científicos de medio planeta se afinan y orientan para detectar las débiles señales que nos llegan del universo más lejano, hilitos de luz que salieron de su lugar de origen hace millones de años y que ahora aterrizan en Atacama como susurros casi imperceptibles.

Muy cerca de allí, donde los científicos intentan descubrir el futuro leyendo en haces de luz más viejos que todas las cosas, otros escarban en la tierra. En la llanura pedregosa e inhóspita de Atacama unas señoras remueven la arena y las rocas con sus propias manos o con unas palitas en busca de los restos de sus familiares, desaparecidos de la noche a la mañana durante la dictadura de Pinochet. Llevan años haciéndolo. Es como buscar una aguja en un pajar, pero ahí siguen.

Patricio Guzmán, estrella mundial del documental desde que a principios de los 70 rodó La batalla de Chile, un trabajo de cuatro horas y media sobre el último año de Allende, aprovecha las metáforas y los contrastes terribles del desierto de Atacama. En ese espacio vacío donde el hombre solo ha podido estar de paso o morir, y que hoy es atalaya privilegiada para ver las estrellas, Pinochet mandó a construir un campo de concentración. Allí también el dictador y su gente enterraron y desenterraron (para no dejar constancia de la barbarie) a miles de chilenos.



Guzmán habla con Miguel Lawner. Mientras que estuvo recluido en el campo de concentración de Atacama, este arquitecto se dedicó a tomar nota (mental, pues otro tipo de documentación le habría llevado al paredón) de las dimensiones de los barracones. Marcando una y otra vez los pasos entre un extremo y otro de cada estancia y memorizando cada recoveco, Miguel se llevaba la arquitectura de la barbarie en su cabeza. Años más tarde, y ya como exiliado en Dinamarca, donde ha pasado su vejez, Miguel traslada esos números, que solo están en su cabeza, a formas geométricas y al papel. Al cabo de los años, la testarudez y el esfuerzo denodado de Miguel Lawner mantienen viva la memoria del horror en algo tan tangible y aparentemente inocuo como el plano de una casa. Su mujer, mientras tanto, muere poquito a poco de Alzheimer. Es la metáfora de Chile.

Los astrónomos miran con sus potentes telescopios para descifrar un porción infinitesimal del universo. Al mismo tiempo las mujeres remueven la tierra en busca de una falange o un trozo de hueso que certifique que el hijo o el marido cayeron allí muchos años antes, de un tiro en la nuca o de pura extenuación. Buscan algo que les devuelva la certidumbre perdida y dé sentido a sus vidas. Unos mirando tan alto en busca de tan poco, otros arrastrando la mirada en pos del todo. Es la paradoja que no desperdicia Patricio Guzmán en Nostalgia de la luz.

“Ojalá los telescopios no miraran al cielo, sino que barrieran la tierra para encontrar a los muertos”, nos dice una anciana a la que cuesta mantenerle la mirada, incluso desde el anonimato que da la sala oscura. Es una mujer que, después de tantos años, no ha perdido la esperanza de encontrar a su hermano desaparecido. Habla sin revanchismo (el tiempo sepultó hace mucho ese sentimiento) y solo quiere saber qué fue de los suyos, para morir, ella sí, tranquila.

En otro momento, una joven chilena, que no conoció a sus padres (desaparecieron cuando era un bebé) y que fue criada por los abuelos, mira en las estrellas para mitigar el dolor. Un dolor que, en su caso, ha dejado “falla de fábrica”. Un tara imperceptible para los demás, pero que a ella, en la intimidad, la sigue lacerando.

El año pasado vi en Madrid una exposición del fotógrafo Gervasio Sánchez sobre los desaparecidos y parias de América Latina, Asia, los Balcanes y España. Por haberlas visto tanto en la prensa, en los rutilantes informativos de las cadenas extranjeras, en los grandes reportajes o en los libros de historia, palabras como genocidio, exterminio, masacre, fosa común o limpieza étnica adquieren un aire irreal, lejano, casi novelesco. Sin embargo, las fotos de Gervasio Sánchez de esas ancianas que aparecen con el peluche o con la cartilla escolar del niño que se fue tantos años antes, nos muestran una tragedia bien cercana y factible. Creo que Guzmán logra en su Nostalgia de la luz algo de esto.

A pesar de los años (o quizá por ellos) y de los premios, el veterano Patricio Guzmán sigue haciendo las preguntas de un niño, siempre directas y clarificadoras. Preguntas también pertinentes, pues el dolor y la injusticia siguen ahí. La mirada de Guzmán es cristalina y compasiva. Cede a la metáfora que le proponen el desierto, las estrellas y los muertos, pero esquiva cualquier intelectualismo. El sufrimiento de las madres chilenas y la injusticia histórica que encarnan se bastan por sí solos para dejarnos sin aliento.




martes, 11 de diciembre de 2012

Chejov en La Casa de la Portera





En un país como éste, donde los mandamases de la política cultural no han sentido en los últimos años el menor sonrojo al despilfarrar decenas, quizá cientos de millones de euros en levantar imponentes e inútiles ciudades de la cultura o futuristas centros de arte encargados casi siempre al arquitecto de moda, el ejemplo de La Casa de la Portera es reconfortante.

En un bajo del barrio de la Lavapiés, José Martret y Alberto Puraenvidia han convertido un piso oscuro en un espacio escénico atrevido y fresco, despojado de la pompa y la parafernalia que asociamos a la "alta cultura" o a esos espectáculos de nuevo rico que tantos agujeros han dejado en las finanzas públicas. 

Es literal: La Casa de la Portera fue en otro tiempo la residencia de la portera del viejo inmueble de la calle Abades 24. En el piso mal ventilado, oscuro y de pasillos angostos, donde probablemente varias generaciones de señoras humildes sacaron adelante familias numerosas y donde malamente combatieron las humedades y el frío de la posguerra, ahora se abren dos salitas donde los actores y los escasos 20 espectadores que entran en cada sesión comparten el espacio escénico.
 
Supongo que para el actor es una experiencia nueva la de tener tan encima a un público que, a poco que estire los pies o muestre aburrimiento, entorpecerá sus movimientos y pondrá en peligro su concentración. Para el público (y de eso no me cabe duda) la experiencia sí es distinta. Ver una obra en la Casa de la Portera es como ver un partido de baloncesto a pie de pista, donde uno percibe los forcejeos más íntimos de dos gigantes bajo del aro (esos que la tele nunca nos podrá mostrar), y donde también tenemos que estar dispuestos a que nos caiga encima una mole de dos metros o a sentir la llovizna de sudor del jugador que se acerca a la banda en pos de la pelota.

En la Casa de la Portera, con los actores encima de nosotros y nosotros encima de los actores, uno se da cuenta de que el teatro es menos mecánico de lo que parece desde el patio de butacas oscuro, y sí un proceso complejo y matizado. Además del texto, la declamación y los silencios, el actor y quien monta la obra tienen que administrar el espacio (casi siempre escaso) y la intensidad de las miradas y los gestos. Un giro mal calculado o un aspaviento demasiado sobreactuado pueden destrozar un personaje en cuestión de segundos, creando una desconfianza difícilmente recuperable más tarde.

Me gustó el Ivanov de La Casa de la Portera (allí lo han llamado, con un giro moderno pero acertado, Iván-off). Es el primer drama potente de Chejov y anticipa muchas de las preocupaciones que están en sus obras mayores, en los tantas veces representados Tío Vania o La gaviota. Los actores transmiten y emocionan casi siempre, aunque alguno, como el doctor Constan (Roberto Correcher), está demasiado hierático e inexpresivo, y Ana (Sabrina Praga), la mujer del torturado Ivanov, no llega dar rienda suelta a su frustración y perplejidad.

Ivanov (Raúl Tejón), un Hamlet moderno que se regodea en su miseria y que crece a medida que se autodestruye y acaba de paso con los demás, sale bien parado en la puesta en escena de José Martret. Aunque este Iván-off es un drama que pasa por los temas mayores de Chejov (la decadencia social y económica de la aristocracia, los estragos del paso del tiempo y los amores irremediablemente contrariados) y que está enriquecido por buenos secundarios (el descreído Mateo, tío de Ivanov; o el despiadado primo Miguel), uno echa en falta la ironía y el descreimiento que logra Chejov con su inolvidable Vania. Este Ivanov es, para los parámetros de Chejov, drama al cuadrado, y eso a ratos lo asfixia. En todo caso, es un anticipo de su espléndido universo.  

Siguiendo tan de cerca la puesta en escena de La Casa de la Portera, me acordé de Vania en la calle 42, aquel primoroso y revelador homenaje que Louis Malle y David Mamet le dedicaron al dramaturgo ruso en un teatro neoyorquino en ruinas, y que fue tan bien compuesto por Wallace Shawn. Recuerdo perfectamente el día lluvioso de 1996 en que vi aquella película, en un país extranjero. Fue toda una revelación que todavía agradezco a los impulsores de esa extraña y única obra. Si en Lavapiés eran mis ojos y mis oídos los que, como intrusos, robaban las líneas a los actores, en aquella ocasión, era la cámara de Louis Malle la que nos dejaba el Vania más íntimo y susurrado del mundo.

En fin, id a ver Ivan-off a la Casa de la Portera. Allí actores y público comparten espacio escénico y emociones durante casi dos horas, lo que no es poco para los tiempos que corren.           


jueves, 6 de diciembre de 2012

Sublimación del 15-M




A propósito de 15 M-Te quiero libre, de Basilio Martín Patino

El Pequeño Cine Estudio de la calle Magallanes de Madrid era el último sitio para ver 15 M- Te quiero libre, el documental de una hora de Basilio Martín Patino. La escondida sala de la calle Magallanes –hay que preguntar para llegar a ella; está en un patio interior y no a pie de calle- es un vestigio de un mundo periclitado. Que aguanten sus dueños con un programa hecho a base de cortos y documentales es una proeza. En el Pequeño Cine Estudio resuenan ecos de un mundo de cineclubs, sesiones dobles y mucha mitomanía cultureta difícilmente comprensible para esos chavales de hoy que pasan el día colgados a las pantallitas, irremediablemente lúdicas, de cristal líquido.   

Por lo que cuentan las crónicas, 15 M-Libre te quiero fue muy aplaudida en la Seminci de Valladolid y luego ha tenido una buena cobertura mediática. Si buscamos en Google información sobre el documental nos salen 2,6 millones de resultados. Buena parte de su “trascendencia” se debe al hecho de que su promotor es una de las vacas sagradas del cine en España, Basilio Martín Patino, el mismo que en los años 50, recién salido de la adolescencia, promovió una renovación del casposo cine español de la época en lo que luego se conocería como las Conversaciones de Salamanca y que más tarde haría joyas como Nueve cartas a Berta u Octavia, o documentales como Queridísimos verdugos o Caudillo, sobre Franco, que hizo en la clandestinidad y que tuvieron que esperar a la muerte del dictador para ser estrenados.

Sin embargo, y a pesar de tanto nombre y curriculum, me temo que este trabajo sobre los indignados de la Puerta del Sol no lo han visto ni cien personas en Madrid en los escasos cinco días que ha estado en cartel, en horarios y salas marginales. En el mejor de los casos, 15 M-Libre te quiero aparecerá algún día de madrugada, cuando ya nadie se acuerde, en algún canal especializado de cine de autor, de esos que siguen cuatro gatos, o troceado en Youtube si alguien tiene la osadía (y el buen gusto, y que perdonen la SGAE y los autores) de subirlo. En fin, un mundo a punto de desaparecer. Una pena.  

En todo caso, vamos con la película. Basilio Martín Patino -82 de años ya, aunque no acaba de aparentarlos- se bajó desde el primer momento a la puerta del Sol, cámara en mano, para rodar lo que no era más que el momento final de una manifestación antisistema. En los días siguientes, y hasta que desmantelaron la plaza, rodó 25 horas de tamboradas, debates, convivencias o forcejeos con la policía.  

Martín Patino prescinde de una voz en off que nos guíe y, a pesar de todo, mantiene el interés gracias a un excelente trabajo de montaje. Aunque las imágenes fluyen, sincopadas por esa canción de Amancio Prada con letra de Agustín García Calvo que le da título a la película, uno no deja de pensar, mientras las disfruta en la sala oscura, en el infinito trabajo que le planteó a su minúsculo equipo de colaboradores la selección del material.
El resultado es pura poesía visual.

Dicen que Martín Patino da una imagen quizá demasiado festiva y feliz del 15-M. Una imagen demasiado lúdica que soslaya la crispación de la multitud y sus aspiraciones de regeneración democrática y justicia social. Puede ser. Pero ¿acaso no fue la sentada del centro de Madrid una gran performance? Como el propio Patino, televisiones y fotógrafos de todo el mundo acudieron allí desde el primer momento para dar cuenta de la primera manifestación de esa ira largamente contenida por la sociedad española tras años de crisis económica.

Esa expectación sentimental y mediática se contagió a los acampados de Sol, que acabaron convirtiéndose en protagonistas de un espectáculo construido a base de de proclamas libertarias y reclamos de (imprescindible) regeneración política –“la revolución es ahora”, “lo queremos todo”, “no nos representa el PPSOE”, “si somos el futuro ¿por qué nos dan por culo?”...-, pero también de música, color e inesperada solidaridad.  

En su peregrinaje por el microcosmos de la puerta del Sol, la cámara de Martín Patino, que deja que sea siempre el espectador el que tenga la última palabra –en esto su propuesta es irreprochable-, se topa con imágenes que quizá se conviertan –qué remedio- en iconos de un movimiento de tan nobles como disparatados y vaporosos ideales. Se me viene a la cabeza esa chica que juega con un globo rosa a los pies una columna de policías. Un gesto tan ingenuo como desafiante, puro 15-M.  




Libre te quiero 
(Amancio Prada con letra de Agustín García Calvo)

Libre te quiero 
como arroyo que brinca 
de peña en peña, 
pero no mío. 
Grande te quiero 
como monte preñado 
de primavera, 
pero no mío. 

Bueno te quiero 
como pan que no sabe 
su masa buena, 
pero no mío. 

Alto te quiero 
como chopo que al cielo 
se despereza, 
se despereza, 
pero no mío. 

Blanco te quiero 
como flor de azahares 
sobre la tierra, 
pero no mío. 

Pero no mío 
ni de Dios ni de nadie 
ni tuya siquiera. 

No, no, no, no, no, 
no mío. 
No, no, no, no, no, 
no, no, no, no, 
ni tuyo. 
No, no, no, no, no, 
no, no, no, no, no, 
no mío.