martes, 11 de diciembre de 2012

Chejov en La Casa de la Portera





En un país como éste, donde los mandamases de la política cultural no han sentido en los últimos años el menor sonrojo al despilfarrar decenas, quizá cientos de millones de euros en levantar imponentes e inútiles ciudades de la cultura o futuristas centros de arte encargados casi siempre al arquitecto de moda, el ejemplo de La Casa de la Portera es reconfortante.

En un bajo del barrio de la Lavapiés, José Martret y Alberto Puraenvidia han convertido un piso oscuro en un espacio escénico atrevido y fresco, despojado de la pompa y la parafernalia que asociamos a la "alta cultura" o a esos espectáculos de nuevo rico que tantos agujeros han dejado en las finanzas públicas. 

Es literal: La Casa de la Portera fue en otro tiempo la residencia de la portera del viejo inmueble de la calle Abades 24. En el piso mal ventilado, oscuro y de pasillos angostos, donde probablemente varias generaciones de señoras humildes sacaron adelante familias numerosas y donde malamente combatieron las humedades y el frío de la posguerra, ahora se abren dos salitas donde los actores y los escasos 20 espectadores que entran en cada sesión comparten el espacio escénico.
 
Supongo que para el actor es una experiencia nueva la de tener tan encima a un público que, a poco que estire los pies o muestre aburrimiento, entorpecerá sus movimientos y pondrá en peligro su concentración. Para el público (y de eso no me cabe duda) la experiencia sí es distinta. Ver una obra en la Casa de la Portera es como ver un partido de baloncesto a pie de pista, donde uno percibe los forcejeos más íntimos de dos gigantes bajo del aro (esos que la tele nunca nos podrá mostrar), y donde también tenemos que estar dispuestos a que nos caiga encima una mole de dos metros o a sentir la llovizna de sudor del jugador que se acerca a la banda en pos de la pelota.

En la Casa de la Portera, con los actores encima de nosotros y nosotros encima de los actores, uno se da cuenta de que el teatro es menos mecánico de lo que parece desde el patio de butacas oscuro, y sí un proceso complejo y matizado. Además del texto, la declamación y los silencios, el actor y quien monta la obra tienen que administrar el espacio (casi siempre escaso) y la intensidad de las miradas y los gestos. Un giro mal calculado o un aspaviento demasiado sobreactuado pueden destrozar un personaje en cuestión de segundos, creando una desconfianza difícilmente recuperable más tarde.

Me gustó el Ivanov de La Casa de la Portera (allí lo han llamado, con un giro moderno pero acertado, Iván-off). Es el primer drama potente de Chejov y anticipa muchas de las preocupaciones que están en sus obras mayores, en los tantas veces representados Tío Vania o La gaviota. Los actores transmiten y emocionan casi siempre, aunque alguno, como el doctor Constan (Roberto Correcher), está demasiado hierático e inexpresivo, y Ana (Sabrina Praga), la mujer del torturado Ivanov, no llega dar rienda suelta a su frustración y perplejidad.

Ivanov (Raúl Tejón), un Hamlet moderno que se regodea en su miseria y que crece a medida que se autodestruye y acaba de paso con los demás, sale bien parado en la puesta en escena de José Martret. Aunque este Iván-off es un drama que pasa por los temas mayores de Chejov (la decadencia social y económica de la aristocracia, los estragos del paso del tiempo y los amores irremediablemente contrariados) y que está enriquecido por buenos secundarios (el descreído Mateo, tío de Ivanov; o el despiadado primo Miguel), uno echa en falta la ironía y el descreimiento que logra Chejov con su inolvidable Vania. Este Ivanov es, para los parámetros de Chejov, drama al cuadrado, y eso a ratos lo asfixia. En todo caso, es un anticipo de su espléndido universo.  

Siguiendo tan de cerca la puesta en escena de La Casa de la Portera, me acordé de Vania en la calle 42, aquel primoroso y revelador homenaje que Louis Malle y David Mamet le dedicaron al dramaturgo ruso en un teatro neoyorquino en ruinas, y que fue tan bien compuesto por Wallace Shawn. Recuerdo perfectamente el día lluvioso de 1996 en que vi aquella película, en un país extranjero. Fue toda una revelación que todavía agradezco a los impulsores de esa extraña y única obra. Si en Lavapiés eran mis ojos y mis oídos los que, como intrusos, robaban las líneas a los actores, en aquella ocasión, era la cámara de Louis Malle la que nos dejaba el Vania más íntimo y susurrado del mundo.

En fin, id a ver Ivan-off a la Casa de la Portera. Allí actores y público comparten espacio escénico y emociones durante casi dos horas, lo que no es poco para los tiempos que corren.           


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