lunes, 27 de enero de 2014

Entre Venezuela y Dinamarca




A propósito de “El dilema de España”, de Luis Garicano

La crisis ha dejado en España un vago impulso reformista. Está en la tertulia del bar, en los movimientos vecinales (como el de Gamonal, en Burgos), en las mareas verdes y blancas de Madrid, en los rescoldos asamblearios del 15-M, en algunas políticas del Gobierno… Después de unos primeros años de colapso económico en el que proliferaron libros y estudios dedicados a explicar qué nos había pasado, empiezan a aparecer ahora trabajos más orientados a decirnos cómo salir del hoyo. Es el caso de este librito de Luis Garicano, economista de la prestigiosa London School of Economics y colaborador del excelente blog Nada es gratis, de Fedea, un grupo de análisis fundado por Luis ángel Rojo e impulsor de propuestas muy denostadas por algunos como el contrato único indefinido.


Se puede estar más o menos de acuerdo con los economistas de Nada es gratis, pero Garicano y sus colegas se han tomado en serio la tarea de analizar con rigor la situación de España desde que entró en la crisis y aportar soluciones, en algunos casos más allá de la economía, en la línea de una tradición regeneracionista que antes tuvo valedores como Jovellanos o JoaquínCosta.


Garicano es directo e incisivo, y no deja títere con cabeza a la hora de buscar responsables del desaguisado. Dos lacras, en su opinión, ha dejado la fiebre financiera e inmobiliaria que trajo el euro: un país escasamente formado, con un nivel de fracaso/abandono escolar pavoroso; y unas instituciones ineficientes, dependientes de una clase política y dirigente escasamente formada y de cortas miras. Sin educación y sin instituciones de calidad (que rindan cuentas de forma debida y sometidas al arbitraje de organismos reguladores independientes), un país no prospera. Esas son las palancas que, para Garicano, han sostenido el desarrollo de países como Holanda o Alemania, sin ningún recurso natural extraordinario que explotar, pero con un modelo económico y de sociedad al que deberíamos tender.


En la línea de César Molinas, Garicano denuncia todo tipo de corporativismos (conservadores y paralizantes por naturaleza) y el capitalismo castizo que obliga a pasar por el palco del Bernabeú si uno quiere hacer negocios en este país. El modelo a seguir debería ser el de los Zaras, Mercadonas y Mangos, obra de emprendedores periféricos que rompieron esquemas en su sector y aportaron valor, llegando a ser líderes incluso mundiales, y no el de las energéticas, los bancos o las grandes constructoras, una oligarquía reminiscencia de tiempos oscuros, una élite extractiva (Acemoglu y Robinson) que a largo plazo empobrece el país. 

Sin embargo, la situación no es irreversible. España no sufre un castigo eterno de raíz bíblica. Si casi de un día para otro acabamos con el tabaco en el trabajo y en los lugares públicos, y la tasa de muertes por accidentes de tráfico cayó un 80%, todo es posible. Al decir de Garicano, este país tiene solución, por más que la gravedad de la crisis nos haga creer que vamos a seguir en el túnel por el resto de los tiempos. Además, la solución está en casa, en la voluntad de cambio de los agentes. No será fácil, pues tristemente, como recuerda Garicano, “las cosas funcionan mal en gran parte porque, simple y llanamente, a los actores clave no les interesa cambiarlas”. Ahí es donde este libro se presenta más movilizador, toda vez que el autor pide la implicación de todos en el cambio. Eso sí, por el tono y las insinuaciones, Garicano parece desdeñar aventuras revolucionarias y propone un proceso de reformas tranquilo, evitando la amalgama de voces y la confusión del 15-M o la lucha callejera de Gamonal.  


Garicano hace un llamamiento a los españoles para que nos rebelemos exigiendo una clase política a la altura del desafío. No estamos ante un libro de recetas para abordar sólo la salida de una crisis económica, ni otras que puedan venir. Su libro, a pesar de estar escrito por un economista y abordar cuestiones como el boom de la construcción, las deficiencias de la unión europea y del euro o los factores que hay detrás del ritmo de crecimiento de los países, va más allá y propone otro modelo de sociedad. Lograrlo no será cuestión de meses, ni de años, sino de décadas. Requerirá trabajo duro, seguridad jurídica e instituciones transparentes y responsables. Garicano cree que es necesario retomar la dirección que había tomado España hasta mediados de los 90, y que el aluvión de dinero barato que trajo el euro hizo saltar por los aires.


Sobre el terreno, Garicano propone cosas que al político que lo lea le dará sarpullido, como reducir el número de ayuntamientos de 8.000 a 600, lo que supondría que no quedara ninguno por debajo de 20.000 habitantes. También propone que las comunidades autónomas sean responsables de sus gastos ante los electores. O cambiar de arriba abajo la educación y sobre todo la universidad, renunciado a la arraigada pero empobrecedora cultura memorística y a los esquemas de oposiciones actuales, siniestro modelo decimonónico que no garantiza la llegada de los más capaces a los puestos clave del servicio público. También aboga por cambios prácticos y asumibles desde mañana mismo, como retrasar la hora y adaptar los horarios a Europa para hacer posible la conciliación familiar.


El momento es crucial.  Garicano nos viene a decir que España está ante una oportunidad histórica para engancharse de una vez por todas a la modernidad y la eficiencia europea, o, por el contrario, huir hacia adelante cayendo en el populismo de corte neoperonista y dar como bueno un capitalismo de amiguetes donde la riqueza está del lado del que tiene contactos y las pérdidas del lado de la sociedad. Para que todo el mundo lo entienda, Garicano nos pone en una encrucijada improbable, pero con suficiente fuerza metafórica: Venezuela o Dinamarca. La elección es nuestra.  


El dilema de España es un texto incisivo, pero escrito con elegancia y gran capacidad de síntesis, y donde la elección de datos es acertada. Hay rigor, pero los números no oscurecen los argumentos y las ideas que propone Garicano para mejorar el funcionamiento del país y en definitiva, como se nos dice en el subtítulo, “vivir mejor”, que de eso se trata.





miércoles, 22 de enero de 2014

Inglaterra líquida



A propósito de Capital, de John Lanchaster


El lugar donde se desarrolla Capital, Pepys Road, luce en Google Earth como una de esas calles típicas llenas de casas bajas adosadas de la época victoriana, con su parcelita ajardinada, que ocupan buena parte de Inglaterra. El polifacético periodista y novelista británico John Lanchester nos cuenta en el prólogo de su novela que Pepys Road fue pensada en su origen, a finales del siglo XIX, como un área residencial en el sur de Londres para personas de clase media baja que no se podían permitir nada mejor. 

En los años 90 y principios del milenio la calle se convirtió en uno más de entre los lugares del mundo atacados por la fiebre especuladora que hizo creer a todo propietario que poseía un tesoro en vez de un montón de ladrillos. En la nueva Gran Bretaña de ganadores y perdedores, nos cuenta Lanchester, “quienes vivían en la calle, sólo por vivir allí, habían ganado”.

El título de Capital (editorial Anagrama) no es casual, ya que juega con el doble sentido, eficaz tanto en inglés como en castellano, que nos evoca el Londres financiero y el cosmopolita. Lanchester no sólo es un enamorado de Londres sino que conoce perfectamente los entresijos de la economía de casino que domina la City (y el mundo), como demostró en “¡Huy! Por qué todo el mundo debe a todo el mundo y nadie puede pagar”, uno de los populares libros que desentrañan las causas de la crisis.

Aunque la Pepys Road real no sea exactamente la descrita por Lanchester, sirve como perfecto paisaje para enmarcar las vidas de un puñado de familias representativas, casi estereotípicas, de la nueva Inglaterra de la globalización. Capital transcurre entre diciembre de 2007 y noviembre de 2008, y utiliza tal contexto, el de los primeros tiempos del colapso financiero mundial, y algunos de los modelos de especulación más típicos (el fútbol, las casas, la City, el arte…) como fondo escénico. Los protagonistas principales están obsesionados por el dinero y lo material.

El tiburón de la City y su caprichosa esposa, siempre pendientes de la revalorización de su exclusiva residencia, la joven niñera húngara en busca de un futuro mejor, la familia de inmigrantes paquistaníes que brega día y noche en su tiendita de oportunidad, el obrero polaco que se gana la vida haciendo chapuzas para los ricos, el joven futbolista prodigio senegalés y su vigilante padre, la refugiada zimbabuense subempleada en el control de los parquímetros, el artista excéntrico especializado en la provocación y las performances, viven, o trabajan, y sueñan con hacerse ricos en Pepys Road, sin que en realidad se traten mutuamente más allá de lo estrictamente indispensable para sus fines prácticos o comerciales. La única residente que ha vivido toda su vida en Pepys Road, ya anciana y muy enferma, parece destinada a desaparecer en un plazo breve…



La estructura de la novela, como la propia vida en el gran Londres, está fragmentada en pequeños y efectistas capítulos protagonizados por los distintos personajes separadamente. Cada hilo argumental es independiente de los demás y todos se van entremezclando, sin tocarse, para construir una especie de álbum narrativo. Lanchester, cual entomólogo, no penetra realmente en los caracteres de los protagonistas, sino que los observa desde cierta distancia, mientras describe, a través de sus actos, sus vidas y sus pensamientos más evidentes, la variopinta mezcolanza de la sociedad londinense y su futilidad. Una fina ironía, muy británica, impregna todo el relato, que muestra, sin crítica manifiesta aunque sí implícita, la voracidad de los grupos sociales que provocaron la crisis financiera.

Capital refleja fielmente el carácter de la líquida sociedad inglesa (y europea) actual, multirracial y heterogénea, materialista, frívola, inestable, poco comprometida y superficial. La propia novela es un producto típico de nuestros tiempos, amena, fácil de leer, ligera e interesante, aunque a la postre tan intrascendente como el suceso con el que comienza la narración (que promete en su inicio mucha más profundidad de la que finalmente ofrece).

Con ello no quiero decir que Capital sea un mal libro, por el contrario, está perfectamente concebido y escrito por el inteligente Lanchester, que ha conseguido un atractivo paquete literario compuesto por pequeños envoltorios rellenos de sabrosas historietas londinenses para degustar en cortos recorridos de metro (doy fe). Una novela tan contemporánea como el London Eye...




lunes, 13 de enero de 2014

Olores de Tenerife




En Aromas, el escritor francés Philipe Claudel rememora capítulos de su vida recurriendo a imágenes, pero también a los olores que algún día le fueron familiares: del campo borgoñés de su infancia, de los primeros cigarrillos que fumó, de las sábanas limpias, de la droguería del pueblo, del colegio, de las chicas que le fascinaron...

Siguiendo el ejemplo de Claudel, en este post buceo un poco en mi memoria a través de olores que creía irrecuperables, pero que siguen ahí: 



Biblioteca

Durante años, los anchos muros de piedra y barro revestidos cal de la biblioteca de La Orotava marcaron los límites de mi mundo, del físico y del imaginario. No fui un ávido lector de novelas de aventuras o, más tarde, de los libros que se supone deben interesar a un adolescente. Pero sí fui un estudiante aplicado y esforzado, y a aquella biblioteca acudía muchas tardes en mis años de EGB y del bachillerato a hacer en silencio los deberes. Me gustaba estudiar en ese patio canario, tan luminoso y amplio, que hoy muchos turistas confunden con un museo y pasan a contemplar con aire despreocupado. Me gustaba estar allí, rodeado de estudiantes de todas las edades que se pasaban el tiempo cuchicheando y de bibliotecarios cuya única función era recortar y clasificar papales y periódicos, y abroncar a los pequeños cuando el bullicio se hacía intolerable. 
   
La biblioteca olía (y todavía huele) a humedad, papel viejo y madera barnizada, y a tinta de periódico. Aunque los estudiantes que hoy siguen abarrotándola van cargados con ordenadores, tabletas y teléfonos inteligentes, ese aroma a celulosa acartonada y macerada por las brumas de los alisios sigue presente en todas sus estancias y mantiene las frías salas ajenas al devenir de unos tiempos metálicos e inodoros. 

Durante muchos años, no hubo quien encontrara un libro en la biblioteca de La Orotava. Ni los volúmenes estaban en orden, ni las viejas fichas que debían dar fe de ellos estaban al día. Por supuesto, la informática no había aterrizado como método de clasificación. Aquel desbarajuste era consentido por el bibliotecario, un hombre con fama de crápula y bohemio, y siempre atacado por algún mal de amores. Aquel bibliotecario, hombre de buena familia venida a menos, siempre vio aquel sitio, donde tan a gusto yo me encontraba, como un destierro burocrático por el que no valía la pena mover un dedo.  



El Reflex

Durante años soñamos con convertirnos en una estrella del Barça o el Madrid, o en aquellos jugadores de los cromos de Panini que tanto mercadeo generaban en el patio del colegio. Los que no vivíamos en una capital y no tuvimos la suerte de tener un padre o un tío aficionado que nos llevara al estadio, no nos quedaba más remedio que buscar héroes entre los jugadores del pueblo, aquellos rudos futbolistas de tercera división que teníamos a la vista cada domingo, en el campeonato regional. Tan barbudos y melenudos (era la moda) como los de la televisión, reconcentrados mientras estiraban en la banda, a un palmo de nuestras narices, desafiantes, con la mirada perdida en la línea de gol o en empeine de la bota. 

Aquellos héroes de tercera iban perfumados de Reflex, un antiinflamatorio al que recurrían a la mínima los viejos masajistas y utilleros del campo de fútbol municipal. En un intento de llevar la épica del dolor a nuestros juegos infantiles, y emular las luchas que veíamos en los campos de césped, también nosotros nos llevábamos el Reflex a los improvisados partidos que disputábamos en el descampado contra chicos de otros barrios. También nosotros, mequetrefes soñadores, nos hicimos con un botiquín, precario, pero debidamente provisto de un par de botes de aquel spray milagroso, mezcla de mentol, esencia de trementina y alcanfor, y con el que los grandes aliviaban el escozor de los golpes. En nuestro caso, las dosis de aerosol para los lesionados debían ser mínimas, pues se trataba de un producto caro y no recomendado para los niños. Había que "condutarlo", al decir extraño de mi padre. Como debíamos "condutar" la Coca-Cola que nos pedían en el bar o las papas fritas que nos compraban en los días de feria. Aquel Reflex nos ponía a la altura de nuestros héroes, por lo menos a la hora de lidiar con el dolor. 




El cloro

Al cabo de los años lo vi materializado en las tabletas blancas que, como si de una medicina se tratara, los conserjes de las urbanizaciones y los propietarios de chalets suministran periódicamente a sus piscinas. Sin embargo, durante mucho tiempo, el cloro fue un nombre en la tabla periódica y un químico ubicuo, pero esquivo e inasible. El cloro arruinó el agua corriente que antes bebíamos despreocupadamente. Su pastosa presencia nos advertía de que la enfermedad podía llegar por el grifo y nos obligó en casa a tener que comprar a diario botellas de agua mineral. Esas botellas de líquido virgen de manantial que eran una promesa de frescura y vida sana, el reverso de la química y el laboratorio  cuya metáfora diaria era el cloro onmipresente en el agua corriente.
  
El cloro me embriagaba nada más llegar a la piscina del colegio salesiano de La Orotava, el único sitio del pueblo donde uno podía a nadar. Mi madre me llevó allí, a tomar clases, durante un par de veranos. Hoy asocio con el miedo la pestilencia que le daba a uno la bienvenida no más atravesaba la puerta de aquella piscina, una mezcla de cloro, sudor y champú infantil, potenciada por el calor asfixiante que creaba la techumbre de uralita del recinto en los meses de julio y agosto. También revive el cloro el pavor que me daban las profundidades imprecisas de la piscina, y el cansancio en los brazos y la desesperación de los primeros largos, travesías oceánicas que mi madre seguía con atención y cierto desespero desde la grada.




[Aromas, de Philippe Claudel, está publicado en España por la editorial Salamandra]

jueves, 2 de enero de 2014

La buena literatura nos hace mejores



Los americanos son muy dados a llevar la precisión de la ciencia y la estadística a todos los aspectos de la vida, incluso a aquellos que, aparentemente, menos se someten al rigor de la observación sistemática y la estadística, como la lectura de una novela. Hace un par de meses nos enteramos por la prensa de que dos investigadores han publicado un trabajo donde demuestran los efectos benéficos que produce la literatura buena (y compleja), frente a la que no lo es tanto y está más destinada a engordar las arcas de las editoriales y el bolsillo de los autores.

Según el estudio de David Comer Kidd y Emanuele Castano, dos investigadores de The New School for Social Research, de Nueva York, la literary fiction -supongo que bajo ese epígrafe podrían aparecer Flaubert, Kakfa, Cervantes, Bernhard, Borges o Faulkner- nos mejora como personas, pues nos da capacidad para  reconocer emociones y pensamientos en los demás, lo que nos hace más sociables y, en última instancia, más felices. No está mal que de vez en cuando nos recuerden que  la lectura de un buen libro, ese acto solitario y muchas veces amigo de la misantropía, puede ir más allá del placer íntimo y hacernos más compasivos y favorecer incluso la convivencia. Estos psicólogos que han publicado en Science nos vienen a decir que una buena lectura no es, como algunos se temían, un sustituto de la vida y de las relaciones sociales, sino la vida misma.      

El mundo y la vida nunca son blanco o negro, a pesar de lo que los tertulianos de la radio o la televisión nos quieren hacer creer. Comer Kidd y Emanuele Castano realizaron hasta cinco experimentos en los que participaron un millar de lectores que se enfrentaron a libros de Danielle Steel o Gillian  Flynn, por un lado, y Don DeLillo o Anton Chejov, por otro. El estudio de Comer Kidd y Castano, publicado en octubre en la revista Science, demuestra que los libros que presentan personajes complejos y paradójicos, y que, por lo tanto, requieren esfuerzo intelectual, nos ayudan a enfrentarnos a situaciones difíciles y a leer mejor los estados emocionales del vecino que aquellos libros en los que, por requerimientos de la mercadotecnia, los protagonistas se presentan sin aristas y oscuridades y donde, por el contrario, reinan los chichés. No conviene olvidarlo, la literatura popular, esa hamburguesa chorreante de ketchup que tantas veces apetece, nos hará pasar un buen rato, pero no nos hará más perspicaces y juiciosos.

Tanto en la forma como en el contenido, la literatura y el arte popular suele llevar a un resultado unívoco. No es lo que pasa con la otra literatura. ¿A qué conclusiones nos llevan la lectura de El Quijote de Cervantes, El proceso de Kafka, El extranjero de Camus, las autobriografías de Thomas Bernhard o un cuento de Carver o Chejov? Es difícil decirlo, tan difícil como que las impresiones de dos lectores coincidan.      

La grandeza de la mejor literatura, como la de la buena filosofía, está en las preguntas que suscita, y no tanto en las respuestas que ofrece. El capitalismo casa mal con la contemplación y el pensamiento tentativo que la buena literatura y arte ambicioso proponen. La perplejidad y el cuestionamiento están mal vistos -o no son entendidos- en una sociedad donde el debate se reduce al trazo grueso de un razonamiento alborotado y casi siempre interesado.