martes, 15 de noviembre de 2016

Propuesta para desactivar el turbocapitalismo


A propósito de la lectura de ‘Contra el tiempo’,
de Luciano Concheiro, y de 'Ser sin tiempo', de Manuel Cruz

El joven profesor de filosofía mexicano Luciano Concheiro ha quedado finalista del Premio Anagrama de Ensayo con un librito excelentemente escrito y que detecta un mal silencioso, pero tan extendido como dañino: el de la aceleración del tiempo. Sabedor de que sus potenciales lectores también sufren esa aceleración vital, Concheiro ha escrito un ensayo exprés donde va al grano desde la primera línea y evita largas argumentaciones y exhibicionismos de erudición.

Concheiro, nieto intelectual de Karl Marx, considera en Contra el tiempo que la aceleración de la vida que experimentamos desde hace dos siglos, desde los tiempos de la Revolución Industrial, tiene un origen claro: el capitalismo y su ansia insaciable de beneficios permanentes. Consumimos más: cambiamos el sofá o el coche antes de que agoten su ciclo vital, tiramos la vieja nevera antes de que dé su último servicio y renovamos armario cada dos meses, siguiendo el ritmo trepidante que impone Zara. Vivimos más atropelladamente porque al capitalismo, con los almacenes siempre repletos de supuestas novedades, le interesa este ritmo frenético de reposición, nos recuerda Concheiro.  

Concheiro es un marxista clásico por cuanto para explicar el fenómeno del tiempo hipermoderno recurre en primer lugar a la economía, que es la que luego modela la subjetividad, la cultura o la política. El estrés moderno no es psicológico ni cultural, sino que tiene su origen en los balances de resultados de las grandes corporaciones, esas que cada trimestre tienen que sorprender a los analistas de mercado con ventas y beneficios al alza. Es el turbocapitalismo.

Todos vivimos obligados por “el imperativo social de lo nuevo”. Las consecuencias de esta vida acelerada se dejan ver por todas partes. Sin ir más lejos, el flujo informativo trepidante que proponen Internet y los medios de comunicación erosiona la memoria y complica la elaboración de un relato coherente. Las políticas también son cada vez más cortoplacistas, por no hablar de los planes industriales e incluso educativos.

Como dice Giorgio Agamben, no es posible una nueva cultura sin una modificación de la experiencia del tiempo. Luciano Concheiro identifica el problema y se atreve a proponer una guía de acción para parar este tiempo desenfrenado de la modernidad. Pero el mexicano, traductor de autores como Slavoj Zizek, no es amigo de grandes resistencias organizadas y premeditadas. En su opinión, cualquier transformación radical corre el peligro de ser engullida por el propio capitalismo, como hasta cierto punto ha ocurrido con el movimiento slow que pregonan gurús como Carl Honoré.

Concheiro, en cambio, propone cambiar las cosas desde el ámbito privado, simplemente viviendo el instante, que es lo que nos aparta de la realidad circundante y que, precisamente por eso, es pura subversión. La risa, la danza, la música o la contemplación de una fotografía de Gabriel Orozco son puro instante, que congelan el turbocapitalismo.

En fin, Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante es un libro sugerente por cuanto identifica una de las notas más definitorias de la sociedad contemporánea y de la vida de cualquier hijo de vecino, y también es sugerente por la propuesta de contemplación meditativa que nos hace. Una revolución silenciosa para acabar con un mal asumido por todos.

Un librito de Manuel Cruz

Otro libro reciente que toca en algún momento este tema es Ser sin tiempo, del filósofo y ahora político socialista catalán Manuel Cruz. Para Cruz, la aceleración de la vida moderna también responde a un cambio estructural que tiene sus raíces en el primer capitalismo. Un giro que, en su opinión, ha multiplicado hasta tal punto las vidas posibles que nos ha vuelto seres profundamente insatisfechos precisamente por la imposibilidad de experimentarlas todas. Para Cruz, la combinación de este tiempo vertiginoso con las nuevas tecnologías también ha dinamitado la memoria y los planteamientos a largo plazo.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Bibliotecas de escritores


A propósito de la lectura de
'Los reinos de papel', de Jesús Marchamalo

Siento debilidad por las bibliotecas. Cuando era chico, competía secretamente con Chago, mi compañero de pupitre, para ver quién la tenía más grande. La biblioteca, digo. Y si para poner más volúmenes en el estante de casa había que robarlos en una librería o incluso sustraerlos de una biblioteca pública, pues se hacía. Todo fuera por emular a esos escritores que salían en el periódico o en las revistas fotografiados en habitaciones forradas hasta el techo de libros que probablemente nunca leyeron en su totalidad y que en muchos casos acabaron siendo pasto de la humedad.

En las casas de mi infancia -en la mía y en las de mis familiares y amigos- escaseaban los libros. El libro era un objeto de lujo adquirido muchas veces no para ser disfrutado en apacible lectura, sino para simbolizar las aspiraciones de la familia de turno. Igualmente pasaba con los discos y con aquellas primeras y pomposas colecciones de CD de música clásica. El que podía compraba enciclopedias bellamente encuadernadas o colecciones literarias de aire lujoso para aparentar una cultura (libresca) que no tenía. La biblioteca, si existía, era un símbolo de estatus, como lo podía ser el coche, el colegio de los niños o el lugar de vacaciones.

Hoy, el libro ha dejado de ser una marca de estatus social e incluso intelectual porque lo intelectual, hasta cierto punto, ha pasado de moda o está bajo sospecha, o da sopor a nuestros hijos. El prestigio del libro exhibido en la biblioteca familiar, adquirido a plazos a un vendedor a domicilio de la Larousse, o del Círculo de Lectores, simplemente desapareció y no fue reemplazado por nada. Casi sin que lo advirtiéramos, la letra impresa fue pasando a un segundo plano, un declive acentuado en los últimos años por los brillos hipnóticos de las tabletas y los teléfonos móviles.

Los reinos de papel, del periodista y escritor Jesús Marchamalo, recupera este gusto (casi antiguo) por el libro como objeto físico y por las bibliotecas familiares, moldeadas por los gustos y fetichismos de su dueño, pero también por los traslados, las estrecheces o las ausencias de los volúmenes nunca devueltos.  

Marchamalo visita las bibliotecas de escritores como Javier Gomá, Julio Llamazares, Rosa Montero, Juancho Armas Marcelo, Luis Antonio de Villena, Luis Goytisolo o Miguel Delibes, para cuya fundación escribe este volumen. De los libros a la vida, y vuelta a los libros. Somos los libros que hemos leído, como venía a decir Marguerite Yourcenar, pero también los que no hemos leído por prejuicio, por las anteojeras ideológicas que algún día nos pusimos o simplemente por falta de tiempo o la testaruda dejadez.

En el libro de Marchamalo la biblioteca es identidad personal. Rastro del periplo de su dueño o de su familia, de las mudanzas que ha tenido que hacer con los libros a cuestas o de los expurgos obligados por la falta de espacio. También es rastro de su personalidad, más o menos caótica, juguetona o maniática, según se ordenan o no los volúmenes en los estantes, el suelo o el trastero. También son las bibliotecas que visita Marchamalo, cómo no, una muestra de los gustos literarios del propietario, o de sus idolatrías, como esas fotos de actrices de Hollywood que proliferan por las estanterías de la casa de Marta Sanz, o ese ejemplar firmado por Ezra Pound de su propia ‘Antología poética’, que enseña como un tesoro el poeta leonés Antonio Colinas, o esa edición de ‘Impresiones y paisajes’, primer libro de Federico García Lorca, escrito cuando sólo tenía 20 años, que guarda celosamente Luis García Montero en esa biblioteca inmensa que comparte en Madrid con su mujer, la también escritora Almudena Grandes.


Al parecer Marchamalo ha escrito ya dos libros contando sus visitas a las bibliotecas de escritores de renombre. Como sucede en este caso, lo de husmear, de la mano del periodista, en la casa de Julio Llamazares, Bernado Atxaga o Elvira Lindo, conociendo al personaje al tiempo que descubrimos sus referencias literarias, está bien. Pero creo que no estaría mal juntar en un libro las visitas a las casas de lectores anónimos que hayan dedicado un buen dinero y un gran esfuerzo a conformar y mimar la “biblioteca de su vida”. Seguro que tendríamos historias tan buenas (o más) como las que conforman estos reinos de papel.