sábado, 26 de septiembre de 2015

El elogio de la vida contemplativa de Byung-Chul Han



A propósito de la lectura de 'El aroma del tiempo', de Byung-Chul Han


Los libros del filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, paradigma del divo intelectual contemporáneo, a la vez esquivo y popular, tienen desde hace tiempo un éxito inmediato en las librerías de  todo el mundo, ya que se suelen centrar, desde un punto de vista lúcido y asequible a los lectores medios, en el hastío del hombre contemporáneo ante la época que le ha tocado vivir. En su último ensayo en ser traducido al castellano, El aroma del tiempo, Han analiza las causas de la tiranía de la “vida activa” en nuestra sociedad.

Dejó anotado Pascal, en sus Pensamientos, que  no hay “nada tan insoportable para el hombre como estar en reposo total, sin pasiones, sin asuntos, sin diversiones, sin empleos. Entonces siente su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Al instante extraerá del fondo de su alma el tedio, la negrura, la tristeza, el pesar, el despecho, la desesperación”.

Parecería que Pascal anticipaba la vorágine hiperactiva de nuestra civilización del espectáculo y la prisa, en la que nadie puede aspirar a una vida “de verdad” sin estar permanentemente ocupado en trabajar o divirtiéndose de forma frenética (o estudiando otro máster en marketing digital o aprendiendo alemán o inglés o haciendo deporte o “relacionándose” compulsivamente en las redes sociales).

Las razones de la crisis temporal que sufrimos residen para Han, en que ya no vivimos conforme a  una “estructura ordenada”. Nuestro tiempo vital sufre lo que él denomina una “disincronía” porque  se ha atomizado en múltiples y dispersos momentos, dominados por la “absolutización de la vida activa” y el “imperativo del trabajo” productivo.

Asimilado al de las máquinas, “el trabajo se totaliza de tal modo que, más allá del tiempo laboral, sólo queda matar el tiempo”. Así, el tiempo libre se ha convertido en el equivalente a las paradas técnicas de los equipos industriales, necesarias para recuperarse pero carentes de sentido profundo. “El tiempo sobrante, que se debe a un aumento de la productividad, se llena con acontecimientos y vivencias superficiales y fugaces” a las que nos dedicamos con fruición. Los productos y las experiencias se consumen sin paradas, “el ciclo de aparición y desaparición de las cosas es cada vez más breve”.

El círculo vicioso del trabajo cada vez más productivo y del consumo desaforado elimina de la vida el sosiego, la duración, lo permanente. Todo es fugaz, caduco y, por tanto, intrascendente, sometido al imperativo del instante. Las reflexiones de Han transitan frecuentemente por Nietzsche, Arendt y Heidegger, mientras recorre alturas filosóficas lejanas para luego bajar al suelo y concretar su pensamiento en frases lapidarias, casi aforismos ("la narración da aroma al tiempo”, concluye Han, en una de sus sentencias más afortunadas).

¿Cuál es la solución? Han nos propone recuperar ese “aroma del tiempo”, combatir la “compulsión a la aceleración moderna” acabar con la hiperactividad para recobrar la “vida contemplativa” y reflexiva y recuperar un tiempo vital estructurado, humano en suma. Hay que incluir elementos apacibles en nuestra vida cotidiana, reconquistar la tranquilidad para tener acceso a lo reposado, rescatar el desvío y lo indirecto, posponer el acto inmediato e irreflexivo…


El librito se lee tan rápido que se echa de menos un poco más de profundidad en el análisis de la banalidad de nuestra vida cotidiana, oscilante entre la alienación del trabajo y la estupidez de nuestro ocio, y algo más de detalle sobre cómo conseguir “parar el tiempo”. Pero, en ese caso, Han habría escrito un libro de autoayuda y no el lúcido ensayo filosófico que es El aroma del tiempo

lunes, 14 de septiembre de 2015

La tragedia del pequeño librero



El otro día anunció su cierre otra librería en España, aunque la clausura de ésta, al contrario de lo que pasa con muchas otras que desaparecen (¡y lo hacen al ritmo de 2,5 al día!), tuvo extraordinaria repercusión mediática. Al parecer, Negra y Criminal, un lugar de peregrinación para los amantes del género policiaco, era un sitio del agrado de los periodistas y blogueros, muy bien surtido y gestionado por unos libreros vocacionales y conocedores de lo que venden (hasta 18.500 fichas de libros tenían disponibles). Pero ni por esas se salvó.  

En la concurrida rueda de prensa de despedida, el dueño del local, Paco Camarasa, reconoció amargamente cómo en un momento de auge de la novela negra él no había podido mantenerse. “Somos referentes, todo el mundo habla de nosotros, la gente nos quiere, se deja aconsejar, pero no nos compran los libros”, dijo en su despedida. Por eso, como recordaba Camarasa, la gente (y los periodistas, los blogueros, los autores que iban allí a presentar sus novedades, todo tipo de influencers...) pensaban que les iba de cine, cuando en realidad estaban siendo protagonistas de una historia de terror.

La historia de Negra y Criminal no es nueva y demuestra que el prestigio y la aclamación social no valen para mantener un negocio. Está bien eso de que te conozcan en el circuito y te recomienden, pero luego hay que vender para dar de comer a los hijos, pagar las facturas, el alquiler o los impuestos... Cosas que, además, en las grandes ciudades, con la dura competencia que hay, se vuelven tareas titánicas para los pequeños, por muchas horas y vocación que le echen.

Camarasa y su socia de Negra y criminal no son los primeros que tienen que cerrar justo en el momento en que gozan de prestigio y reconocimiento. En su momento, muchos lamentaron que el dueño de los cines Renoir, Enrique González Macho, decidiera cerrar gran parte de las 200 salas de versión original que mantenía en varias ciudades del país. En aquella ocasión, el veterano empresario, que sigue al frente de su distribuidora de cine de autor, Alta Films, aunque bajo mínimos, también aprovechó el momento del harakiri para reprochar a los plañideros que si hubieran acudido a las salas en su momento, los cierres, los despidos y los lamentos se habrían podido evitar.  

A todos (o a unos cuantos) nos gusta vivir en barrios alegres y llenos de tiendas cool, coquetos y confortables cafés, cines de autor, teatros de vanguardia y librerías bien surtidas. Sin embargo, luego son pocos los que mantienen con sus compras esta diversidad comercial. Sé de profesionales (abogados, altos funcionarios o empresarios) muy asentados y bien pagados que un día, por amor al libro y a la edición, decidieron abandonarlo todo y montaron una librería, pero finalmente no pudieron salir adelante. 

Librerías como la de Paco Camarasa o cines como los de González Macho eran un feliz contrapunto al monocultivo que se impone en los centros de las ciudades, donde las tiendas de ropa de las grandes cadenas o los restaurantes de comida rápida lo han invadido todo. Y también hacían más rica la vida en barrios donde hoy sólo se abren peluquerías y fruterías, como si no hubiera más cosa que hacer en la vida que cortarse las puntas y comer paraguayas.

Creo que la mayoría somos culpables de que sitios como Negra y Criminal o los cines Renoir tengan que echar el cierre. En el caso del libro, es irresistible la tentación de acudir a canales potentes como el de Amazon o los de las grandes superficies para comprar el título que muchas veces hemos ojeado en la mesa de novedades de la librería de toda la vida porque un profesional avezado y con instinto nos lo ha puesto al alcance de la mano. Por no hablar de los que se lo bajan todo de Internet -pirata por supuesto-, o de los que esperan a que su primo se lo haga llegar en un pendrive cargado ¡con otros 120.000 títulos!, una auténtica biblioteca de Alejandría por la que no se van a dejar ni un euro. 

Para disfrutar de un buen comercio tiene que haber profesionales arriesgados y con vocación y conocimiento de lo que venden, pero también un público dispuesto a cuidarlo y mantenerlo. Son sitios que tenemos que frecuentar y enriquecer con nuestra presencia. Porque la mejor lectura, la más rica y sugerente, es la compartida. Esa que, de un modo u otro, tenía lugar en la librería de Paco Camarasa.   


jueves, 3 de septiembre de 2015

El ocaso de los poderosos



A propósito de la lectura 'El fin del poder', 
de Moisés Naím 


Cuesta mucho entender ciertas cosas que pasan, y que son titulares de periódico un día sí y otro también. ¿Cómo es posible que llevemos un lustro largo de crisis económica grave en Europa y todavía sigamos enfangados en ella? ¿Cómo es que nadie resuelve el problema migratorio en el norte de África, que cada año deja cientos (quizá miles) de muertos en las costas de España o Italia? ¿Cómo pudo llegar la primera potencia del mundo, Estados Unidos, el país más opulento de la Tierra, al denominado “precipicio fiscal” que dejó momentáneamente al Gobierno de Obama sin capacidad de pago y a los funcionarios sin cobrar sus nóminas? ¿Por qué las cumbres del clima para tratar el calentamiento global, un problema que sólo los muy necios se niegan a reconocer, siguen siendo eventos inútiles que como mucho dan lugar a un comunicado de buenas intenciones? Y así podríamos seguir hasta que nos dieran las uvas.

Son cuestiones que no tienen fácil respuesta. Sin embargo, el excelente libro de Moisés Naim, El fin del poder, fruto de siete años de trabajo y reflexión en compañía de expertos, puede ayudar a entender qué está pasando y por qué las élites políticas, económicas o militares fracasan hoy por inoperancia y parálisis. El punto de partida de Naím es que, al contrario de lo que tendemos a pensar, los poderosos cada vez lo son menos y cada vez tienen menos margen para tomar decisiones. Además, a un líder hoy (de lo que sea: deporte incluido) le cuesta más permanecer en la cima porque tienen más competencia y las barreras de entrada para sus competidores ya no son insalvables o en algunos casos prácticamente han desaparecido. El poder está más fragmentado que nunca, y eso es bueno, pero también complica la resolución de los problemas.

Naím demuestra que los gobiernos cada vez son más frágiles y efímeros, y están más a expensas de las minorías. También que los grandes conglomerados empresariales que durante décadas dominaban un sector de actividad hoy tienen muchas más dificultades para mantener su cuota de mercado, o que los ejércitos de las grandes potencias, preparados para la guerra total, son incapaces de dar una respuesta en un mundo de radicales provistos de bombas caseras o grupos terroristas de bajo presupuesto e integrantes suicidas.  

Mirando a la Primavera Árabe, Naím encuentra muchas de las causas de esa dilución del poder. El auge de las clases medias, cada vez más exigentes con sus representantes, la escolarización universal, la mejora en la alimentación de los jóvenes, las migraciones de millones y millones de seres que buscan una vida más próspera, un sistema financiero internacional o la extensión de nuevas y asequibles tecnologías a amplias capas de la población están detrás de muchas caídas de gobiernos en otro tiempo incontestables.

En todo caso, no creo que estemos, como ha dicho algún analista de postín, en una era “poshegemónica”, donde las jerarquías se han borrado definitivamente. Es más, creo que estamos muy lejos de este escenario. Habría que ser un iluso para pensar que Estados Unidos no sigue dominando el mundo y que otros, como China, aspiran a hacerlo. No conviene llevarse a engaño y Naím no cae en él.

Está claro que los poderosos siguen al mando, pero también es patente que en un tiempo tan multilateral como el actual, de negociaciones farragosas y paralizantes, dominado en muchas ocasiones por la “vetocracia” de los pequeños, ya sean el Tea Party, Finlandia o Taiwán, las decisiones se posponen y efectivamente los problemas quedan sin solucionar.
Nadie quiere un mundo gobernado por líderes que no den cuenta de lo que hacen o por déspotas sin escrúpulos, ni tampoco un sistema económico que fomente el monopolio o el capitalismo de amiguetes. 

La efervescencia de esa juventud educada que está cambiando las reglas del juego ha dado lugar a la Primavera Árabe, el 15-M, la apertura de Irán o la reclamación de más igualdad en las muy injustas sociedades latinoamericanas. Sin embargo, el fin del poder también tiene sus contraindicaciones: gobiernos incapaces de dar respuesta a la demanda de unos ciudadanos frustrados o periodos dominados por la anarquía que para Naím son inevitables.

Llevamos dos o tres décadas en que los políticos del mundo no han llegado a un consenso fundamental y edificante para resolver los problemas de los ciudadanos, y cada día que pasa parecen más ineficaces para la tarea. Sin ir más lejos, en España, el hito que marcó la Transición, hoy puesta en cuestión por algunos, no se ha vuelto a repetir a pesar de que muchos pidan una refundación del país. 

Pero es Europa el mejor exponente de los males a los que se enfrenta un barco sin capitán. La parálisis económica del viejo continente desde que estalló la crisis de la deuda, con el problema griego todavía latente y siempre amenazando, va camino de convertirse en una enfermedad crónica. En lo político, Europa está lastrada por una estructura institucional poco representativa, lenta e ineficaz. A nivel diplomático, pierde relevancia porque cada país hace la guerra por su cuenta, y lo en humanitario, miles de emigrantes (norteafricanos ayer, sirios hoy) nos siguen sacando los colores. En fin, que vamos por mal camino.

En fin, Naím ha escrito un libro sugerente donde condensa en poco más de 300 páginas un aparato impresionante de estadísticas e informes, y lo hace con un estilo cristalino y un lenguaje muy didáctico que evita la jerga del analista especializado, a pesar de que él lo es y se mueve en esos círculos (no en vano fue director de la revista Foreign Policy y ahora trabaja en Washington para una ONG dedicada a promover la seguridad y estabilidad global). Entiendo que Mark Zuckerberg y sus asesores literarios propusieran El fin del poder como primer título a discutir de su multitudinario club de lectura en la red, donde cada semana participan miles de lectores de todo el mundo. 


Como digo, el libro de Moisés Naím, que también aborda la pérdida de relevancia del catolicismo frente a los más atractivos credos cristianos de nuevo cuño, o el declive de los medios de comunicación de siempre en beneficio de las redes sociales o de las firmas tecnológicas, es iluminador. De lo mejor que he leído últimamente. Y, como dice Bill Clinton en la contraportada de la edición española, una obra que cambiará tu manera de leer las noticias.