viernes, 23 de septiembre de 2011

Fiel a sí mismo




Leí Últimas Tardes con Teresa con el deslumbramiento propio de los 18 años y desde entonces he disfrutado de los desalentados personajes de nuestro autor y de sus intensos y, tantas veces, inalcanzables sueños, casi siempre enmarcados por las miserias y las esperanzas de la Barcelona de la postguerra. Marsé no ofrece nunca obras menores: en todas ellas, las sorpresas de la narración, la perfecta estructura y el aliento, entre cómico y patético, de los protagonistas, nos dejan un poso perdurable en la memoria.  ¿Cómo olvidar los frustrados sueños del Pijoaparte en Últimas Tardes con Teresa, el trágico destino de Java en Si te dicen que caí o la mala fortuna que hace de Ringo, el protagonista de Caligrafía de los Sueños, un pianista de nueve dedos?

La condición de perdedores que es común a los personajes más recordados de nuestro Premio Cervantes, no obstante, obvia su esencia de soñadores románticos, irrenunciablemente fieles a sí mismos. En un determinado momento de Caligrafía de los Sueños, Ringo observa, a través del  ventanal del bar donde se refugia para leer, escribir  y lamerse las heridas, cómo un niño de corta edad, diligente en su afán por convertirse en un muchacho, lucha por quitar los ruedines de su bici. 

Contumaz, el niño intenta una y otra vez, incluso a pedradas, aflojar las tuercas sin conseguirlo y solicita con insistencia la ayuda de los viandantes, que le acarician suavemente la cabeza sin atender a sus deseos o bien, simplemente, pasan de largo. Ringo contempla, fascinado, los denodados esfuerzos del chavalín por desembarazarse de aquello que le impide su advenimiento al mundo de los auténticos ciclistas. El niño consigue, finalmente, eliminar los ruedines, sólo para enzarzarse en una nueva lucha sin cuartel, esta vez contra su propio sentido del equilibrio. 

Así, intenta una y otra vez deslizarse calle abajo sin ayuda, a costa de darse trompadas sin cuento. Magullado, zaherido por las chanzas de los adultos que pasan por su lado, pero no por ello desalentado, el chaval logra, al enésimo intento, su ansiado sueño de aprender a montar en bici, tras romperse la crisma repetidas veces contra el asfalto. El niño regresa a casa haciendo cabriolas con su bici no sin antes dedicar una mirada triunfante a Ringo. Su triunfo, no obstante, es contingente: el relato podría continuar con nuevas citas diarias de nuestro chaval y los afilados bordes de las aceras sin que se alterara en los más mínimo nuestra admiración por su tenaz empeño en conseguir lo que desea, ni nuestro placer en la lectura de páginas tan bien escritas.

Los deseos de los protagonistas de Caligrafía de los Sueños, y los del resto de las novelas de Juan Marsé, están hechos de la propia pasta informe de la que surgen nuestros más profundos, oscuros y esquivos sueños de amor, grandeza o éxito. Lo que nos diferencia de los personajes de Marsé es que ellos, pese a estrellarse una y otra vez contra el duro asfalto o contra los desdenes de sus amores imposibles, nunca dejan de ser, irrenunciablemente, fieles a sí mismos, inasequibles al rigor de su cruel destino incluso, en último extremo, aunque no consigan nunca  sus más bellos sueños. 

Esa es una de las razones por las que Marsé nos llega tan hondo: porque nos enseña que, por muy adversos que sean los vientos, nunca debemos declinar en nuestras más íntimos afanes, ni renunciar a nuestra propia esencia, fracasemos (lo más común en sus novelas y en la vida) o no. Vicky, la cuarentona crepuscular entrada en carnes, no ceja en su empeño de ser amada por  un viejo resultón, pese a los desdenes de éste. Ringo, trasunto del joven que una vez fue Marsé, pese a haber perdido uno de los dedos de su mano izquierda en un desdichado accidente laboral sigue practicando, indesmayablemente, sus escalas de pianista sobre la tabla de una mesa. “Matarratas”, padre de Ringo, persiste en sus afanes de contrabandista y resistente rojo pese a constatar que está “en el culo del mundo”. 

Todos ellos permanecen en nuestra memoria, tras leer Caligrafía de los sueños, mucho más por su calidad de soñadores impenitentes que por su desoladora fortuna. El resto, la perfecta madurez literaria de uno de los escritores más destacados en lengua castellana, es, como siempre, puro placer para el lector.


Caligrafía de los sueños
Juan Marsé
Editorial Lumen
436 páginas
22,90 euros


domingo, 18 de septiembre de 2011

Paradojas del consumo



El consumo es casi tan vital como el aire que respiramos y, sin embargo, pocas veces nos paramos a pensar en sus manifestaciones y en cómo nos afecta individual y socialmente. Resulta sospechoso que un tema tan central no llegue a entrar en la agenda de los medios de comunicación o de los partidos políticos, tan dados, por otro lado, a encumbrar las cuestiones más intrascendentes con tal de atraer a la audiencia o de satisfacer las aspiraciones de su clientela. Es paradójico, por ejemplo, que la iglesia no tenga el consumo entre ceja y ceja, toda vez que hoy, como propuesta de sentido, ha ganado por goleada a cualquier cosmovisión tradicional. 

Porque cabe hacerse una pregunta: ¿No es el individualismo hedonista que fomenta la sociedad de consumo, y no una política a favor de los derechos de gays y lesbianas, la verdadera bestia negra de la familia? La felicidad paradójica, ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo (Anagrama), de Gilles Lipovetsky, una de las estrellas de la sociología francesa, es una excelente oportunidad para profundizar en la cuestión. Hay que advertir que el trabajo de Lipovestky no satisfará a los catastrofistas que consideran el consumo la fuente de todos los males. Olvídense de una crítica visceral al consumismo (de hecho el autor se cuida de no utilizar este término).

Lipovestky empieza su largo volumen asegurando que el homo consumericus ha entrado en su tercera etapa. Ya no es, como en los años sesenta o setenta, la obsesión por el standing o la distinción lo que nos mueve a adquirir bienes. El consumo como ostentación, como vía para situarnos en la jerarquía social, ha pasado a mejor vida. La democratización de los bienes en las sociedades desarrolladas (hoy casi todo el mundo tiene televisión y una casa llena de electrodomésticos) han convertido el acto de consumir en algo más imprevisible. No es tanto un reflejo de lo que los demás esperan de uno, sino una proyección de nuestras inquietudes y decisiones más personales. 

El hiperconsumidor new age se ha vuelto sobre sí mismo. Aunque se pueda discutir a Lipovetsky la intensidad del proceso, las motivaciones privadas reinan sobre el objetivo de la distinción. “El consumo se organiza cada día un poco más en función de objetivos, gustos y criterios individuales” (pág. 36). Al hiperconsumidor le importa menos lo que  piensen lo demás y está más pendiente su propio bienestar físico y espiritual.

Lipovestky ve bien el cambio de tercio, pero detecta algunas de las paradojas. Y es que estamos en una sociedad que, por un lado, fomenta el hedonismo, el narcisismo y los estados de euforia y, por otro, no puede evitar la sensación de vértigo ante un tiempo que se nos escapa, la ansiedad, la decepción o el fracaso en las relaciones personales. El autor no ahorra en ejemplos que nos ilustran este sinsentido. Dos bastarán. Lo moderno conlleva una preocupación creciente por la salud, lo que está dando lugar a una sociedad hipermedicalizada. Aparte de dejarnos la vida en la cinta del gimnasio, cada vez vemos más al médico y tomamos más cócteles multivitamínicos. Nos hemos transformado, según Lipovetsky, en hipocondriacos con buena salud. 

También están en franca expansión los alimentos sanos: bio, probióticos, light… Lo que Lipovetsky llama “epicureismo gargantuesco” definitivamente ha pasado de moda. Más que llenar la tripa, como en el pasado, la cocina debe proporcionar hoy un plus de salud, pero también de experiencia y placer. Debe emocionarnos y trasladarnos (Ratatouille y Ferrá Adriá son hijos de la misma posmodernidad). Lo peor es que todo esto ocurre a la vez que prolifera la glotonería producida por la ansiedad, el estrés o la soledad.  

El autor de La era del vacío no duda, pues, de los efectos desestructuradores y deprimentes de la sociedad de consumo, sin embargo, no se regodea en el fango del nihilismo. Por el contrario, ve indicios de que se cocina algo distinto, de que muchos buscan sentido más allá de las ilusiones que da el consumo. Y es que a la par que estamos en un momento de individualización extrema, donde se imponen el egoismo, la ambición o la delincuencia económica y financiera, también se da, como compensación, una eclosión de principios morales “disidentes” que nos llevan a enaltecer el trabajo bien hecho y la creación personal, que nos hacen más solidarios con las víctimas de catástrofes y que prefiramos el “comercio justo” a la voracidad de las grandes superficies. Por no hablar de la búsqueda de nuevos horizontes espirituales en los movimientos religiosos de nuevo cuño. 

Lipovetsky cree que la superación de la sociedad de hiperconsumo llegará por la vía lenta de la educación (no dice si en la escuela, en la familia o en la sociedad civil). De esta manera pone terreno de por medio con los apocalípticos. “La crítica no debe fijarse tanto en la espiral de las necesidades comerciales como en las instituciones de base, encargadas idealmente de montar a los individuos, de formarlos y pertrecharlos con los útiles necesarios para pensar, obrar y perfeccionarse” (pág. 351). Lipovetsky está convencido de que existen reservas espirituales para dar a luz lo que el llama el “poshiperconsumo” y acabar con las paradojas a las que da lugar. “Llegará el día en que la búsqueda de la felicidad en el consumo no tendrá el mismo poder de atracción, la misma positividad: la búsqueda de la autorrealización acabará por desviarse del camino sin fin de los placeres del consumo” (pág. 353).



La felicidad paradójica, ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo
Gilles Lipovetsky
399 páginas
Editorial Anagrama
Barcelona, octubre 2007
Precio: 20 euros


domingo, 11 de septiembre de 2011

La tercera vía china



Muy oportunamente la editorial Siruela ha vuelto a editar este librito del poeta leonés Antonio Colinas, que es en realidad un cuaderno elaborado con las notas tomadas durante el viaje que en 2002 le llevó por varias universidades de Xi´an, Pekín y Shanghai. El pasado, el presente y el futuro de China. Y digo que la aparición de La simiente enterrada es oportuna porque propone una aproximación en clave cultural y espiritual a un país que, ahora más que nunca, está en boca de todos, pero que en realidad sigue siendo un perfecto desconocido para la mayoría. 


Y es que aunque se habla mucho del gigantismo económico que está adquiriendo, de su  prominente perfil geopolítico o de lo pernicioso que resulta su desarrollo para el equilibrio medioambiental del planeta, poco o nada se nos dice de la China más íntima, de esa corriente interior que es un punto de confluencia del taoísmo con el budismo y que (bien visto por Colinas) tantas cosas en común tiene con el misticismo cristiano.    


Aunque está esbozado al final del libro, el punto de partida elegido por el autor de Tratado de armonía es claro: en pleno proceso de transición de un maoísmo obsesionado por la organización del estado y por el culto a la ideología a un capitalismo depredador, ¿será la China de nuestros días capaz de desenterrar su sepultada y rica tradición taoísta? ¿Podrán encontrar los chinos una tercera vía “entre las lacras del pasado y la euforia desarrollista y consumista del presente”? ¿Hay un lugar para la espiritualidad y la poesía en un mundo que está transitando a toda prisa desde el materialismo extremo del comunismo al materialismo no menos radical del mercado? 


Colinas cree que aún es posible que las tornas cambien y confía en que la espiritualidad del continente asiático emerja y contagie a un mundo donde “hemos renunciado al rito, al símbolo, al respecto al cuerpo y al medio natural, al sentido sagrado de ambos, al misterio”. Para encontrar esos vestigios de una espiritualidad milenaria, Colinas emprende un viaje “sin informaciones previas ni guías de ningún tipo”, y, cuaderno de notas en mano, encuentra esas huellas en la pintura china tradicional, donde tan primorosamente queda reflejada la naturaleza en armonía; en los jardines, microcosmos que explican la totalidad; en la música de instrumentos ancestrales; en los templos dedicados a la meditación y el recogimiento; o en la existencia de movimientos tan denostados por las autoridades chinas como Falun Gong, una práctica con la que cultivan mente y cuerpo millones de ciudadanos de aquel país y que tiene como base un símbolo como el del Yin y Yang, capital en el taoísmo.  


Pero el viaje que propone Colinas no es solo geográfico, sino también interior. El Colinas de La simiente enterrada habla en una muy íntima primera persona, muchas veces en susurros. Con una escritura muy directa, nos lleva de paseo por la intrincada geografía de las grandes urbes chinas, da cuenta de encuentros con intelectuales y estudiantes e incluso evoca una experiencia religiosa propiciada por la compra de un viejo Buda en un mercadillo. Si el dialogo con profesores y estudiantes es interesante, no menos estimulante es el que provoca Colinas entre los textos fundacionales del pensamiento oriental, con el I Ching o Libro de las Mutaciones, una de las piedras angulares del confucianismo y muy admirado por el Hermann Hesse de El juego de los abalorios, a la cabeza, con la filosofía griega o el pensamiento de C. G. Jung.


En fin, el autor de Sepulcro en Tarquinia o Libro de la mansedumbre se va al otro extremo del mundo para hablarnos de cuestiones que le son muy cercanas y que, en muchos casos, están en el centro de sus preocupaciones morales y estéticas desde hace décadas. Ahí están otra vez lo religioso y lo trascendente como forma plena de existencia, la búsqueda de la armonía, la contemplación y el silencio como actitudes vitales legítimas, el enaltecimiento de la naturaleza y lo sensible frente a las propuestas más culturalistas y urbanas de otros compañeros de generación poética… Y todo ello sugerido con un lenguaje muy directo, desnudo, aunque no menos preciso y meditado. En fin, un libro muy recomendable para los seguidores del poeta, pero también para aquellos que pensamos que ahí arriba hay algo más.     


La simiente enterrada. Un viaje a China
Antonio Colinas
Editorial Siruela, 2008 (2ª edición)
Páginas: 234
Precio: 20 euros 

lunes, 5 de septiembre de 2011

La trastienda de un periodista




El Juan Cruz (1948) que todos conocemos es el periodista impenitente que descubrió su vocación cuando todavía andaba con pantalón corto y que, desde ese momento, no ha dejado de preguntar, multiplicándose hasta el infinito (“Siento que me esperan en otra parte, es una obsesión y un abismo”, reconoce), apurando las horas del día y de la noche para estar en todos los frentes: la redacción del periódico, la radio, la televisión, su blog en Internet, la presentación de un libro, la charla con los amigos o su propia literatura.

Sin embargo, la docena de libros que este tinerfeño de El Puerto de la Cruz ha escrito desde que sorprendió a todos con la rompedora Crónica de la nada hecha pedazos, allá por 1972, han mostrado siempre el reverso del periodista que está hasta en la sopa. 

Y es que su literatura, de espacios cortos y un punto claustrofóbica, reincidente, obsesiva, se ha movido desde el principio en un territorio íntimo, alejado del ajetreo de la actualidad que tanto sufre (y disfruta) el personaje público. Su escritura, un ejercicio permanente de autoconocimiento (“cuando escribo voy sabiendo, las palabras me van dictando quién fui”), ha sido durante casi 40 años el contrapunto a una vida de trabajo febril y recorrida a salto de mata donde siempre era su interlocutor, el político, el novelista, el poeta o el músico, el protagonista. Gracias a ella, Cruz ha querido recuperar su memoria, encontrar su voz más íntima y la de las personas que más le marcaron: su padre (Ojalá octubre) y su madre (La foto de los suecos).  

Este Muchas veces me pediste que te contara esos años es un libro amargo, rabioso, y el autor se asoma con demasiada frecuencia en sus páginas al abismo, en un ejercicio de memoria que duele. A pesar de ser un hombre entregado a una profesión que adora y que ha sido capaz de llenar su vida de reconocimiento profesional, de amigos y de libros, el periodista no puede ocultar la angustia de pensar en lo que no ha podido hacer. “Me gustaría vivir más tiempo, tener un momento infinito en el que pudiera recoger mi historia y contarla para que ocurriera de otro modo si alguna vez se repite, pero no se va a repetir, yo me iré y quién sabe qué harán los pájaros…”, llega a decir. 

Juan Cruz reconoce, en un largo ejercicio de impudicia, algunos de sus miedos: al tiempo que pasa y que no volverá, al vigor físico para siempre perdido... 
Pero tribulaciones y obsesiones conviven en Muchas veces me pediste… con la celebración de la vida. Y es que, aunque Cruz busca el silencio, le vence siempre la tentación de la palabra, del encuentro con los demás, del bullicio de esa playa del Médano donde tantos ratos pasa. Por eso el libro es también es un rendido homenaje al periodismo de Tenerife con nombres propios de El Día y La tarde en los comienzos de los años setenta, un periodismo precario, pero entusiasta y entregado, que, probablemente, pasó a mejor vida hace muchos años. Quizá con Cruz y su generación se vaya una forma de entender y ejercer esta profesión. 

En Muchas veces me pediste… también hay un recuerdo cariñoso para figuras que, de uno u otro modo, perfilaron al joven periodista, desde aquel gentleman sabio que fue Domingo Pérez Minik, al malogrado poeta Felix Casanova Ayala, pasando por el misterioso y admirado Guillermo Cabrera Infante, que a mitad de los setenta sobrevivía en Londres a su mal de nostalgia caribeña.

En definitiva, es un libro menos logrado que Ojalá octubre, donde hacía un ejercicio brillante de contención estilística y emocional, pero si el lector logra superar las primeras páginas de este Muchas veces me pediste…, algo tentativas y farragosas, el disfrute está asegurado.   



Muchas veces me pediste que te contara esos años
Juan Cruz Ruiz
Editorial Alfaguara
236 páginas
17,50 euros