Leí Últimas Tardes con Teresa con el deslumbramiento propio de los 18 años y desde entonces he disfrutado de los desalentados personajes de nuestro autor y de sus intensos y, tantas veces, inalcanzables sueños, casi siempre enmarcados por las miserias y las esperanzas de la Barcelona de la postguerra. Marsé no ofrece nunca obras menores: en todas ellas, las sorpresas de la narración, la perfecta estructura y el aliento, entre cómico y patético, de los protagonistas, nos dejan un poso perdurable en la memoria. ¿Cómo olvidar los frustrados sueños del Pijoaparte en Últimas Tardes con Teresa, el trágico destino de Java en Si te dicen que caí o la mala fortuna que hace de Ringo, el protagonista de Caligrafía de los Sueños, un pianista de nueve dedos?
La condición de perdedores que es común a los personajes más recordados de nuestro Premio Cervantes, no obstante, obvia su esencia de soñadores románticos, irrenunciablemente fieles a sí mismos. En un determinado momento de Caligrafía de los Sueños, Ringo observa, a través del ventanal del bar donde se refugia para leer, escribir y lamerse las heridas, cómo un niño de corta edad, diligente en su afán por convertirse en un muchacho, lucha por quitar los ruedines de su bici.
Contumaz, el niño intenta una y otra vez, incluso a pedradas, aflojar las tuercas sin conseguirlo y solicita con insistencia la ayuda de los viandantes, que le acarician suavemente la cabeza sin atender a sus deseos o bien, simplemente, pasan de largo. Ringo contempla, fascinado, los denodados esfuerzos del chavalín por desembarazarse de aquello que le impide su advenimiento al mundo de los auténticos ciclistas. El niño consigue, finalmente, eliminar los ruedines, sólo para enzarzarse en una nueva lucha sin cuartel, esta vez contra su propio sentido del equilibrio.
Así, intenta una y otra vez deslizarse calle abajo sin ayuda, a costa de darse trompadas sin cuento. Magullado, zaherido por las chanzas de los adultos que pasan por su lado, pero no por ello desalentado, el chaval logra, al enésimo intento, su ansiado sueño de aprender a montar en bici, tras romperse la crisma repetidas veces contra el asfalto. El niño regresa a casa haciendo cabriolas con su bici no sin antes dedicar una mirada triunfante a Ringo. Su triunfo, no obstante, es contingente: el relato podría continuar con nuevas citas diarias de nuestro chaval y los afilados bordes de las aceras sin que se alterara en los más mínimo nuestra admiración por su tenaz empeño en conseguir lo que desea, ni nuestro placer en la lectura de páginas tan bien escritas.
Los deseos de los protagonistas de Caligrafía de los Sueños, y los del resto de las novelas de Juan Marsé, están hechos de la propia pasta informe de la que surgen nuestros más profundos, oscuros y esquivos sueños de amor, grandeza o éxito. Lo que nos diferencia de los personajes de Marsé es que ellos, pese a estrellarse una y otra vez contra el duro asfalto o contra los desdenes de sus amores imposibles, nunca dejan de ser, irrenunciablemente, fieles a sí mismos, inasequibles al rigor de su cruel destino incluso, en último extremo, aunque no consigan nunca sus más bellos sueños.
Esa es una de las razones por las que Marsé nos llega tan hondo: porque nos enseña que, por muy adversos que sean los vientos, nunca debemos declinar en nuestras más íntimos afanes, ni renunciar a nuestra propia esencia, fracasemos (lo más común en sus novelas y en la vida) o no. Vicky, la cuarentona crepuscular entrada en carnes, no ceja en su empeño de ser amada por un viejo resultón, pese a los desdenes de éste. Ringo, trasunto del joven que una vez fue Marsé, pese a haber perdido uno de los dedos de su mano izquierda en un desdichado accidente laboral sigue practicando, indesmayablemente, sus escalas de pianista sobre la tabla de una mesa. “Matarratas”, padre de Ringo, persiste en sus afanes de contrabandista y resistente rojo pese a constatar que está “en el culo del mundo”.
Todos ellos permanecen en nuestra memoria, tras leer Caligrafía de los sueños, mucho más por su calidad de soñadores impenitentes que por su desoladora fortuna. El resto, la perfecta madurez literaria de uno de los escritores más destacados en lengua castellana, es, como siempre, puro placer para el lector.
Caligrafía de los sueños
Juan Marsé
Editorial Lumen
436 páginas
22,90 euros