Poco a poco, la crisis se va convirtiendo en materia literaria en España. No podía ser de otro modo. Al fin y al cabo, entiendo
que los novelistas y la gente de la cultura en general tienen hermanos y primos
en el paro y están sufriendo como otros muchos la caída de las ventas, el recorte de ayudas y –palabra maldita- de las subvenciones. En los últimos años, Rafael Chibes (En la orilla), Pablo Gutiérrez (Democracia) o Benjamín Prado (Ajuste de cuentas) han escrito historias
desde el epicentro del colapso económico. También pienso en la reflexión que
hacía Muñoz Molina en Todo lo que era sólido, donde se preguntaba qué hacíamos y
pensábamos en los años felices del dinero a mares, cuando el colapso parecía
tan improbable, pero ya se estaba cocinando.
Otro de los que están interesados en dar
cuenta del desánimo y la devastación moral que ha traído un lustro de paro por
las nubes y un empobrecimiento progresivo es Isaac Rosa, que acaba de sacar La habitación
oscura. El libro de Rosa se articula en torno a una metáfora, la de la
habitación oscura, en un principio un lugar de libertad, sexo y experimentación
juvenil para los protagonistas, y que más tarde se convierte para esos mismos
personajes en un refugio ante el deterioro económico, emocional y moral que
trae la crisis.
Rosa vuelve a recurrir a un espacio
escénico inaudito, pero verosímil dentro de la novela, para poner a sus
personajes a prueba y suscitar interrogantes en el lector. El artificio no es
nuevo. En La mano invisible, unos hombres corrientes (un albañil, un
carnicero, un mecánico, un mozo de almacén…) se mostraban trabajando en una nave
abandonada abierta al público por no se sabe quién para dejar en el aire cuestiones
sobre la dignidad en el trabajo y la alienación que traen consigo muchas tareas.
En La habitación oscura volvemos a encontrarnos con una novela coral donde los personajes, que transitan por espacio y tiempo
indefinidos, no llegan a ser perfilados del todo. Parece que a Rosa le
interesa menos buscar la empatía que provoca el naufragio personal rigurosamente
contado, y más dar cuenta del hundimiento colectivo de una generación de
jóvenes que creyó que los años de las vacas gordas, de las cuentas corrientes
siempre al alza, de las hipotecas millonarias, de los viajes de placer a todo
trapo, de los hoteles con encanto y de los restaurantes de diseño, iban a durar
siempre.
Solo al final, Rosa busca una salida más
convencional dando protagonismo a Silvia, la mayor del grupo, quien, con su
activismo temerario, deja en evidencia el conformismo de los demás. Como en
otros libros suyos, en La habitación oscura vuelve a crear una atmósfera
opresiva, donde a la caída social y laboral de los protagonistas se une una letanía
de autorreproches, por lo que pudo haber sido y no fue. Como nos dicen en la
solapa del libro, de las historias que cuenta Rosa nunca sales indemne. En la
memoria todavía tengo al Carlos que protagoniza El país del miedo, el pusilánime padre de familia que vive atemorizado por el adolescente violento que acosa a
su hijo en el colegio.
Esta novela está excelentemente escrita.
Todo suena verdadero, a pesar del artificio teatral de la habitación oscura y
su permanencia en el tiempo. Además, Isaac Rosa se documenta bien. Yo, que soy
periodista informático, encuentro intachable la peripecia de las páginas
finales que protagonizan Jesús y Silvia, que quieren denunciar la crisis
publicando imágenes íntimas de altos directivos captadas con un software de
control instalado en sus ordenadores.
En lo formal, Isaac Rosa sigue evitando las formas convencionales de la narrativa y apuesta por el extrañamiento como vía para el conocimiento. Es la línea que mantiene desde El vano ayer, una novela -la que más me ha gustado de las suyas hasta el momento- que
publicó en 2005 y donde ponía a disposición del lector materiales como recortes
de periódicos, reseñas o entrevistas, los mismos que a él, como autor, le
valieron para construir la trama de intrigas políticas tardofranquistas y
delaciones que eran la espina dorsal del libro. Con El vano ayer, el lector
entraba sin quererlo en la trastienda del escritor y de su investigación: el work-in-progress de los anglosajones.