martes, 31 de octubre de 2017

Nicholas Nixon y la huella del tiempo



En 1975, y casi por casualidad, Nicholas Nixon empezó a fotografiar a Beberly Brown, su mujer, y sus tres hermanas. Y durante 43 años ha seguido haciéndolo. Es la serie de las hermanas Brown, un enorme fresco fotográfico sobre el paso del tiempo, no siempre lineal y progresivo, con sus avances veloces y sus retrocesos momentáneos, y que estos meses se exhibe en la Fundación Mapfre de Madrid.


En la serie de las hermanas Brown es tan importante lo que vemos, la huella del tiempo en los rostros, primero lozanos e ingenuos de las cuatro chicas, y luego progresivamente ajados y más meditabundos, como lo que no vemos. Porque uno no puede dejar de preguntarse qué pasó entre toma y toma, qué fidelidades y adhesiones se fueron creando entre ellas, o qué desavenencias y contrariedades las alejaron en algún momento, mientras la cámara de Nixon esperaba para ser disparada otra vez. Mientras se observan esas fotografías aparentemente notariales y de encuadre previsible, es inevitable también preguntarse qué vivieron esas cuatro chicas que las hizo disfrutar y sufrir más allá del ritual impuesto por Nixon.

La serie de las hermanas Brown, pero también los retratos completos o parciales que Nixon hizo de su esposa Bebe desde principios de los 70 o los que luego protagonizaron sus hijos Sam y Clementina a partir de mediados de los 80, son la encarnación química y artesanal de un instante vital, pero son sobre todo una evocación de lo que hay más allá, una invitación a imaginar esa vida que hubo antes y después del disparo de la cámara grande de Nixon. En el cine, en muchas películas, también ese vida no mostrada y que uno tiene que imaginar entre escena y escena para que la historia se sostenga muchas veces tiene más fuerza que los hitos que vemos en la pantalla, como esas elipsis maravillosas de Boyhood, la película que Richard Linklater rodó durante 12 años y que también es un enorme fresco de la clase media americana.


Las huellas del tiempo y de la enfermedad están en el punto de mira compasivo de Nixon desde los años 80, cuando empieza a retratar con su cámara de gran formato a los ancianos de las residencias que visitaba como voluntario, donde la vida y la muerte se dan la mano en retratos de mirada extraviada y miembros secos y desencajados. O en las instantáneas bien meditadas y dispuestas, a pesar de su dureza, que saca de los enfermos del SIDA, un mal que hace 30 años llegaba a las sociedades opulentas con aires de plaga bíblica.

Nixon se adentra sin prejuicios, sin énfasis dramáticos y con honestidad en la vida de los moribundos que la enfermedad estigmatizada iba dejando en Boston o Nueva York. Padres que posan para el fotógrafo abrazando a sus hijos moribundos, quizá días antes de que la debilidad se los llevara definitivamente. Otra vez está el paso del tiempo en las fotografías de Nicholas Nixon, pero ahora no es el ritmo pausado y previsible de los retratos de familia de las hermanas Brown, sino el furor atropellado de la enfermedad que aniquila las miradas y las sonrisas en un tiempo inasumiblemente corto, donde las semanas y los meses en el hospital causan los estragos propios de muchos años de dejadez y abandono.  


En otro momento, Nixon, manejando su cámara grande con la destreza necesaria para hacerla pasar desapercibida, retrata a las gentes de los barrios pobres del sur de los Estados Unidos, de Florida o de Kentucky. En los últimos tiempos, y después de 50 años de trabajo, la mirada de Nixon se ha ido haciendo cada vez más íntima y despojada, menos significativa, y se detiene en las escaleras de su casa, donde unas hojas esparcidas por el viento del otoño rompen la simetría del ladrillo visto, o en la luz que traspasa las cortinas que cubren un ventanal, o en la mirada de un retrato que preside un cuadro doméstico en el que quizá nadie reparó lo suficiente.

A la hora de autorretratarse, Nicholas Nixon es pudoroso. Como mucho le vemos como una sombra reflejada en los vestidos blancos que lucen las hermanas Brown, con su cámara grande, aparatosa, al estilo de los primeros fotógrafos. En otro momento aparece en instantáneas donde sólo nos enseña un ojo, o el espesor peludo de su barba canosa, que podría ser confundida con la maleza que uno se encuentra en los bordes de los caminos, o su camisa pulcramente abotonada.

lunes, 9 de octubre de 2017

Lo que los médicos no nos dicen



A propósito de la lectura de 'Ante todo no
hagas daño', de Henry Marsh

Tras una vida dedicada a abrir cráneos y reparar cerebros, Henry Marsh, un reputado neurocirujano inglés, habla a calzón quitado de su vida profesional en la sanidad pública británica en Ante todo no hagas daño. Después de leerlo dos veces, sigo sin salir de mi asombro ante la valentía y la honestidad de este médico de exitosa carrera que, llegada la edad del retiro y sin ninguna necesidad de dar explicaciones a nadie, desvela sin ambages los entresijos más oscuros de su profesión y sus terribles conflictos a la hora de tomar decisiones trascendentales sobre la vida de sus pacientes.

La familia de una enferma muy joven, aquejada de un grave tumor cerebral, se entrevista con Marsh para conocer su diagnóstico. Marsh ya ha operado a la chica dos veces, porque el tumor recidiva sin cesar, y sabe que las probabilidades de lisiar a su paciente en una nueva operación son altísimas y que, en el mejor de los casos, sólo logrará prolongar su vida por unas pocas y sufrientes semanas. Pero la familia, sin atender a razones, se aferra a la vana ilusión que parece emanar de las palabras del cirujano cuando habla de la posibilidad de una intervención quirúrgica y presiona a Marsh, con toda la fuerza de su desesperación, para que haga lo imposible por extirpar el tumor. El cirujano se debate entre lo que le dicta su razón y sus largos años de experiencia, es decir, dejar que la naturaleza siga su curso y preparar a la jovencísima enferma para su último adiós, o, por el contrario, ceder ante los ruegos que le atormentan e intervenir a la desesperada... Esta es una de las historias que hacen de Ante todo no hagas daño un testimonio extraordinario.

Marsh no se inhibe de tratar ningún asunto concerniente a su delicado trabajo, por más espinoso que resulte. Como en cualquier otra profesión, un neurocirujano sólo adquiere experiencia practicando e, inevitablemente, equivocándose, pero las consecuencias de sus errores pueden llegar a ser peores que la muerte. Marsh, al igual que todos sus colegas, lleva en su conciencia el peso de pacientes tullidos o incapaces de hablar o, siquiera de levantarse de la cama, condenados a una existencia vegetal por causa del desgarro de una diminuta arteria durante una operación o por un exceso de celo, al pretender el médico, bienintencionadamente, eliminar por completo un tumor.

Lo más espeluznante es leer que tales errores, más allá de las presiones de los pacientes y sus familias para lograr una cura a sus dolencias, proceden en muchas ocasiones de la ambición y la arrogancia del médico a la hora de tomar la decisión de operar, ya que su historial gana prestigio al acumular intervenciones difíciles y, por consiguiente, arriesgadas. Aunque, por otra parte, sin ambición ni arrogancia ningún cirujano sería capaz de superar sus fracasos ni de progresar en el conocimiento de su profesión…

Por supuesto, Marsh también luce sus éxitos, que son muchos, pero nunca abandona su franqueza ni su humildad y nos deja bien claro que, pese a la maestría que ha logrado en su práctica médica, la cirugía es más un arte que una técnica y que las incertidumbres en el diagnóstico de las lesiones cerebrales y su tratamiento siguen siendo abrumadoras.
Buena parte de los males que aquejan a todos los sistemas sanitarios públicos, como la falta de medios, la competencia con la sanidad privada (a la que, confiesa Marsh, el mismo acude en caso de urgencia) y la burocratización de los procedimientos, son también citados, y acerbamente criticados por el autor, que no se resigna ante la estupidez y la combate día a día, lo que da lugar a anécdotas que serían desternillantes si no resultaran inquietantemente similares a nuestras propias y amargas experiencias hospitalarias.

No obstante, lo mejor del libro reside en la intensa humanidad que trasmite su autor, que no duda en relatarnos sus propias enfermedades y accidentes y los de su familia para colocarse en el papel que más odian los médicos, el del paciente. La cosificación del enfermo, aprendemos en el libro, es esencial a la hora de iniciar una intervención quirúrgica, pero el médico no puede pretender que resultará completamente indemne ante el sufrimiento humano y debe caminar por la tortuosa senda que separa la fría indiferencia profesional de la plena implicación emocional que paralizaría su trabajo.

Ante todono hagas daño nos coloca ante la evidencia de nuestra contingencia, impotentes frente al azar de la enfermedad, que el buen médico debe enfrentar, si es factible, con pericia, pero, en cualquier caso, con compasión y empatía. Un libro fascinante y, a la vez, aterrador.