En 1975, y casi por casualidad, Nicholas Nixon empezó a fotografiar a Beberly Brown, su mujer, y sus tres hermanas. Y durante 43 años ha seguido haciéndolo. Es la serie de las hermanas Brown, un enorme fresco fotográfico sobre el paso del tiempo, no siempre lineal y progresivo, con sus avances veloces y sus retrocesos momentáneos, y que estos meses se exhibe en la Fundación Mapfre de Madrid.
En la serie de las hermanas Brown es tan importante lo que vemos, la huella del tiempo en los rostros, primero lozanos e ingenuos de las cuatro chicas, y luego progresivamente ajados y más meditabundos, como lo que no vemos. Porque uno no puede dejar de preguntarse qué pasó entre toma y toma, qué fidelidades y adhesiones se fueron creando entre ellas, o qué desavenencias y contrariedades las alejaron en algún momento, mientras la cámara de Nixon esperaba para ser disparada otra vez. Mientras se observan esas fotografías aparentemente notariales y de encuadre previsible, es inevitable también preguntarse qué vivieron esas cuatro chicas que las hizo disfrutar y sufrir más allá del ritual impuesto por Nixon.
La serie de las hermanas Brown, pero también los retratos completos o parciales que Nixon hizo de su esposa Bebe desde principios de los 70 o los que luego protagonizaron sus hijos Sam y Clementina a partir de mediados de los 80, son la encarnación química y artesanal de un instante vital, pero son sobre todo una evocación de lo que hay más allá, una invitación a imaginar esa vida que hubo antes y después del disparo de la cámara grande de Nixon. En el cine, en muchas películas, también ese vida no mostrada y que uno tiene que imaginar entre escena y escena para que la historia se sostenga muchas veces tiene más fuerza que los hitos que vemos en la pantalla, como esas elipsis maravillosas de Boyhood, la película que Richard Linklater rodó durante 12 años y que también es un enorme fresco de la clase media americana.
Las huellas del tiempo y de la enfermedad están en el punto de mira compasivo de Nixon desde los años 80, cuando empieza a retratar con su cámara de gran formato a los ancianos de las residencias que visitaba como voluntario, donde la vida y la muerte se dan la mano en retratos de mirada extraviada y miembros secos y desencajados. O en las instantáneas bien meditadas y dispuestas, a pesar de su dureza, que saca de los enfermos del SIDA, un mal que hace 30 años llegaba a las sociedades opulentas con aires de plaga bíblica.
Nixon se adentra sin prejuicios, sin énfasis dramáticos y con honestidad en la vida de los moribundos que la enfermedad estigmatizada iba dejando en Boston o Nueva York. Padres que posan para el fotógrafo abrazando a sus hijos moribundos, quizá días antes de que la debilidad se los llevara definitivamente. Otra vez está el paso del tiempo en las fotografías de Nicholas Nixon, pero ahora no es el ritmo pausado y previsible de los retratos de familia de las hermanas Brown, sino el furor atropellado de la enfermedad que aniquila las miradas y las sonrisas en un tiempo inasumiblemente corto, donde las semanas y los meses en el hospital causan los estragos propios de muchos años de dejadez y abandono.
En otro momento, Nixon, manejando su cámara grande con la destreza necesaria para hacerla pasar desapercibida, retrata a las gentes de los barrios pobres del sur de los Estados Unidos, de Florida o de Kentucky. En los últimos tiempos, y después de 50 años de trabajo, la mirada de Nixon se ha ido haciendo cada vez más íntima y despojada, menos significativa, y se detiene en las escaleras de su casa, donde unas hojas esparcidas por el viento del otoño rompen la simetría del ladrillo visto, o en la luz que traspasa las cortinas que cubren un ventanal, o en la mirada de un retrato que preside un cuadro doméstico en el que quizá nadie reparó lo suficiente.
A la hora de autorretratarse, Nicholas Nixon es pudoroso. Como mucho le vemos como una sombra reflejada en los vestidos blancos que lucen las hermanas Brown, con su cámara grande, aparatosa, al estilo de los primeros fotógrafos. En otro momento aparece en instantáneas donde sólo nos enseña un ojo, o el espesor peludo de su barba canosa, que podría ser confundida con la maleza que uno se encuentra en los bordes de los caminos, o su camisa pulcramente abotonada.