jueves, 20 de junio de 2013

Los últimos días del periodismo


A propósito del libro "El último que apague la luz", de Lluís Bassets


Desde que empecé en esto del periodismo, a finales de la década de los 90, llevo oyendo la cantinela de que a los medios en papel le quedan dos días. A esta tesis se apunta Lluís Bassets, director adjunto de El País, con este librito, en realidad una miscelánea de artículos y conferencias escritas en los últimos años donde también son protagonistas Wikileaks y su fatuo líder, Julian Assange.

El asunto es que ahora, por el efecto de la tormenta perfecta que azota a los medios, y que es una conjunción de cambio tecnológico, huida de los anunciantes del papel -que ya probablemente no volverán-, falta de un modelo de negocio alternativo y la progresiva pérdida de influencia social y política de los propios medios, el tono apocalíptico de Bassets suena a verdad; se ha hecho desgraciadamente creíble.

El autor adelanta un par de décadas el final de la prensa escrita que profetizó Philip Meyer en su ya clásico The Vanishing Newspaper, donde pronosticaba que el último ejemplar del último periódico en papel del mundo saldría de los talleres en algún momento del año 2043.

Eso sí, conviene tener en cuenta que Bassets habla de la defunción de una institución (las grandes cabeceras en papel), y no la de una profesión que, como estilo literario y como necesidad vital y social, siempre va a estar ahí. El fin de fiesta se anuncia pues para esas multitudinarias y bulliciosas redacciones, como la del mismo diario al que acude cada mañana Bassets, que durante dos siglos han organizado la vida y han dado forma a la visión del mundo de millones de lectores de medio planeta.

Bassets no se anda por las ramas y nos deja perlas escalofriantes: “No hay modelo de negocio y, lo que es peor, ya no existirá nunca más”; “será difícil que vuelvan a existir en el futuro empresas periodísticas que alcancen simultáneamente las cotas de excelencia profesional, prestigio político y social y los altos niveles de ingresos que han caracterizado a las grandes editoras del último siglo y medio”; “estamos más cerca que nunca del paraíso de la información en cuanto a acceso y disponibilidad de los medios para informarse.
Pero esto queda limitado e incluso entre graves interrogantes por el desplome del precio de la información y la correspondiente expansión de la cultura de la gratuidad, que sitúa al borde de la extinción a los medios de comunicación tradicionales”; “no hemos olido la que se nos venía encima”…

Con más intuición que otra cosa –el autor no respalda sus aseveraciones con datos sobre la evolución de medios, a pesar de la mucha información que se ha vertido sobre el asunto-, Bassets certifica un final de época y el comienzo de un tiempo de incertidumbre en el que, sin embargo, ya empiezan a emerger algunos perfiles. El periodista de un futuro que se espera “más modesto y austero” –¿quién podría decir lo contrario a estas alturas?- será una marca de sí mismo, sometida al escrutinio constante de sus lectores. “Vales lo que escribes y lo que produces, no la firma para la que trabajas”. Se acabó el tiempo, pues, de las redacciones bien pagadas y con cientos de profesionales trabajando al unísono para dar cuerpo a ese intelectual colectivo que durante siglos han orientado a sociedades y familias.

El mundo que tenemos por delante es el mismo que desde hace unos años nos anticipan la legión de blogueros e informantes de las redes sociales, ese que, a la chita callando, ha ido colonizando los medios de siempre y que, en algunos casos, ha inventado fórmulas nuevas, aunque de dudosa eficacia “periodística”, como The Huffington Post. La irrupción de las redes sociales y el papel protagonista que han tenido en los últimos tiempos, en los movimientos de protesta anticrisis y en las revueltas de la Primavera Árabe, llevan a Bassets a depositar el futuro del periodismo en manos de cualquiera con los medios técnicos necesarios. “Periodista, editor y patrono de sí mismo, ese es el destino del oficio”, nos dice al final del libro. 

Sin embargo, tengo mis dudas sobre si esa legión de voceros solipsistas o de animados tuiteros vayan a enmendar la plana al periodismo (defectuoso) de siempre. Muchas preguntas me hago cuando toca imaginar un mundo dominado por esos productores solitarios de la información y del punto de vista: ¿es esto realmente periodismo? ¿Están en disposición estos blogueros, vocacionales y casi siempre sin ingresos, de producir una información seria, veraz y contrastada que sea capaz de hacer de contrapeso de los poderes? ¿Quién verificará, como ha ocurrido en las redacciones jerarquizadas de toda la vida, el trabajo de unos señores que casi siempre producen desde el sofá de casa? ¿Quién saldrá a ver el mundo y contarlo con rigor, y quién financiará esas salidas? ¿Quién nos garantizará que nos van a dar una información contrastada y marcada por el interés general y no por los intereses particulares y cada vez más diminutos del blogger? 

¿Habría sido posible en un universo de periodistas cibernéticos y autosuficientes una investigación como la del caso Watergate, que obligó a dimitir a Richard Nixon y que salió adelante después de meses de concienzudo trabajo de reportero y cientos de entrevistas? Porque no nos engañemos: las redes sociales son un extraordinario vehículo de protesta y pueden incendiar un país en poco tiempo, pero casi toda la información que manejan sigue saliendo (kamikazes como Manning y Snowden son casos aparte) de las diezmadas y cuestionadas redacciones de los diarios de siempre.  
 
En cualquier caso, hay que reconocerlo: la crisis del periodismo de siempre nos ha sobrevenido, pues la debacle económica nos cogió a todos a por uvas, pero también es autoinducida, pues durante décadas los medios han hecho muy poco para mantener la credibilidad y el prestigio que un día disfrutaron y tampoco han aprovechado los años de vacas gordas para responder con soluciones innovadoras al reto de Internet –“las dificultades de los medios tradicionales para rentabilizar sus contenidos en Internet parecen insalvables”, presagia Bassets-. En occidente, los medios se han aliado a las élites económicas y políticas para repartirse las migajas del poder, cuando no han sucumbido a una endogamia que no ha hecho más que acrecentar las sospechas de sus lectores. En el resto del mundo han actuado en connivencia con sátrapas y dictadores, en detrimento otra vez del bien más sagrado del periodista: su audiencia, sus lectores.


En El último que apague la luz, Bassets no  dice nada que no hayamos oído antes sobre la crisis del periodismo, pero muestra capacidad de síntesis a la hora de hacer balance de la situación. Tampoco presagia cuál va a ser el modelo de negocio qué va a mover el mundo de la información en Internet -la pregunta del millón que desde hace una década intentan responder gurús y los gestores de los grandes grupos mediáticos-, aunque sí está convencido de que la pelota está en el tejado de las tecnológicas de Silicon Valley, cargadas de ideas, innovación y cash, y no en el de los grupos de comunicación de toda la vida, lastrados por deudas insuperables [¿Prisa?] y por la parálisis que supone tener que cambiarlo todo de arriba abajo. “Las agencias de prensa, las grandes cabeceras institucionales y las cadenas de televisión se verán sustituidas por las multinacionales tecnológicas, los agregadores y difusores…”, adelanta Bassets. 

Casi todo lo que aporta este libro lo hemos oído aquí o allá. Sin embargo, el volumen puede ser muy útil a aquellos que siguen apoltronados pensando que por ellos nunca van a doblar las campanas.


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martes, 11 de junio de 2013

En la Feria del Libro de Madrid




En primer término, en las casetas de la Feria del Libro de Madrid, los libros, primorosamente editados algunos, bastante dignos el resto. Clásicos, contemporáneos, novelas, ensayos, autoayuda, poesía (no mucha), manuales de economía y de negocios, esotéricos, históricos, para niños, para coleccionistas, de fotografía, de deportes…

En segundo término, los libreros y los editores, allí, de pie derecho, abanicándose y demostrando que la literatura, incluso la más grande e intemporal, está ahí, en las casetas de la Feria del Libro de Madrid, gracias al trabajo callado y sin brillo de un batallón de gente y colaboradores (unos con contrato y bien pagados y otros sin él y que van casi por amor al arte, freelance con ganas de aprender o de ganarse unos euros en tiempos de apreturas).

Mientras bajo la vista y la fijo en las portadas relucientes de los libros, y finjo que sólo ellos me interesan, me llegan trozos de conversación o de llamadas telefónicas de los pacientes libreros: que si hay que pedir un taxi para traer a fulanito o menganito del aeropuerto, que si hay que reservar un par de noches más en el hotel o en la pensión, que si hay que avisar a la furgoneta para que repongan no sé qué título que se ha acabado… Es la trastienda de la literatura (grande, pequeña, mediana).

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Una chica hojea un libro. Luego mira a un lado y al otro. Debe estar indecisa y probablemente sienta un cosquilleo en el estómago. Pregunta el precio del volumen que tiene entre las manos: 17 euros. Levanta la cabeza y se fija en el número de la caseta, como queriendo memorizarlo. Quizá para venir otro día. Se va sin nada.  

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En otro tiempo, en esta feria, a principios de junios que recuerdo mucho más cálidos y sofocantes que el de este año, a la sombra de un pino del Retiro, solía quedar con un amigo para hablar de libros, del trabajo y de mujeres irresistiblemente idiosincráticas e imposibles.   

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Algunos libros que han pasado por mis manos mientras, pero que no he comprado. Por si a alguien le sirven para dar con una buena lectura.

Del amor, de Alain de Botton (RBA). Un mapa de los sentimientos amorosos. Un libro de un tío muy dotado para enlazar la vida cotidiana con las grandes corrientes estéticas, filosóficas o religiosas.

Cómo educar a nuestros hijos en un mundo hiperexigente, de Carl Honoré (RBA). Para padres hiperexigidos y con la mosca detrás de la oreja.

Diario de Greg. Monta tu propio diario (RBA). Un libro donde tu hijo puede aprender al tiempo que inicia un bonito viaje de autoconocimiento.

¿Para qué servimos los periodistas (hoy)?, de José María Izquierdo (editorial Catarata). De vez en cuando, en los momentos en que el mundo se tambalea y el día se oscurece, esta pregunta me atormenta.  

La divina comedia, de Dante Alighieri (Ed. Gadir). Cada año, cuando vengo a esta feria del libro, paso mis manos por sus páginas, pero nunca la compro. No es muy cara (25 euros) y puede servir para que toda la familia (es una edición para todas las edades) conozca este clásico.

Las lágrimas de San Lorenzo, de Julio Llamazares (Alfaguara). Un padre y su hijo (adolescente) se reencuentran en Ibiza. Puede servir de preparación para futuras batallas y melancolías.

A corazón abierto, de Elie Wiesel (ed. Sígueme). Sobre Dios y la enfermedad. Muy cortito y sentido.

Diccionario de bolsillo de la lengua española (ed. Anaya). Le compro un diccionario de bolsillo a mi hijo. No puede con el María Moliner que tenemos en casa. El de Anaya es pequeño, manejable y a prueba de golpes y manos grasientas. Cuando estoy pagando, me viene el recuerdo de aquel primer Sopena que me compró mi madre en la librería Miranda de La Orotava, con la portada llena de banderitas nacionales y un intenso olor a imprenta.

Qué hacer con España, de César Molinas (Ed. Destino). Imposible no fijarse en él con la bombo que le han dado. El autor, a ratos extravagante y polémico, dice que la economía nacional ha estado dominada por el “capitalismo castizo”. Tiene buena pinta

Cómo sobrevivir a un despido y volver a trabajar, de Pilar Tena (editorial Pirámide). Un libro quizá premonitorio.

Elogio de lo cotidiano, de Tzvetan Todorov (Galaxia Gutemberg). Sobre cómo la pintura holandesa del siglo XVII, en su afán de evocar las virtudes, sustituye a los santos y mártires de la iglesia por la gente corriente.

El editor de Libertarias me intenta endosar los dos volúmenes de La araña negra, primera novela de Blasco Ibáñez. Realismo y denuncia social con el clero de la España de finales del siglo XIX en el punto de mira. Es un dos por uno (como el de los supermercados). El tenaz editor de Libertarias me da la posibilidad de llevarme 1.000 páginas por el precio de 500. Me echo atrás.

Juan Roig. El emprendedor visionario. De cómo Mercadona devino en Imperio, de Manuel Mira. (Editorial La Esfera de los libros). Ya que compro tanto en estos supermercados, lo menos que podría hacer es saber un poco sobre quién me da de comer y cómo lo hace.

Las ilusiones, de Jonás Trueba (Ed. Periférica). Una novelita, hecha de retazos e improvisaciones, sobre el cine y sobre ese tiempo en la vida, entre los 25 y los 30 años, en que uno cree que todo es posible. Vi la película que la inspira (Los ilusos, 2013) hace poco y es realmente evocadora. 

Hay vida más allá de Planeta y las megaeditoriales:









miércoles, 5 de junio de 2013

Manuel Vicent y los azares de la Historia



A propósito de la lectura de El azar de la mujer rubia


Como en su anterior libro, Aguirre, el magnífico, esa particular crónica del último franquismo a través de la peripecia del Duque de Alba, Vicent vuelve a mezclar realidad y ficción en un juego literario donde es imposible saber dónde empieza una y acaba la otra.

Sin embargo, mientras que en Aguirre había una visión ácida y corrosiva del personaje y de su entorno –algunos hablaron de un ajuste de cuentas y la Duquesa llamó envidioso al autor y dejó el librito a la altura de una hez-, en El azar de la mujer rubia la escritura de Vicent es compasiva. El autor reflexiona sobre la España de las últimas cuatro décadas desde la mirada perpleja de dos fantasmas: un Adolfo Suárez que anda perdido entre las brumas de su enfermedad y una enigmática y rediviva Carmen Díez de Rivera, supuesta muñidora de la relación entre el político abulense y el Rey.    

Conviene aceptar el juego que nos propone Vicent porque vale la pena. Una vez uno empieza el libro no puede dejarlo hasta el final. Pero echo en falta más desarrollo en algunos puntos. Vicent nunca a ha sido un corredor de fondo y siempre parece tener prisa por acabar. Como en sus columnas periodísticas, en El azar de la mujer rubia se obliga a condensar hasta el extremo la información y los detalles que maneja.  Es su estilo: bello, preciso y, como el de Valle Inclán, deformante. Sin embargo, ese mismo estilo le lleva a pasar de puntillas por episodios clave de la historia de este país y hurta al lector una mejor comprensión y alguna página más de deleite.



El armazón de El azar de una mujer rubia son unos cuantos hechos históricos conocidos y algunos chascarrillos de dominio público. No hay mucha más información en la novela sobre Adolfo Suárez y Carmen Díez de Rivera que la que hay disponible en las biografías que les recuerdan en la Wikipedia.  

Vicent se vale del punto de vista de un Adolfo Suárez anciano, desmemoriado y perplejo. Es ese Adolfo Suárez que en una tarde de julio de 2008 recibe al Rey en su casa para recibir la condecoración de más alto rango y, con aire ausente, le espeta: “No te conozco, no sé quién eres, pero creo que te quiero”.  

Las ensoñaciones de Suárez y de Carmen Díez de Rivera, una mujer que ejemplifica mejor que nadie las contradicciones de la historia de España (fue hija no reconocida de Ramón Serrano Suñer, se recluyó en un convento a los 17 años al no poder consumar su relación con un hermanastro, huyó a África, reapareció para convertirse en secretaria de Suárez  cuando éste era director general de TVE y un político al alza, y acabó colaborando con Tierno Galván y siendo eurodiputada por el PSOE), no solo sirven para iluminar los claroscuros de la incipiente democracia, sino también para denunciar el delirio posterior, que tuvo como epítome la fastuosa boda de la hija de Aznar en Escorial, que marca el fin de la fiesta y el comienzo de la pesadilla que hoy nos quita el sueño.
 
Antes, la memoria nebulosa de Suárez y la prosa certera de Vicent nos llevan a la legalización del PCE, el 23-F, la guerra sucia contra ETA, la foto de las Azores o la caída de Lehman Brothers. 

El azar de la mujer rubia sirve también a Vicent para reivindicar la figura de los políticos de la Transición, hombres (y mujeres en este caso) que tuvieron que tomar decisiones y dar la cara sin el respaldo del partido y de los complejos aparatos burocráticos en que hoy se guarecen los políticos de este país. Vicent puede haber caído en una visión reduccionista e idealizadora del pasado, pero es una impresión que seguramente compartirán muchos de los que hoy lean su libro.