jueves, 19 de enero de 2017

Las memorias de Juan Luis Cebrián



A propósito de la lectura de 'Primera página. Vida de un periodista 1944-1988', de Juan Luis Cebrián

De un tiempo a esta parte, y por los intereses mediáticos y políticos de cierta parte de la izquierda española, Juan Luis Cebrián, el primer director del diario El País, se ha convertido en un personaje sospechoso, controvertido. Su condición de primer ejecutivo del Grupo Prisa y sus supuestas conexiones con el poder político y económico durante las dos últimas décadas le han convertido en blanco de críticas de todo tipo.


Juan Luis Cebrián hoy gestiona un grupo empresarial que sigue siendo significativo en términos de influencia, empleo y facturación, pero que emocionalmente es el rescoldo de lo que supuso en las dos primeras décadas de la democracia. Por que El País de finales de los 70 y de los 80 fue una historia de éxito, la del periódico que aglutinó a las clases medias españolas deseosas de cambio y modernidad a la muerte de Franco. Pero hoy, se puede decir que El País ya no es lo que era. Por una parte, la evolución política ha llevado a que el relevo generacional de aquellos primeros e incondicionales lectores no lo vean como un medio de referencia y, por otra parte, las nuevas tecnologías también han hecho que se multipliquen los competidores y que sus mensajes se diluyan.   


Primera página. Vida de un periodista 1944-1988 está escrito con el ritmo ágil de una novela de aventuras. Cebrián renuncia a las notas a pie de página y al habitual glosario de nombres, y en las primeras páginas reconoce que abordó el recuerdo de su peripecia profesional “a pelo”, hurgando únicamente en su memoria y ayudándose de consultas a Internet y sólo en ocasiones de alguna agenda de trabajo repleta de citas por otro lado indescifrables. Es decir, que estamos ante unas memorias con ritmo narrativo pensadas para mantener el interés del lector.


Uno lee con creciente interés la peripecia del joven periodista de familia bien franquista que asciende rápido en el escalafón de la prensa franquista madrileña -en Pueblo y en Informaciones- y que, después de pasar brevemente por la dirección de informativos de TVE, acaba, casi por casualidad, dirigiendo el periódico clave de la Transición. Primera página es un testimonio del sometimiento explícito de los periodistas y de los medios de comunicación a los dictámenes de la dictadura, y también de cómo en ese ambiente hostil, los profesionales se las ingeniaban para hacer en ocasiones un periodismo más moderno y contestatario.


Sin embargo, lo mejor llega con el relato de la gestación de El País, un proyecto liberal liderado intelectualmente por la familia Ortega y Gasset, pero muy fragmentado a nivel accionarial. Cebrián da cuenta de las tensiones que se vivían casi a diario en el consejo editorial del periódico, y en el consejo de administración, donde directa o indirectamente pugnaban por el control personajes del franquismo como Manuel Fraga o José María de Areilza, o empresarios como el propio Jesús Polanco. Un forcejeo que fue a menos con los años y que, ya a mediados de los 80, dejó el periódico en manos del binomio Cebrián-Polanco, eso sí, con la ayuda de algún banquero amigo, como Luis Valls Taberner, a la sazón presidente del Popular.

Cebrián vuelve a hacer el viaje que llevó a El País desde el liberalismo inicial a la socialdemocracia felipista, y que con los años iba a convertir a Prisa, la empresa matriz, en el primer grupo de comunicación de España, con intereses en el el mundo editorial, radiofónico o televisivo. Como era de esperar, Cebrián se recrea en ese momento culminante del relato fundacional del periódico que supuso la publicación de una edición exprés la tarde del 23-F, apoyando sin ambages la Constitución y condenando el golpe de Estado. Un episodio que también le permite rebajar la figura del eterno competidor, Pedro J. Ramírez, en aquel momento director de Diario 16 y que no se atrevió a sacar aquel infausto día su periódico a la calle.


Creo que Cebrián acierta a la hora de describir ese ambiente de las redacciones en los estertores del franquismo y los primeros años de la democracia. También su relato ayuda a ver hasta qué punto los poderes políticos y económicos sofocaban a unas empresas periodísticas dependientes por decreto o incapaces por estructura empresarial para hacer una labor de contrapoder, problemas que con el paso de los años no se han acabado de resolver. Sin embargo, también creo que unas buenas memorias son la oportunidad perfecta para reconocer errores. Y ahí Cebrián ha escatimado. En sus 13 años al mando del periódico Cebrián reconoce haber tomado decisiones erróneas y censurables desde el punto de vista deontológico sólo un par de veces: cuando por la presión del nacionalismo catalán metió en el cajón y dejó sin publicar una crónica con información de Banca Catalana que comprometía a Jordi Pujol; y cuando permitió la publicación de un reportaje que intentaba demostrar que la banca y los poderes más oscuros de la derecha estaban detrás del nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno en 1976.


Cebrián promete el segundo volumen de sus memorias para cuando se jubile al frente de Prisa, algo que, según él, será más pronto que tarde. Creo que si sigue la línea de éste, será un libro sin desperdicio. La guerra de las plataformas digitales y el enfrentamiento de Prisa con el binomio Aznar-Villalonga/Telefónica, y después la llamada “guerra del fútbol”, que le ha enfrentado a Mediapro y Jaume Roures, un conflicto no sólo empresarial sino también por un bocado del lectorado de centro izquierda en España, son cuestiones que no deberían faltar en ese volúmen, por no hablar de la grave crisis financiera en la que entró el grupo hace unos años y de la que todavía no ha salido. Aunque todo eso será otra historia.

martes, 10 de enero de 2017

La patria rota de Fernando Aramburu


A propósito de la lectura de 'Patria',
de Fernando Aramburu

Hubo en tiempo, a finales de los 70, en que los asesinatos de guardia civiles y militares a manos de ETA casi no tenían repercusión en la prensa. Más tarde, la escalada de los atentados y la sinrazón del fanatismo ideológico en el País Vasco hizo a muchos percibir que aquello era intolerable y que, además, de una u otra manera, nos afectaba a todos. Sin embargo, y a pesar de la crudeza de los coches bomba que sembraban de cadáveres calles y plazas de todo el país, de los artefactos detonados en las casas-cuartel o de los secuestros con final trágico, como el de Miguel Ángel Blanco, en el País Vasco se instaló durante décadas una violencia silenciosa que siguió pasando desapercibida, una guerra civil larvada entre los autoproclamados defensores de la patria y los que, por no compartir su fanatismo, quedaban al otro lado y eran marcados con la cruz eterna de la sospecha y la ignominia.

Este libro de Fernando Aramburu nos habla de esa herida abierta, lacerante, que no ha sido tan protagonista en los medios de comunicación, pero que, como una lluvia fina que acaba calando, ha terminado por devastar la vida de tanta gente corriente en tantos pueblos de Guipúzcoa o Vizcaya, y ha obligado a callar a muchos y a dejar su tierra a otros que no pudieron con el miedo y el amedrentamiento.
   
No sé si Patria es el mejor libro del año en España, pero entiendo que a muchos les hayan enganchado y emocionado hasta la médula las peripecias y los sentimientos encontrados de esas dos familias de un pueblo de Donostia, amigas en otro tiempo, y condenadas a enfrentarse por la deriva fanática de algunos de sus miembros. Aramburu da muestras de un excelente oído para dar cuenta del discurso interior de los muchos personajes de su novela, tan variados como pueden ser las opciones vitales y políticas en una sociedad compleja, por más que algunos se hayan afanado durante décadas para imponer un discurso de buenos y malos, de integrados y periféricos, de purasangres y maquetos/españolitos.

El relato se articula en torno a la complicidad primero y el enfrentamiento más tarde de Miren y Bittori, las dos amas que en primer plano o en la sombra marcan el tono emocional del relato y que en ocasiones me recuerdan a aquella espléndida Carmela Soprano de la popular serie de televisión. El drama en Patria es más sentido y cercano porque Aramburu no nos habla de militares o políticos que, sabedores de las consecuencias, aceptaron el riesgo de llevar la contraria, sino de gente corriente que va a trabajar, que cultiva el huerto y que se divierte montando en bici o preparando un pescado al horno en una sociedad gastronómica, y que, por la sinrazón y el resentimiento de clase de algunos, amigos antaño, tendrán que sufrir años de escarnio, humillaciones y pintadas premonitorias antes de acabar con sus huesos en la tumba de un cementerio que no es el suyo, para no levantar suspicacias entre los matones.

Patria es un cuento de 600 páginas sobre la imposibilidad de olvidar y la necesidad del perdón, una historia inolvidable y que uno no quiere que se acabe a pesar del dolor contenido.  Un cuento que parte de la realidad más cotidiana y creíble, pero que, en algún momento, y por exigencia de un guión que vuelve al punto de retorno, consigue trascender, suspender esa oscura de realidad de partida y convencernos de que después de tantos años de lluvia y ventarrón, el sol sigue estando ahí arriba.  

Muchos dicen que, ahora que ETA ha dejado de matar y que se vislumbra un futuro en paz en el País Vasco, está por escribirse el relato que va a quedar a nuestros hijos de los años negros de terrorismo independentista. Que está en juego el recuerdo que va a quedar para la posteridad de estos tiempos de barbarie. Si es así, el libro de Aramburu llega en buen momento. Con su prosa cristalina y recurriendo siempre a personajes y situaciones creíbles y emotivas, Patria va a contar a los que vengan el drama oculto del terrorismo en el País Vasco.