viernes, 20 de abril de 2012

A propósito de 'Diario de invierno', de Paul Auster





En segunda persona

C. A. G

Al igual que amigos y familiares se afanan en descubrir el mínimo rastro que vincule a los progenitores con el bebé recién nacido, muchos lectores gustan de buscar en los distintos personajes de un libro el cordón umbilical que une a un autor con sus creaciones, ya sea a través de rasgos físicos, posturas morales, discursos políticos, etc. No en vano, Javier Marías ha contado alguna vez que le han felicitado por la paternidad del protagonista de una de sus novelas, dando por cierto que lo que le ocurría a uno en la ficción no podía ser sino reflejo de la realidad del otro.

Conocedores de esta querencia, algunos autores no dudan en dar el salto a la ficción y colarse directamente en la trama de su texto. Lo acaba de hacer con desparpajo Michel Houellebecq en la celebrada El mapa y el territorio. Con nombre y apellidos, es el escritor solitario y atormentado al que acude el protagonista, fotógrafo y pintor, en busca de ayuda para la publicación de un catálogo con su obra. Y todo ello sin abandonar la fábula, recreándose en el poder que otorga sujetar la pluma, para reírse de sí mismo e incluso fantasear con la propia muerte.



En Diario de invierno, el juego literario lleva a Paul Auster a dar un paso más, alzándose directamente al frente de la trama, siendo el centro de una colección de fragmentos que le tienen a él como único protagonista. El norteamericano ha explicado que no se trata de una biografía, sino de un libro sobre su cuerpo, “sobre los placeres y los dolores que uno siente viviendo dentro de él”. Por eso, empieza relatando los accidentes y cicatrices acumulados a causa del béisbol o de las distintas riñas infantiles vividas, o los más inquietantes problemas de salud llegados con la edad (rotura de córnea, ataques de pánico, incontinencia urinaria..). Al otro lado de la balanza, no se olvida de definirse como “esclavo de Eros”, haciendo un particular recorrido por sus encuentros sexuales, desde una temprana visita a un burdel para acabar con tantos años de frustraciones, hasta posteriores aventura eróticas “anodinas e insípidas”.

El contrapunto a tanta intimidad llega de la mano del narrador. Para poner distancia con el personaje, Auster se decide por la segunda persona (“Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti...”, empieza la narración). Estamos ante una figura nada complaciente, que va recordando lo sucedido y echándole en cara comportamientos y actitudes (“Siempre perdido, equivocándote siempre de dirección al tomar un camino, siempre sin llegar a parte alguna”).

Aquellos lectores de Auster que se acerquen a Diario de invierno disfrutarán con un texto muy personal que les permitirá conocer mejor al autor y acompañarle en algunas de sus reflexiones y situaciones más íntimas. Y ahí está la grandeza de este libro, en la ausencia de todo glamour, para descubrir un Auster de carne y hueso, enamorado locamente de su mujer (en cierto modo, también es una carta de amor dirigida a ella), que va relatando los miedos, frustraciones y pasiones de su vida.

No obstante, quizás debido a la falta de un eje temático o a que lo ha escrito en poco menos que cuatro meses, resulta un libro irregular, con pasajes algo tediosos (por ejemplo, las decenas de páginas en las que va detallando las distintas casas en las que ha vivido a lo largo de sus 64 años) o metidos con calzador (la recreación de la película Con las horas contadas). Auster es un autor muy prolífico y con muchos seguidores que sin duda disfrutarán descorriendo el visillo que les acerca hasta el ser humano, pero no olvidemos que al escritor también se le conoce por sus obras, y que él tiene muchas soberbias (Brooklyn Follies, El palacio de la luna, El libro de las ilusiones y La trilogía de Nueva York) mucho más recomendables que esta, en las que sus personajes comparten muchas cualidades con él, aunque no tengan su mismo nombre y apellido..


Diario de invierno 
Editorial Anagrama
18,90 euros (papel)
14,99 euros (e-book)
248 páginas

domingo, 8 de abril de 2012

Sin anestesia





A propósito de Escaramuzas, de Antonio Martínez Sarrión


Escaramuzas es un libro amargo. Martínez Sarrión salpica el texto de apuntes personales –el tono casi siempre es desolador, aunque sin regodeos-. Victoria del desollado, Sin anestesia o Paradero desconocido son títulos sugeridos por el autor para poemas que están aún por escribirse. Pero Escaramuzas es sobre todo un libro combativo -el título está muy bien traído- donde el comentario erudito y libresco se mezcla con la crítica social y política de un autor que mantiene intacto su inconformismo. Se puede estar o no de acuerdo con él, pero no se puede tachar de tibio a Martínez Sarrión. En su ánimo está en todo momento combatir esa “bestia negra” que es la ñoñería pequeñoburguesa, cocinada, en palabras del propio autor, con variables dosis de respetabilidad, mal entendido decoro y blandenguería.  


Con el tono, el estilo es quizá lo mejor del volumen. Conciso, aforístico, esquemático y muchas veces misterioso. El novísimo busca “el secreto” que Bataille echa en falta en Sartre o “la poesía” que él mismo no encuentra en Flaubert o Vargas Llosa. Martínez Sarrión sugiere más que muestra en este dietario, que cubre 10 años de apuntes (de 2000 a 2010), y eso a pesar de lo expeditivo de algunos de sus comentarios. 


En lo político, Martínez Sarrión destila sesentayochismo. Ataca con vehemencia el conservadurismo de la derecha española y se apunta al antiamericanismo visceral que es común en la izquierda más irritada de este país. Una visión del mundo militante, aunque reductora y previsible, donde Estados Unidos y el sionismo se convierten en origen de todos los males universales. Solo salva de aquel país alguna pieza musical o cinematográfica. “Antipatía cutánea, cromosómica ya, por casi todo lo norteamericano, incluso por casi todo lo anglosajón”, confiesa en algún momento del dietario.


El poeta también ajusta cuentas con aquellos que, por adscripción o evolución ideológica (casi siempre para acabar en la derecha) o por inmerecida fama literaria, se hacen merecedores de sus dardos. Vargas Llosa –“el Julio Iglesias de la narrativa peruana”-, Fernando Savater, Félix de Azúa, Gabriel Albiac, Antonio Escohotado, Jon Juaristi, Ignacio Gómez de Liaño y Luis Alberto de Cuenca, entre otros, salen malparados, aunque Martínez Sarrión se ceba especialmente con Cela y Umbral, a su juicio, muy sobrevalorados en vida.


Ante tanta impostura, el autor, proclive siempre a establecer cánones, encuentra refugio en Ferlosio, César Vallejo, Baroja, Cunqueiro, Quevedo, Góngora, Borges, Marsé o Claudio Rodríguez. Cinéfilo desencantado con los años, también se redime de la ramplonería visual que impone la televisión (Internet sencillamente la ignora) acudiendo una y otra vez a los grandes clásicos de antes de los sesenta o a cineastas enigmáticos como Tarkovski o Erice, o a la pintura abstracta de Antonio Saura.


En fin, Escaramuzas da una visión del mundo y de España militante, maniquea y –yo diría- que afortunadamente superada. Paradójicamente, esa estrechez de miras que el poeta denuncia en autores como Jon Juaristi o Félix de Azúa, también marca sus reflexiones. “!Qué difícil hoy, y seguramente en todos los tiempos, hallar personas que no sean- seamos- fanáticas, cobardes o egoístas!”, reconoce en algún momento a modo de autocrítica.


Sin embargo, en un país donde cualquier intento de autobiografía es siempre usado para templar ánimos y pagar favores del pasado, estamos ante un libro singular, enormemente descarnado y sincero, y que sigue echando leña al fuego. Además, Escaramuzas será muy interesante para lectores y amantes del cine en formación, puesto que Martínez Sarrión vuelca en sus páginas su kilométrica cultura libresca y nos pone sobre la pista de muchos autores injustamente olvidados.   


Escaramuzas
Antonio Martínez Sarrión
Editorial Alfaguara
Madrid, 2012
201 páginas
Precio edición papel: 16,50 euros
Precio e-book: 9,99 euros



Algunas perlas de Escaramuzas:

Con los años, y si el gusto literario ha sido educado, en vez de atravesar, a paso de carga, una página con rumbo a la siguiente, que incrementará el infantiloide gusto por la intriga o peripecia, el verdadero lector frena o saborea lo leído.




Contra todo esteticismo en el cine: “Nada de fotografía bonita, nada de imágenes bonitas, sino imágenes y fotografías necesarias” (Robert Bresson)




Claridad, concisión, elegancia y una punta de humor, en alguna de sus distintas coloraciones, tal vez son el trípode donde se asienta la mejor literatura que jamás se haya escrito.




En el dueto televisivo que altera hacia la naúsea al estómago más asentado, Luis Alberto de Cuenca abre su corazón a Sánchez Dragó, frunciendo el morrito y supongo que algo más: “En el lecho de mi alma reinan, más que nadie, Roberto Alcázar, Pedrín y el Guerrero del Antifaz”. ¿Alguien lo hubiera dudado?




Dos tipos de lector de poesía: aquellos a los que el poema “If” de Kipling les parece el colmo de lo elevado y aquellos que lo tienen como un ejercicio de delicuescencia santurrona, cocinado con el más letal de los reaccionarismos.




Nunca lo haré, pero me hubiera gustado escribir una ficción en prosa, no larga, sobre ciento cincuenta páginas. Una prosa fluyente, económica, sabrosa, plástica y con gracia, sin caer -¡horror máximo!- en lo gracioso. Ser un Baroja sin su extremado nihilismo o un Pla menos cínico. Por ahí.




“Me gustan, como a los gatos, los sillones cómodos, el pescado y el fuego y los halagos; me fastidia la calle, la solemnidad y la retórica”.
Pío Baroja




Aquel siniestro “¡Que nadie se mueva!” del teniente coronel Tejero no era producto de un deseo del momento: sintetizaba el sueño de inmovilidad con el que todo conservadurismo sueña inútilmente.




“En el principio era el Verbo, y en el final el lugar común”.
Stanislaw Jerzy Lec




Encuentro más poesía en el título de cierto artículo de Agustín de Foxá, “Golondrinas en Helsinki”, que en toda la narrativa de Vargas Llosa.




Y para terminar con estas ligerezas de cánones y balances: en los últimos veinte años, y en mi lengua, no veo más que dos auténticos creadores del idioma: Roberto Bolaño y Javier Marías.