martes, 21 de octubre de 2014

La ridícula idea de no volver a verte... y la estúpida idea de amarte siempre



Rosa Montero, a vueltas con el dolor y la esperanza


Orquestar una novela bajo la batuta del fallecimiento de alguien cercano no es un hecho original en la historia de la literatura. Sin apelar a tiempos remotos, El olvido que seremos, del colombiano Héctor Abad Faciolince, nacido a la sombra del asesinato del combativo padre del escritor; o Camino de Hierro, en el que Nativel Preciado ensaya un desnudo emocional tras la muerte de su marido (aunque en la novela lo disfraza de abandono), son solo dos ejemplos cercanos. 

Por ello no llama la atención, literariamente hablando, que Rosa Montero decidiera hilar su última creación literaria con la madeja de la desaparición de su compañero, el también periodista Pablo Lizcano. Lo que sí resulta original es que decida hacerlo de la mano del escueto diario que la genial Marie Curie escribió a la muerte de su marido, con quien también compartía profesión. A lo largo de 16 capítulos, la Montero va desgranando escenas del diario de la física, entrelazando con ellas sus propios pensamientos, sentimientos y vivencias. Dos ramas, muy diferentes y de tiempos distintos, que sin embargo brotan del mismo árbol de dolor.

Para la cohorte de fieles de la escritora madrileña, este libro sin embargo representa a la Montero en estado puro. Alcanzamos a conocerla a través de sus opiniones vertidas, martes tras martes en su columna de El País, pero nunca se había mostrado tan falta de pudor ante su público. Sí, es cierto, en el libro se nos aparece la Montero de siempre: la reivindicativa del papel de la mujer en la sociedad, la entusiasta, la irónica, la narradora eficaz... Y junto a esta descubrimos una nueva faceta: la amante, la amiga o la esposa que nos desvela, con su tradicional pluma ágil, anécdotas íntimas y pasajes personales de su vida en pareja. Se queda en cueros.

De forma contraria a lo que pueda parecer, Laridícula idea de no volver a verte no es un libro sobre la muerte. Ni sobre el duelo. Bueno, al menos, como deja claro Rosa desde el primer capítulo, no sólo gira sobre esos dos términos. Fundamentalmente es un texto (me niego a catalogarlo dentro de una categoría narrativa: ¿novela? ¿ensayo?) que proclama, a gritos, el amor a la vida. No esperen encontrar valles de lágrimas o pasajes hiperdramáticos.

La dureza y el dolor asoman, como no podía ser de otra manera, pero deslizados siempre en raíles de esperanza. Es el talento de Rosa que no deja de indagar en nuevos temas y personajes, incluso traspasando en esta ocasión su tradicional papel de espectadora para ejercer de co-protagonista. Una labor de indagación y curiosidad incansable que incluso le ha conducido a atreverse con la ciencia ficción con novelas como Lágrimas en la lluvia, que huele a homenaje a Blade Runner desde la primera letra.


Para los que no son fieles a la Montero hay que puntualizar que este no es un libro reciente. Tiene más de año y medio. Y les aseguro que leído cuando el lector atraviesa un duelo semejante al que narra esta pareja, lejos de amarrar en el masoquismo conduce a la complicidad y a lo que algún místico define como “afinidad espiritual”. No creo que se le pueda exigir más a un libro. 


Y quizás tan ridículo como le parece a Rosa Montero pensar en no volver a ver nunca más a alguien es asegurar que le amarás para siempre. Pero es posible. Tras experiencia propia, me defino ridícula por partida doble. 



lunes, 13 de octubre de 2014

Un grano de alegría, un mar de olvido




El balcón en invierno, de Luis Landero


Pura alegría. Es lo que sentí cada noche, durante una semana, con la lectura de este libro pequeño, pero maravilloso, de Luis Landero, que habla de tantas cosas sustanciales, aunque se nos presenten como menudencias y vaguedades de un recuerdo caótico y fatigado. El balcón en invierno es un libro dolorosamente bello y sincero que nos habla de la lucha de una memoria que se resiste a perecer en ese mar de olvido que es la vida y el paso del tiempo. 

Landero vuelve la mirada a su infancia en la década de los cincuenta en el campo extremeño y a la vida de esa familia de labriegos a la que perteneció. También a los años, pobres, inciertos pero gozosos, de juventud en el barrio madrileño de La Prosperidad, al que llegó en los sesenta con toda su familia, tras un viaje idéntico al que hicieron millones por aquella época y que supuso, de una forma inconsciente y en un abrir y cerrar de ojos, el final de una civilización, la de una España rural que en lo esencial se había mantenido idéntica desde la Edad Media.

Landero también recrea los orígenes de una pasión por la literatura que germinó, como flor en invierno, en una casa sin libros, y en un ambiente sin canon, referencias o padrinos. Un milagro, se podría decir, pero también la consecuencia de haber crecido en un mundo analfabeto pero felizmente entregado al relato oral y a la invención. Y es que el niño que se refugiaba en el desván y disfrutaba en secreto del rumor procedente de la conversación de mujeres en el patio de la casa solariega, o que escuchaba atentamente los cuentos de la abuela Francisca, encuentra al cabo de los años, en pleno solipsismo adolescente, el mismo gusto en la palabra escrita.



El libro de Luis Landero es bello y conmovedor, y uno lo lee con el temor a que, de repente, llegue la última línea, y a que esa memoria propia y ajena (quizá inventada, qué más da) deje de indagar y dé paso al silencio y por tanto al olvido definitivo. Desde la madurez y la distancia sideral que le imponen décadas de vida profesional tranquila y las rutinas de la edad adulta, Landero se las ingenia para revivir las inquietudes y fascinaciones del hijo de labriegos que descubre el mundo, al tiempo que rehace la figura escurridiza y enigmática del padre abatido por la temprana enfermedad y encuentra en la madre la mejor encarnación de ese mundo antiguo y enternecedoramente ingenuo, de esa generación que padeció la guerra y que más tarde encajó con tanta dignidad, y sin histerismos, las contrariedades y las despedidas que la vida le tenía reservada.

Landero intenta recuperar la memoria de ese campo español que, con el paso de los años, también se hizo urbanita y suburbial, anhelante de las comodidades de la vida moderna en la ciudad. Y también aguza el oído para recuperar un habla que está a punto de extinguirse y que irremediablemente se irá cuando la generación de la guerra y de la primera posguerra, heredera de una cultura oral milenaria, ya no esté con nosotros.

El balcón en invierno es un canto de amor a la infancia y a la juventud, a ese tiempo de sueños en que todo es posible, y que lleva al protagonista a trabajar en talleres, a vivir la farándula como guitarrista o a estudiar en academias nocturnas. Y es un homenaje a la literatura por su poder de evocación y por su capacidad para poner orden y sentido “en el oscuro y errático devenir de los años”.


Para escribir este librito de cuestiones mayores, Landero recurre a una versión muy íntima de lo que los anglosajones llaman non-fiction-novel. La realidad pone la base del relato, la invención la completa. El desorden de los recuerdos y de las confesiones del autor, que prescinde del armazón clásico de la novela, finalmente dan a luz una obra conmovedora, de personajes memorables (como el siempre animoso cuñado Paco, inventor y soñador empedernido) y que afortunadamente recupera para los restos un mundo que se fue. Como dice el propio Landero a modo de despedida, “un grano de alegría, un mar de olvido”.