lunes, 25 de julio de 2011

El crítico sale a escena



Me ha sorprendido este librito de Marcos Ordoñez (toda una vida de crítico de teatro y ahora en las páginas de El País). No mantenía grandes expectativas y me ha gustado. Ordoñez, con el desenfado que dan la edad y el haber visto mucho teatro (del bueno y del malo, del experimental y del comercial, del clásico y del sospechosamente vanguardista, del comprometido y del más frívolo) habla de las grandes imposturas del mundo de las tablas, pero da también algunas pistas para encontrar, y apreciar, esos momentos de verdad en que este arte de lo efímero atrapa la vida.   


Aunque da algunos nombres, uno se queda con las ganas de encontrar un pequeño canon con el que orientarse por las guías de estrenos, una lista de autores, actores o montajes (con nombres y apellidos) que le ayuden a elegir. En cualquier caso, en este Telón de fondo encontramos algunas pistas (no oculta cierta admiración por Bódalo, Espert, Landa, Pou, Flotats, Hipólito, Brook, Tolcachir…), aunque supongo que Ordoñez nos diría que para conocer del todo sus debilidades está el periódico donde escribe y que paguemos religiosamente el euro con veinte, que de eso vive. Sospecho también que, como el teatro en España es una familia donde florecen envidias y rencores, el crítico hace mutis para no herir a nadie y mantener las amistades.   


De todas maneras, y aunque nunca llega a hacer sangre, Ordoñez, muestra su aversión a cierta fauna que se mueve en el mundillo, como la de los directores estrella, esos seudo-divos que son capaces de echar una bronca al público que no se interesa por sus creaciones. También critica la política de subvenciones de la que se beneficia desde hace muchos años el teatro español porque, en su opinión, ha abortado la creación de un sector medianamente maduro y autónomo. Eso sí, llega un momento en que Ordoñez se autocensura porque sabe que pisa “terreno minado”.


Por el contrario, y a pesar de Marx, alaba la labor de los productores, “ese sector injustamente vilipendiado”. Y es que la mayoría de los que se juegan su dinero en esto del teatro no lo hacen porque vayan a hacerse ricos, sino porque lo quieren a rabiar. Para ganar pasta y vivir tranquilo, mejor montar farmacias o hacerse rentista.  


Interesantes son las páginas finales, donde Ordoñéz, comentarista sanguíneo alejado del “notario mudo, inmóvil y exangüe” que muchos identifican con el observador ideal, nos desvela su fórmula mágica para hacer una crítica. Es un cursillo acelerado de escritura y periodismo, pero sobre todo de mirada atenta. Importante: el crítico siempre lleva un pequeño bloc de notas a mano para trasladar al papel cualquier pensamiento que en el fragor o en sopor de una representación se le pasa por la cabeza. Desde que lo leí, yo también cargo una pequeña libreta casi todo el tiempo. Nunca se sabe.


Telón de fondo es un libro ágil y de estilo cambiante, tentativo, construido a base de frases cortas y fogonazos mentales, en la línea de sus críticas sabatinas. Aprecio el desparpajo de madurez de Ordoñez, pero también la sensatez y el criterio que exhibe a la hora de valorar algo tan subjetivo y evanescente como el teatro. Telón de fondo es un libro raro: el crítico se sitúa, por una vez, en primera línea y además nos habla de su educación intelectual, indistinguible muchas veces de la sentimental. En fin, que no me importaría beber un par de whiskys con Marcos Ordoñez para seguir aprendiendo de teatro (y de la vida).


  
Telón de fondo
Marcos Ordoñez
El Aleph Editores
189 euros
15 euros

sábado, 16 de julio de 2011

Larga vida al periodismo



Juan Luis Cebrián anda estos días muy liado diseñando un plan de viabilidad para la endeudada Prisa, el conglomerado de medios que dirige desde hace muchos años y que engloba al diario El País. Antes de que la crisis le tocara de lleno, en 2009, Cebrián juntó en este libro una serie de artículos que muestran a las claras sus preocupaciones profesionales e intelectuales.

Dotado de claridad expositiva, Cebrián no desdeña la fuerza arrasadora del sunami digital y de la imagen, aunque también advierte de que el periodismo serio seguirá siendo el filtro necesario para poner orden en la avalancha de información que Internet genera.

El periodismo de los grandes diarios, ese que nació contando mentiras en la Venecia del siglo XVII, seguirá siendo, en su opinión, el mejor modo de hacerse con una concepción cabal del mundo, “una weltanshaung determinada, que no puede reproducirse en un universo tan convergente, fragmentado y ambiguo como el de Internet”. Sin embargo, el autor de El pianista en el burdel advierte de que andan equivocados los que a estas alturas no cuenten con el ciberespacio para ganar el futuro.

Cebrián también hace una encendida defensa del periodismo como contrapoder. Recuerda el ejemplo que dio a todos el The Washington Post de la corajuda Katherine Graham a principios de los 70 con la investigación de Watergate y también cómo la prensa española contribuyó a asentar la democracia después de la muerte de Franco, aunque siempre de una forma gradual y guiada, en parte, por la inercia.

En este punto,  aprovecha para ensalzar, no sin autocrítica, a El País, “que llegó a convertirse en símbolo de la Transición misma, lo que derivó en un suceso profesional y comercial que algunos competidores tardan en perdonarnos y que es culpable, también, del espíritu arrogante y autosuficiente de muchos de quienes contribuimos a hacerlo”.

En cualquier caso, se echan de menos revelaciones de interés sobre la relación que establece con el poder un grupo periodístico como Prisa. El único episodio digno de mención tiene como protagonista a Aznar, contra el que, por otra parte, Cebrián carga siempre que puede. “Desvelaré una petición que Jesús Polanco y yo recibimos directamente de Moncloa a poco de establecerse en ella el personaje: que dejara de escribir en El País Eduardo Haro Tecglen y abandonara los micrófonos de la SER Iñaki Gabilondo”.

En fin, un libro sobre periodismo (también habla de los límites difusos con la literatura) escrito por alguien que vive en pleno cogollo, pero que, bien sea por ese pudor tan español que sale a relucir cuando hay que hablar en primera persona, o bien por intereses inconfesados, no se atreve a contar mucho de lo que sabe. 


El pianista en el burdel
Juan Luis Cebrián
Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores
202 páginas
21 euros



lunes, 11 de julio de 2011

Un mundo aparte



Por lo que tarda en sacar una novela, se podría decir que los libros de José Ángel González Sainz son de cocción lenta. Este soriano sorprendió a todos ganando en 1995 el Premio Herralde con Un mundo exasperado, donde un hombre de mediana edad, que se debate entre el rechazo y la adaptación a la sociedad, hace repaso de su vida, y casi una década más tarde también lo hizo con Volver al mundo, que analiza el desengaño de las ideologías de los setenta a través de la mirada de una mujer. 

Ahora, en Ojos que no ven, vuelve a lanzar una mirada retrospectiva al pasado que ha ido haciendo este país. Las cavilaciones de Felipe Díaz, un empleado de imprenta que de buenas a primeras se queda sin trabajo y decide emigrar con su familia al País Vasco en busca de un futuro mejor, sirven a González Sainz para dar cuenta del drama de tantos que hicieron lo mismo y que, por no dejarse embelesar por las fascinaciones del nacionalismo y de los discursos de la identidad, tuvieron que sufrir una vida de vejaciones y postergación. 

En este caso, la herida es más sangrante, pues el meditabundo protagonista tiene que ver cómo su mujer y su primogénito sucumben al canto de sirenas del independentismo, lo que crea una brecha insalvable en el seno familiar. González Sainz no aspira a contar el mundo y no da voz a los muchos que podían haberla tenido en un escenario tan complejo. Por el contrario, son las tribulaciones del protagonista, sus preguntas por el sentido de las cosas y su lucha por la dignidad, las que hacen avanzar la narración. 

Contando lo justo (en realidad muy poco) y de una manera muy contenida y metafórica, González Sainz logra crear una tensión que acaba en tragedia. Paralelamente al debate moral, Ojos que no ven también se convierte en una meditación por el sentido de las palabras y muestra cómo su perversión es una forma de barbarie, aparentemente menos dolorosa, pero al cabo del día igual de peligrosa.   


Ojos que no ven
José Ángel González Sainz 
154 páginas
15 euros

jueves, 7 de julio de 2011

A vueltas con la religión






El papel que la religión debe o puede desempeñar en la esfera pública en las sociedades seculares occidentales ha sido un tema de debate durante los últimos años en el mundo intelectual estadounidense y en otros países europeos como Italia o Alemania. En España, a pesar de la polémica pública que ha suscitado el cuestionamiento del marco vigente de algunas de las medidas impulsadas por el actual Gobierno, son curiosamente escasas las obras que abordan este tema desde una perspectiva académica y desapasionada. 

Jurgen Habermas ha sido probablemente el intelectual más influyente en el debate acerca de la función y el significado social de la religión. Su evolución intelectual sorprendió a muchos de sus seguidores que han visto como el principal apóstol del secularismo del pensamiento europeo de la segunda mitad del siglo XX pasó a reconocer el valor epistemológico del pensamiento religioso a comienzos del siglo XXI. 

Esta evolución se puso de manifiesto, entre otras, en su libro Entre naturalismo y religión y posteriormente en Dialéctica de la secularización, una transcripción revisada del debate mantenido con el entonces Cardenal Ratzinger en 2004 en la Academia Católica de Baviera. Cartas al Papa prosigue la misma senda intelectual y reúne los textos adaptados que se han basado en el debate que mantuvo Habermas en Munich en 2007 con cuatro miembros de la Escuela Superior de Filosofía de los Jesuitas.

Tanto en su ponencia principal, titulada La conciencia que nos falta, como en sus conclusiones finales, Habermas vuelve a reiterar el eje, no exento de contradicciones, de su pensamiento al respecto. Por un lado, la necesidad de lograr una simetría entre seculares y creyentes que rompa la situación actual por la cual los primeros  no se sienten llamados ni obligados a escuchar a los segundos en virtud del paradigma del estado secular, pero si viceversa. Y es que “no es lo mismo hablar unos con los otros que los unos sobre los otros” (p. 56) como se encarga el filósofo alemán de recordarnos.

Sin embargo, la articulación de este reconocimiento mutuo se antoja infranqueable ante la clara distinción que Habermas hace entre fe y razón y que le llevan a enunciar tres exigencias al ciudadano religioso para acceder al espacio público. Estas son el reconocimiento de la autoridad de la razón natural, la aceptación de los fundamentos del igualitarismo y la exigencia de la no violencia. Unas premisas que con razón considera Norman Brieskorn, uno de los cuatro jesuitas debatientes, que estigmatizan al ciudadano religioso como “provinciano” y que, después de todo, mantienen el pensamiento habermasiano en las mismas coordenadas que los grandes teóricos del estado liberal, como John Rawls.

Desde una óptica muy distinta, Ulrich Beck se propone en su obra El Dios Personal abordar el rol de la religión en un mundo globalizado. Para ello no duda en adoptar una mirada de sociólogo refractario ya que, como él no duda en señalar, el paradigma sociológico ha entendido históricamente la religión como fruto de la debilidad humana. La principal tesis del libro sería la función positiva capaz de desempeñar por la religión individualizada en la supresión de conflictos. 

Beck parte de la base de que el auge de la religiosidad en todo el mundo no implica una mayor fuerza de las religiones. Para Beck las grandes tradiciones religiosas se hallarían en un permanente declive y estarían siendo reemplazadas por un modelo de religiosidad individualizada basado en la multiplicidad de la oferta alejada de las coordenadas geográficas, temporales y étnicas que estaría dando lugar a un nuevo tipo de ciudadano religioso relativista, dubitativo, y, por tanto, con capacidad para reconocer al otro como igual. 

El libro plantea varios problemas al lector. Aunque escrito en una prosa clara, ágil y brillante, sus presupuestos no están claros. El autor no precisa en ningún momento cuantas personas formarían actualmente parte de esa religión individualizada que, aunque él no lo admita, no deja de ser un trasunto de la sociedad de consumo aplicado al mundo espiritual. El libro no contiene datos al respecto y por si fuera poco Beck cita a Amnistía Internacional como ejemplo del nuevo tipo de iglesia que estaría surgiendo en este contexto, lo cual contribuye más a la confusión.

De la misma forma, Beck privilegia paz sobre verdad, pero no explica como puede lograrse el entendimiento entre las distintas culturas y religiones sin el concurso de representantes o portavoces de las grandes religiones. Por otro lado, su ataque constante a las grandes tradiciones religiosas, en particular al cristianismo, genera dudas acerca de la falta de sinceridad del autor y hacen pensar que el libro se trata  sobre todo de un ajuste de cuentas con las dos grandes tradiciones cristianas alemanas (la protestante y la católica). En todo caso, un libro interesante y que podría anticipar una de las líneas del debate sobre la religión en los próximos años.



Carta al Papa. Consideraciones sobre la fe
Jurgen Habermas
Ediciones Paidós
Barcelona, 2009
256 páginas
14 euros


El Dios personal
Ulrich Beck
Ediciones Paidós
Barcelona, 2009
222 páginas
25 euros



lunes, 4 de julio de 2011

Urueña


Después de buscar algún ejemplar durante un buen rato en la penumbra y de disfrutar del frescor y la paz conventual de la librería, uno sale al exterior y queda cegado por el sol mesetario de finales de junio, que se cuela por cualquier rendija y toma más fuerza si cabe al reflejarse en el adobe ocre de las fachadas. Urueña es un sitio perfecto para el amante de los libros y del sosiego.

Una docena de románticos, al amparo, eso sí, del dinero público, ha convertido este pueblo vallisoletano, que está a un tiro de piedra de Madrid (justo en la salida 211), en un lugar feliz y raro. Urueña está trufado de librerías, algunas de segunda mano, donde uno nota, nada más entrar, el cuidado y el empeño del dueño, el mimo con el que ha decorado el establecimiento y ha dispuesto la iluminación para no dañar el papel o las cubiertas de los volúmenes expuestos y, sobre todo, el esmero puesto en la selección de los títulos. No hay prisa por vender la última novedad porque sencillamente aquí no ha llegado. Todo eso que tanto se echa de menos en las grandes superficies y o en los centros comerciales de la ciudad.

Urueña, situado en un altiplano que emerge sobre un mar dorado de trigales y que en su momento fue fortaleza defensiva de los cristianos, no deja de ser un pequeño parque temático organizado alrededor del libro y del retiro que precede a cualquier lectura. Este pueblo es nostalgia de tiempos en que la vida transcurría sin demasiado sobresalto.

Urueña no deja de ser un ejercicio de voluntarismo para convertirse en una foto de lo que pudo haber sido, pero ya (probablemente) no será, de un mundo que está a punto de fenecer, aunque no lo sepamos con total seguridad. Y es que esas mismas páginas de Internet por las que, en concentrada soledad, pasean sus ojos los libreros a contracorriente de Urueña, mientras los turistas entran y salen de sus apacibles establecimientos, quizá se los lleven por delante.

En el mundo del libro electrónico y de las descargas sin control, el modelo de Urueña, el de ese librero generoso que calcula la presentación de los títulos que vende como si fuera un concienzudo director de escena, está en trance de extinción. Ha pasado en el Reino Unido y en otros países, y todo indica que pasará aquí.

Urueña es lectura sosegada y recogimiento en un  mundo donde Internet impone trepidación y vocerío. También es contrapunto a esa industria editorial que nos tortura con una sucesión mareante (y esteril) de novedades casi siempre destinadas a la máquina trituradora. En fin, Urueña es, en algún sentido, un símbolo de la esquizofrenia que vive el mundo del libro y la cultura en general. Sus calles tranquilas y silenciosas, y la paz monacal de sus puestos de libros, se convierten en añoranza y contrapunto en un mundo que bulle con destino incierto.  

En cualquier caso, vale la pena pasarse por Urueña. Es probable que uno no encuentre el libro que buscaba, pero si sentirá el abismo de vivir a caballo entre dos épocas, una que se resiste a irse y otra que llega como un vendaval.