lunes, 27 de junio de 2011

El largo invierno de la izquierda


Cuando la crisis económica azotaba con más fuerza, los trabajadores británicos, viendo peligrar sus empleos, se movilizaron en varios puntos del país contra la presencia de ciudadanos procedentes de la Unión Europea y empleados, como ellos, en centrales nucleares, fábricas de coches o refinerías de todo el país. Era el mundo al revés. Con una crisis financiera de tamaño colosal a los trabajadores no se les ocurre otra cosa que tirar los trastos al vecino.
Aunque es un ejemplo extremo de extravío ideológico (prueba de ello es que en las semanas siguientes los sindicatos europeos no dejaron de poner el grito en el cielo tachando de xenófoba la reacción de sus colegas isleños, que en vez de arremeter contra el poder político y la oligarquía económica y financiera, culpable última del desaguisado de la crisis, la emprendieron con sus colegas), el hecho pone en evidencia la decadencia de la izquierda y de sus valores fundacionales, precisamente en su feudo de siempre, el de la working class.
El momento lo recuerda con tristeza Irene Lozano en un librito con título que suena a obra a autoayuda (Lecciones para el inconformista aturdido en tres horas y cuarto por un ensayista inexperto y sin papeles) y que, en realidad, es un pequeño manual, una brújula, para aquellos que se declaran de izquierdas, pero sólo encuentran en los partidos que los representan políticas incongruentes que ahondan su decepción.
¿Cuáles son esos valores irrenunciables que hoy, al decir de la autora, han sido olvidados por la izquierda oficial, incluido el PSOE? Precisamente la visión ecuménica de la que adolecieron los trabajadores británicos, una idea universal de la justicia que se marque como fin último erradicar la lacerante desigualdad en todo el planeta debería ser el eje vertebrador de una política de progreso. Suena a viejo, pero es que sigue siendo una tarea pendiente descomunal.
La cita de Bobbio traída por Lozano deja las cosas claras: “La distinción entre derecha e izquierda, para la que el ideal de igualdad siempre ha sido la estrella polar a la que ha mirado, es muy clara. Basta con desplazar la mirada de la cuestión social en el interior de cada estado, de la que nació la izquierda en el siglo XIX, hacia la cuestión social internacional, para darse cuenta de que la izquierda no sólo no ha concluido su propio camino, sino que apenas lo ha comenzado”.
Lozano, que no disimula su preferencia por un humanismo a lo Camus, critica que la deriva nacionalista de la izquierda institucional o su adhesión a los múltiples particularismos que, desde los años 60, han copado el discurso político, como el feminismo o el multiculturalismo en los países ricos, hayan abocado a esta miopía. Además de los nacionalismos, el discurso progresista ha estado lastrado en las últimas décadas, al decir de Lozano, que fue articulista habitual del diario ABC y editorialista de El Mundo, por el ataque de una posmodernidad que inauguran Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración.
La izquierda oficial, enfrascada en mil batallitas y más preocupada por perpetuarse en el poder a golpe de leyes sensacionalistas que sólo la legitimarán ante su parroquia más fiel, ha perdido el norte y va perdiendo por el momento la gran guerra con la derecha y con el poder económico. Prueba de ello, como recuerda la autora, es que, de haber tenido buenos fundamentos, se habría embarcado, aprovechando la que está cayendo, en un cambio profundo del capitalismo. Sin embargo, su debilidad sólo le da para esperar a que escampe, con la esperanza, eso sí, de que la crisis sea “un corto invierno”.    
Lozano ha escrito un libro directo, ameno (la autora conversa con gentes tan diversas como Montaigne, Condorcet, Camus, Russell, Weil, Woolf o Hayek)  y de fácil lectura que servirá de brújula para izquierdistas desnortados y decepcionados, y para los que en los últimos años se han podido sentir tentados por una derecha más pragmática que sale sin rubor a pescar en caladeros ajenos. La línea argumental de Lozano es sólida, aunque es interrumpida en muchos momentos por  soliloquios sentimentales que, aunque dan frescura al texto, restan contundencia al discurso.  



Lecciones para el inconformista aturdido en tres horas y cuarto por un ensayista inexperto y sin papeles
Irene Lozano
Editorial Debate
Octubre 2009
205 páginas
17,90 euros

lunes, 20 de junio de 2011

Memoria del hambre



A Ignacio y Lourdes, mis padres, por sus recuerdos

Muchas veces, frente a una mesa colmada, rebosante de pan, fruta y papas guisadas con pescado salado, mis padres me recordaron que hubo “un tiempo del hambre”. Mientras terminaban de comer degustando una manzana o una pera limonera, mis padres hacían un repaso mental de las miserias de otra época, tan lejanas para mí, pero tan próximas y tangibles para ellos, que las habían sufrido en su infancia.

Me hablaban del millo podrido procedente de Argentina que durante la posguerra alimentó a tantos canarios; de una dieta que, a falta de muchas cosas, debía recurrir a todas horas a los plátanos guisados, duros como leños de lo verde que estaban; de las madrugadas para hacer cola en los decomisos donde se repartía, con disciplina marcial, los escasos víveres que con suerte había disponibles para aquellos que portaban una cartilla de racionamiento. El dinero, con las tiendas en penuria, no valía para nada.

Difícil de creer. Curiosamente, a mí aquellos relatos me transportaban, pero no al tiempo preciso del que me hablaban mis padres, sino a uno figurado y “más literario”: el de los campos de concentración, anegados siempre de barro, inanición y atropello moral. En esas comidas familiares también conocí, de primera mano, cómo se ganaban la vida los niños de la primera posguerra.

Las interminables jornadas de mi padre y sus hermanos, que subían, todavía sin despuntar el sol, a la cumbre a por “jaces de cisco” de retama que luego servirían como abono en las plataneras. Con una pelotita de gofio como todo sustento y un frío en los pies y en las manos que muchas veces tuvieron que mitigar con su propio orín, mi padre y muchos como él resistieron en el tiempo más oscuro de la historia de España del siglo XX. La necesidad de llevar algo a casa que se pudiera cambiar por jabón, huevos o alpargatas llevó a abandonar muy temprano la escuela a toda una generación, la de la inmediata posguerra, que el resto de su vida tuvo que sobrellevar con disimulado sonrojo su analfabetismo y esa memoria de la miseria.   

Ese tiempo es precisamente el que recupera (o reinventa) el poeta Antonio Gamoneda, premio Cervantes en 2006, en su último libro, Un armario lleno de sombra, una autobiografía donde el autor leonés da cuenta de su peripecia vital hasta los 14 años, cuando empieza a trabajar como meritorio y recadero en el hoy desaparecido Banco Mercantil, después de abandonar el colegio religioso de los Padres Agustinos. Con una prosa despojada, sin preciosismos, siempre buscando la palabra justa, el autor se adentra en un mundo duro, de frío y de hambre, de humillaciones y represión, pero donde emerge, de tarde en tarde, la felicidad y la solidaridad.

“No existe la memoria real, sino interpretaciones de la memoria. No hay diferencia entre lo que recuerdas y crees recordar”, decía hace poco el veterano escritor norteamericano Sam Savage. Gamoneda parece aplicarse esta enseñanza. Los recuerdos que plasma en Un armario lleno de sombra, vertebrados siempre por la figura omnipresente de su madre –“Hice entrar mi cabeza en la oscuridad del armario y entonces ocurrió algo que me envolvió en su realidad física: sentí el olor de mi madre. Viva”-, se van construyendo al tiempo que escribe, muchas veces con hechos que son recuerdos heredados, como el de su padre, poeta de un solo libro que murió al año de nacer el autor.

En fin, estamos ante un libro que, sin estridencias, pero también sin sentimentalismos, recorre el primer mundo que vio la generación perdida de la posguerra.  



Un armario lleno de sombra
Antonio Gamoneda
Editorial Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores
Barcelona, 2009
237 páginas
18 euros

martes, 14 de junio de 2011

Los trabajos y los días



¿Qué tienen que ver un atunero de las Islas Maldivas, un pintor de paisajes del sur de Inglaterra, un constructor japonés de aviones comerciales, un auditor de cuentas del centro de Londres, el director de proyectos de una fábrica de galletas o el inventor iraní de unos zapatos que permiten caminar por el agua? Todos son interlocutores del autor de este libro, Alain de Botton, un fino observador de la cultura contemporánea y sus contradicciones. 

Con mirada atenta, pero descreída, y una sutil ironía, De Botton intenta descubrir los mecanismos invisibles que mueven nuestro mundo y las mercancías que en él se producen. Cómo se lleva la energía desde una central a la tostadora de casa o qué camino sigue una idea desde que es concebida hasta que se convierte en un producto en los estantes de una gran superficie son asuntos que interesan a De Botton y centran las horas de trabajo (y los anhelos) de sus entrevistados.

De Botton ilumina en su libro, un trabajo (raro por estos pagos) donde se mezclan el apunte filosófico con las notas de viaje, la trastienda de esta sociedad de consumo que hace posible que en cualquier lado podamos disfrutar productos y servicios de cualquier lugar del planeta, eso sí, debidamente empaquetados, etiquetados y despersonalizados.

En vez de buscar en los museos, las salas de arte o los teatros las claves para entender cómo vivimos, el autor acude a oficinas, hangares, almacenes o fábricas, y habla con los hacedores de esos objetos de consumo a los que tan poca importancia damos, pero que tanto pueden revelar a una mente despierta sobre el zeitgeist que nos ha tocado vivir. 

También rehuye la opinión del académico. La materia de este libro, el trabajo y los procesos productivos que lo articulan, suelen ser objeto de sesudos mamotretos de pensamiento, sociología o economía que acaban perdiéndose en abstracciones. Con arma de reportero, De Botton se desentiende de este bagaje y pone los pies en la tierra para acercarnos a las personas corrientes que sostienen la tramoya sobre la que se asienta la sociedad de consumo, como hiciera en cierta medida Richard Sennet en La corrosión del carácter.  

Un apunte, De Botton, autor de Las consolaciones de la filosofía (Taurus, 2003) o La arquitectura de la felicidad (Lumen, 2008), trufa su libro de excursos filosóficos y acaba su análisis del trabajo contemporáneo con un toque trascendente que no quiero pasar por alto porque da idea de su capacidad para mezclar lo concreto con lo general, y del distanciamiento y la mordacidad de los que hace gala en todo momento. 

“Considerar que somos el centro del universo, y que el tiempo presente es la cumbre de la historia, pensar que nuestras próximas reuniones tienen una importancia abrumadora, no hacer caso de las lecciones de los cementerios, leer solo con moderación, sentir presión de los plazos de entrega, hablar con rudeza de los compañeros, sobrevivir a horarios de congresos en los que está anotado ‘de 11.00 a 11.15: pausa para el café’, comportarse descuidada y codiciosamente y luego arder en la batalla; quizá todo esto, al final, sea la sabiduría del trabajo. Dejemos que la muerte nos pille mientras hacemos algo para la vida”. 

Es el consejo irónico de quien lleva años poniendo al descubierto las paradojas de nuestra vida moderna. Miserias y esplendores del trabajo es, en definitiva, un libro singular, sobre todo en el panorama editorial español, donde faltan académicos con dotes para la divulgación, y periodistas y ensayistas con el rigor y el afán intelectual necesarios para destriparnos el tiempo que nos ha tocado vivir.


Miserias y esplendores del trabajo
Alain de Botton
325 páginas
20,90 euros

domingo, 12 de junio de 2011

Un paseo por la Feria del Libro de Madrid



Cuentos de Chejov. Llegué a Chejov tarde (como siempre) y por el cine (Vania en la calle 42, de Louis Malle), pero me he hecho un adicto y creo que no tiene solución.
Editorial Pretextos


Sobre la tumba del poema. Antología esencial de Leopoldo María Panero.
Editorial Huerga y Fierro

“…oh poema que cuelgas de mis piernas,
oh falo barrido por el viento”.


Cualquier libro de Dietrich Bonhoeffer, cura alemán que fue encarcelado por los nazis en 1943 y murió asesinado por ellos dos años más tarde. Editorial Sígueme.


“La Iglesia permanecía muda, cuando tenía que haber gritado… La Iglesia reconoce haber sido testigo del abuso de la violencia brutal, del sufrimiento físico y psíquico de un sinfín de inocentes, de la opresión, el odio y el homicidio, sin haber alzado su voz por ellos, sin haber encontrado los medios de acudir en su ayuda. Es culpable de las vidas de los hermanos más débiles e indefensos de Jesucristo”.

Lo que yo creo. Hans Kung.
Editorial Trotta


Selección de textos fundamentales de José Luis L. Aranguren. Edición de Carlos Gómez.
Editorial Trotta


El declive del hombre público. Richard Sennet.
Editorial Anagrama


Libertad y prensa. Walter Lippman. A pesar de Internet y las redes sociales, los enemigos del buen periodismo siguen siendo los mismos que hace un siglo.
Editorial Tecnos


Hambre. Knut Hamsun. Una novela que he tenido en mis manos decenas de veces, pero que nunca he leído. No sé por qué. 
Editorial Nórdica


Obra poética completa. Antonio Colinas.
Editorial Siruela

“De repente hoy me pareció que todos los libros que me rodeaban, y en los que aprendí, se habían como congelado, eran de hielo. Mientras, en mi pecho, sentía una fuerte hoguera de amor”  


Relatos Reales. Javier Cercas.
Editorial Acantilado


El desierto de los tártaros. Dino Buzzati. La leí en la adolescencia. Me impresionó. Habrá que volver a ella.  
Editorial Gadir


Al final del amor. Marcos Giralt Torrente.
Me gustó su anterior libro, Tiempo de vida, donde habla del padre perdido, y de los buenos y de los malos momentos que tuvo con él.
Editorial Páginas de Espuma


Sin heroismos, por favor. Raymond Carver.
Editorial Bartleby




Un par de apuntes

Primavera inusualmente verde en el Retiro madrileño. Amenaza de tormenta y lluvia. ¡Cómo no! Lo primero que encuentro es un autor de novela única y sin caseta. Expone con pulcritud varios ejemplares en un banco de madera en las inmediaciones de la feria. Es la autoedición (en papel) que algunos veían como el futuro hace unos años, pero que ahora, con el libro electrónico pisando fuerte, ha perdido fuelle.

Creo que los tesoros de la feria del libro están en las casetas de las editoriales, que muestran allí buena parte de sus fondos. Son esos fondos que, por la vorágine del mercado, raramente encontramos en una librería. Salvo contadas excepciones, las librerías, que también acuden en buen número al Retiro, aportan poco. Casi todas despliegan el catálogo de los 30 o 40 títulos “más vendidos” y dejan poco margen para la sorpresa. Entiendo que quieran rentabilizar la inversión.  

Hay vida más allá de las grandes editoriales. Está en Trotta, Alba, Alpha Decay, Errata Naturae, Blackie Books, Periférica, Bartleby...


sábado, 4 de junio de 2011

Los antecedentes del gran Millares



Mi primer encuentro con la pintura de Manolo Millares tuvo lugar en Madrid en 1992. Aquel año, el Museo Reina Sofía organizó por todo lo alto una exposición con obras de madurez del artista traídas de todo el mundo. Hacía 20 años que el pintor había muerto, pero su fama, cimentada en esas series de cuadros desoladores y esenciales creados a base de arpillera y una escala cromática bastante básica, ya era universal.

Lo que sucedió en Madrid en aquel invierno fue una reivindicación del gran Millares, el que a finales de los años 50 iba a ponerse al frente de la vanguardia estética en España con la creación del grupo El Paso y más tarde explora las posibilidades del expresionismo abstracto. Es el Millares que se fotografía en alpargatas y que esconde su expresión tras una barba de ermitaño y un sombrero de paja, una figura -a mí particularmente me recuerda a Omero Antonutti en El Sur- en plena sintonía con una obra que se inspira en lo primitivo, en la arqueología de las momias o cerámicas guanches.



Sin embargo, hasta llegar ahí, Millares dio muchas vueltas (vitales y artísticas). De eso precisamente da buena cuenta el documental que entre 2004 y 2005 rodó su sobrino Juan Millares Alonso, que toma como base las notas autobiográficas que el pintor fue plasmando en unos cuadernos de contabilidad ya al final de su vida. Los cuadernos de contabilidad de Manolo Millares– a los que pone voz su hija Eva- nos descubren a un Millares dotado también para la palabra.

Son unas memorias solventes y (novedad por estos pagos) nada indulgentes consigo mismo y con la familia. De hecho, Juan Millares Alonso tuvo que andar con pies de plomo a la hora de seleccionar los recuerdos, por si alguien podía sentirse ofendido, y aún así la cinta provocó algún enfrentamiento. Aunque sin llegar a la sangría emocional y al patetismo que transmite El desencanto de los Panero, el documental también escarba en las heridas y desencuentros de una familia de burgueses ilustrados cuya paz se ve de repente alterada por la Guerra Civil.

Y lo hace desde la polifonía. Su hermano José María, sus hermanas, su amigo de siempre Martín Chirino, su viuda Elvireta Escobio… Son muchos los que aportan su testimonio. La infancia en la Playa de las Canteras (“una orilla de mar siempre sobre mis ojos”), el primer amor, el inopinado destierro y la felicidad de la familia en Lanzarote del 36 al 38, el hambre de la posguerra, los problemas con la Falange, el tedio abortado de una vida de oficinista, los coqueteos con el impresionismo y el surrealismo, la precariedad de los primeros años en Madrid… En Los cuadernos de contabilidad tenemos el ADN de Manolo Millares, un hombre que, como contaba su viuda hace poco, siempre se tomó la vida muy en serio: “Sabía que iba a morirse pronto y no tenía tiempo para tonterías”.