jueves, 24 de julio de 2014

El viento en las hojas, de José Ángel González Sainz



Conviene leer los siete cuentos que componen este librito de José Ángel González Sainz muy despacio, o quizá dos veces. Por el misterio que envuelve a las historias y por la exquisitez de su prosa, puro deleite. La escritura de González Sainz es precisa y está muy trabajada, y casi siempre se impone a la minúscula trama de sus relatos. Es probable que lo que nos llega finalmente publicado por Anagrama, en este caso 130 páginas que se leen en dos tardes, sea el producto de un arduo ejercicio de contención y también de cribado. Intuyo que González Sainz trabaja como el poeta o el músico que saca adelante un tema a base de tachar y tachar en la libreta y repetir acordes hasta la extenuación.

Algunos relatos son sencillamente perfectos, aunque se nos escape su sentido o éste se multiplique por la indefinición en la que los deja el autor, lo que los hace aún más atractivos. El poco comercial González Sainz nos habla de un mundo (provinciano y rural) periclitado y suspendido en el tiempo, sin referentes más allá del discurso interior de unos personajes perplejos, siempre a la busca de respuestas en unas palabras -esquivas, provisionales- que le dan poderío al texto, pero que perpetúan sus dudas sobre el amor, la muerte, la soledad, el paso del tiempo, la libertad o el deseo. “De existir con independencia de mi mente, qué pinto entonces yo”, se pregunta sin afanes filosóficos el protagonista de Durante el breve momento que se tarda en pasar, un padre hipnotizado por la figura perfecta de una mujer detrás de un escaparate.

Con pocos pero trabajados recursos, González Sainz nos presenta instantes de existencias despojados de cualquier referencia temporal y casi espacial, momentos que, al fin y al cabo, hacen la vida misteriosa, pero plena. Las palabras, su musicalidad e incluso la puesta en cuestión de su sentido son los elementos con los que el escritor crea la tensión que nos mantiene atentos al relato hasta la última línea. El miedo de una madre que ve cómo su hija se acerca al precipicio mientras juega a hacer pompas de jabón; el anciano que anuncia su muerte a sus amigos de tertulia en el café y espera que éstos la acepten como si nada; el padre de familia que es seducido por la embriagadora sonrisa de la vendedora de helados a que acude con su hijo; el excursionista que no sabe cómo abordar el encuentro con otro andante solitario camino del río... Y, como los de Alice Munro, los relatos de González Sainz toman el giro definitivo a la vuelta de una frase, cuando uno menos se lo espera. 

Dice Jon Juaristi que González Sainz es un maestro del idioma que se prodiga menos de lo que sería deseable. Probablemente tenga razón. En 25 años ha sacado cuatro libros, historias que, fiel a su estilo, quedan condensadas en libritos de pocas páginas pero exquisita literatura. Ojos que no ven, el anterior, tuvo cierta repercusión porque nos hablaba de las heridas que deja el nacionalismo en una familia de emigrantes en el País Vasco. Ahí, la política era pretexto para hablar del eterno conflicto paterno-filial y del destierro interior que sufren los que viven ajenos a las fascinaciones de la mayoría.  



martes, 1 de julio de 2014

Una historia (real) para no dormir



A propósito de Hermosa juventud, de Jaime Rosales


Del "drama del paro" habla todo el mundo. Se ha convertido en un trending topic. Lo hacen los políticos cuando valoran las raquíticas cifras de empleo que dejan las encuestas. Pero también lo hacen los periodistas, los economistas, los sociólogos y últimamente los reyes salientes y entrantes. Sin embargo, y a pesar de los muchos años ya de crisis y de que la desesperanza empiece a cundir en millones de familias, pocos intentos ha habido en el cine o en la novela española de mostrar de forma convincente el drama de ver pasar la vida mano sobre mano, y sin un euro en el bolsillo.

Uno de los últimos ha sido el de Jaime Rosales con su película Hermosa juventud, retrato de una pareja de veinteañeros en la periferia de Madrid, dos ni-nis sin grandes aspiraciones, sólo las de tener trabajo, emanciparse y formar una familia, sueño múltiple de casi imposible consumación en los tiempos que corren. La película de Rosales remueve las tripas mostrando la vida misma, sin estridencias ni subrayados, sin acudir a marginalidades extremas ni retorcimientos del guión. Y es que hoy la realidad para muchos jóvenes (y no tan jóvenes) en España es lo suficientemente escalofriante como para que un cineasta o un escritor no tenga que buscar más allá, y Rosales se las ingenia para que esa deriva entre en su película sin aspavientos.

Frente a Natalia y Carlos (muy bien interpretados por Ingrid Garcia Jonsson y Carlos Rodríguez), un panorama desolador de estudios sin terminar, falta de vocación, jornadas en la obra a 10 euros/día o currículums que van a la papelera o al saco sin fondo del desempleo infinito, que va anulando cada intento de la pareja por salir adelante. También habla la película de Rosales de la emigración que lleva a la sordidez, el camino emprendido por muchos españoles desinformados y lo suficientemente desesperados para dejarlo casi todo por el camino.

La cámara de Rosales entra en los pisos angostos y superpoblados de hermanos, hijos, padres y novios sin ocupación, por los que transitan Natalia y Carlos. Esos pisos donde las conversaciones quedan ahogadas por el rumor de la televisión o de las consolas, y que la pobreza sobrevenida por la crisis ha convertido en miserables antes de tiempo, con muebles de cocina destartalados y rancios, y con sofás de escay que nunca se renovaron y que remiten a una época que creíamos superada.

Rosales nos muestra la deriva con naturalidad. Casi sin sobresaltos. No notamos su cámara, salvo cuando mantiene el plano para enseñar los escenarios vacíos del drama. Es una marca de la casa de la que abusó en La soledad, su película más popular. Memorables son las dos bellas elipsis que construye a base de Whatsapp, Skype y videojuegos, y que suponen saltos decisivos en la historia.

Los actores están bien, sobre todo Ingrid Garcia Jonsson, que marca el tono y hace avanzar la historia desde la contención, lo que no es nada fácil, y que ha tenido también que trabajar para reflejar los andares y el discurso deslabazado y carente de dicción de una persona sin estudios. El rostro luminoso de Ingrid y el sol peremne en el cielo de Madrid ponen feliz contrapunto a una historia para no dormir.
 
Rosales nos habla de las miserias de un país recurriendo a un realismo sin estridencias, sobrio, siempre fiel a su manera de contar. Se aleja así de esa tradición sainetera y paródica que fundaron Berlanga y Azcona, y que sigue teniendo en España muchos seguidores e imitadores, algunos muy brillantes, como Alex de la Iglesia. Para hablar de un drama como el del paro, yo me quedo con la sobriedad Rosales, que a ratos me recuerda el cine duro de los hermanos Dardenne y también al más reivindicativo de Ken Loach.