miércoles, 28 de marzo de 2012

A sangre y fuego: La guerra civil vista por Manuel Chaves Nogales





Quizá no haya tema patrio, histórico, literario, político o mediático, más tratado, manoseado y discutido que el de nuestra última guerra civil, “el episodio de la historia de España sobre el que más se ha escrito -con diferencia- en todo el mundo”, como señala el historiador Hugo García. Ni siquiera los cientos, miles de libros de historia, novelas, artículos, notas de prensa, conferencias y tertulias que han indagado en la brutal refriega y sus consecuencias han sido capaces, aparentemente, de agotar la exploración de sus causas, sus implicaciones y sus secretos.

Tan es así que un observador completamente objetivo e independiente (en el caso de que tal héroe existiera) solo podría mostrar perplejidad ante el hecho de que sigan engendrándose, inagotablemente,  interpretaciones contradictorias, incluso diametralmente opuestas, sobre las raíces históricas de la sangría, su desarrollo y sus repercusiones.

La obra del periodista Manuel Chaves Nogales ha sido recuperada por la profesora María Isabel Cintas, tras indagar durante años en todo tipo de archivos y hemerotecas. Leer al escritor sevillano, cronista directo de la guerra incivil y representante de la “tercera España”, aquella no definida en ninguno de los extremismos de la época, probablemente no nos permitirá resolver los enigmas más impenetrables de la tragedia nacional, pero sí conocer de primera mano las terribles nubes de intolerancia que oscurecieron nuestro país y que provocaron la tormenta de odio que lo dejó en ruinas.  



A sangre y fuego, escrito en 1937, es una crónica periodística y literaria de excepcional valor al no estar corregida por una posterior visión matizada de la guerra, una vez conocidas y sujetas a la perspectiva del tiempo todas sus consecuencias (el autor dejó Madrid el 6 de noviembre de 1936 y murió, olvidado por su país como tantos otros, en Londres en 1944). A través de nueve relatos de extraordinaria fuerza y desgarro, se nos describen distintas escenas, en los dos lados del frente, representativas y, como defiende el autor, verídicas, del drama de los inicios de la guerra y de la apasionada e insensata insania que se apoderó de los españoles.

Chaves Nogales es un auténtico maestro. Su escritura límpida, de lenguaje rico y expresivo pero libre de artificios retóricos inútiles, la lucidez de su visión amarga y desencantada, la profunda compasión que muestra por los protagonistas (extraídos de la masa informe de individuos sometidos a las pulsiones y la violencia de la guerra) y la pavorosa ejemplaridad de sus escogidas historias hacen de su libro un testimonio ineludible.

En A sangre y fuego no encontraremos justificaciones o disculpas de la brutalidad por causa de las filiaciones políticas, sino más bien implacables imágenes del abismo que abrió la intolerancia y la estulticia en los dos bandos. La sutil inteligencia del autor, que se define en el magnífico prólogo del libro como “pequeñoburgués liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria de izquierdas”, en ningún caso se deja llevar por el fanatismo.

Los señoritos andaluces que practicaban la caza de jornaleros a caballo en aquellos primeros momentos de la guerra nos resultan tan estúpidos y desalmados como las bandas de anarquistas consagradas a la rapiña de los pueblos valencianos. Los milicianos de la capital sedientos de sangre, que se dedicaban a las “sacas” y las venganzas particulares, no pueden ser eximidos de culpa por muy brutal que fuera la actuación de los “moros” que acompañaban al ejército de Franco en su avance hacia el Centro. 

Los irreparables errores de tantos necios como proliferaron en España en la preguerra y la terrible responsabilidad histórica del bando vencedor en la imposición de su modelo de sociedad por la fuerza de la represión, sin posibilidad alguna de reconciliación, forman parte, al fin, del delirio colectivo y sangriento que dominó a nuestro país y cuyo siniestro culmen bélico nos es mostrado por Chaves Nogales sin disimulos ni paños calientes. La recuperación de su trabajo y sus desvelos supone, por consiguiente, un acto de justicia literaria e histórica de gran interés.


A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
Libros del Asteroide, 2011, 18 euros, 320 páginas
Espasa-Calpe, 2010, 10,95 euros, 272 páginas



lunes, 19 de marzo de 2012

Misterio en Cuenca



Una visita al Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca

Cuesta imaginar que los jóvenes rompedores que durante los 50 y los 60 incendiaron el mundo del arte con propuestas que bebían de la abstracción estadounidense son hoy venerables abuelos o yacen en cementerios de media España. En Cuenca, en el museo de Arte Abstracto de la Fundación Juan March, hay un silencio religioso enfatizado por las paredes blancas y desnudas, y más al fondo, por el paisaje ocre de roca caliza de la hoz del Huécar que se divisa por los ventanales de las Casas Colgadas.

  
El de Cuenca es un museo despojado, esencial y místico, como algunos de los cuadros de Tàpies, de Millares, de Feito o de Zóbel que allí se exponen desde hace muchos años. No hay largas notas explicativas a la vera de las obras y tampoco es posible escuchar la perorata de un funcionario que intenta desentrañar por el auricular el proceso creativo del pintor o el significado de tal o cual cromatismo. El visitante tan solo tiene una plaquita con nombres casi nunca evocadores, y sí más bien misteriosos, partes de un código que nunca acabará de entender. Abesti Gogora, Número 183, Número 460-A, Intervalos Azules, Antropofauna, Omphalo V, Espejo del Duende, Estanque 2, Bóveda para el Hombre…

En Cuenca uno es forzado a mirar por primera vez. Es una cura de desintoxicación en un mundo que se ahoga en las imágenes repetidas hasta el hartazgo por la publicidad o la televisión. Si no, ¿cómo entender ese retrato de Brigitte Bardot que Antonio Saura pinta en 1959 con trazo nervioso y fulgurante? “Para realizar un retrato, la presencia del modelo cuenta menos que el fantasma mental por él forjado”, dirá Saura.  

El óleo sobre lienzo que sirvió de base a la pintura figurativa de los tres últimos siglos salta hecho pedazos en Cuenca. En el espacio del bastidor aquellos jóvenes abstractos que rompieron esquemas en los años de apogeo del Franquismo experimentan con todo tipo de materiales: hierro, madera, arena, arpillera, telas metálicas, grava de cuarzo, pizarra, mármol, cartones, metacrilatos o cartulinas. Todo sirve para cuestionar la semiótica visual de la pintura, pero también para recuperar cierto pensamiento trascendente.  

Los cadáveres de Millares, conservados con cuerdas y tela de saco al estilo de las momias guanches que tanto le impactaron en su juventud, se salen literalmente del cuadro para convertir la muerte en una realidad palpable. También da relieve a las obras despojadas y contenidas, deudoras de un misticismo oriental, de Tàpies, esa mezcla de arena, polvo de mármol y pintura que crea texturas inusuales y sugerentes.



Cuenca es un festín para los sentidos. Una y otra vez, uno tiene la tentación de acercarse al cuadro y tocar esos tablones arañados y astillados con los que Lucio Muñoz monta sus paisajes, o esas planchas de chatarra oxidada que destacan sobre una superficie totalmente pulida con las que Gustavo Torner nos sugiere la foto del cañón conquense. O pasar la yema de los dedos por esas telas metálicas superpuestas del granadino Manuel Rivera, que convierten la luz en un misterio y a mí me recuerdan la pintura del seminal Mark Rothko.  

En fin, Cuenca es el gran parque temático de la abstracción española –la ciudad también alberga la Fundación Antonio Saura desde 2008-, y creo que es un buen plan de fin de semana para los que sientan que la vida, a pesar de lo que nos cuentan los empiristas y los agnósticos, es algo más.






domingo, 11 de marzo de 2012

Una buena historia





A propósito de HhHH, de Laurent Binet



Mariano Oliveros


En los últimos años, nos han llovido testimonios de todo tipo sobre la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. El renovado interés por la época de la conflagración y por sus consecuencias ha dado lugar a la publicación de innumerables libros de Historia, como los dedicados por Antony Beevor a distintos momentos del conflicto o el reciente Tierras de sangre: Europa entre Hitler y Stalin, de Timothy Snyder, y de novelas de desigual calidad literaria que, en cualquier caso, han gozado de una gran popularidad. Recordemos tan solo Las benévolas, Premio Goncourt en 2006,  el gran éxito editorial El niño con el pijama de rayas, las grandes obras de Vasily Grossman o la inacabada Suite francesa, de la malograda  Irène Némirovsky, escrita y ambientada  en los primeros años de la década de 1940.

HHhH, de Laurent Binet, a su vez Premio Goncourt de Primera Novela en 2010, viene a añadirse a la larga lista de libros actuales que dan fe de los episodios de una de las crisis más graves que ha sufrido el mundo. La obra narra la historia del atentado, gestado en Inglaterra en la llamada Operación Antropoide, que, en 1942, le costó la vida a un monstruo sanguinario, Reinhard Heydrich,  el “carnicero de Praga”, mano derecha de Himmler y uno de los responsables intelectuales de la “Solución Final” y de otras atrocidades del nazismo.

El hilo narrativo de HHhH, título basado en un dicho nazi de la época, "Himmlers Hirn heisst Heydrich"  (El cerebro de Himmler se llama Heydrich), procede del ovillo formado por la obstinada, casi diríamos enfermiza, búsqueda de la Verdad que domina a Binet. El autor nos muestra la cocina de su escritura trufando el relato de episodios de su vida personal en los que intervienen, insistentemente,  sus trabajos y reflexiones con respecto a la gestación de su propia obra y las críticas a los novelistas que, a juicio de Binet, renuncian a la certidumbre de los hechos comprobados con tal de dotar de  “veracidad” a sus relatos.

Sin embargo, el empleo de las dudas metafísicas del autor resulta demasiado artificial, un subterfugio casi pueril, porque Binet se enreda en anécdotas y disquisiciones poco sugestivas para concluir en negarle valor alguno a las obras que se alejan del más estricto rigor histórico.
Debemos reconocer que el esfuerzo de Binet en documentarse exhaustivamente sobre la Operación Antropoide le concede indudables ventajas en su faceta de historiador. Sin embargo, y aunque la erudición sea un buen aliado del novelista, es mucho más dudoso que la fidelidad a la verdad histórica sea una premisa inexcusable para su trabajo.

Como ya nos mostró Javier Cercas en la excepcional Soldados de Salamina, donde también se nos describen las idas y venidas y los pensamientos de un escritor-periodista, trasunto del propio autor, en el proceso de investigación previo a la redacción del libro, el empleo de referencias aparentemente fidedignas a los hechos históricos no deja de ser un mero recurso, tan útil como otros muchos posibles (verbi gratia la intervención en primera persona del autor en su obra), al servicio de la creación literaria, cuya calidad final es el único valor absoluto.





Pese a todo, si le perdonamos a HHhH sus primeras páginas nos encontraremos con un valioso testimonio moral de un episodio relevante de la Segunda Guerra Mundial, visto por los ojos de un narrador lúcido, y disfrutaremos mucho con su lectura.  La ligera estructura del relato, construida a base de capítulos cortísimos, y su estilo  ágil y ameno, le conceden una gran frescura y viveza. Binet se guía en todo momento por la emoción al hablar de Praga y de los daños de la guerra, lo que da mucho más valor al libro que todas sus citas sobre la “Verdad” en la literatura.

La descripción del carácter frío e implacable del “carnicero de Praga”, de las atrocidades por él perpetradas y de su ascenso a las cumbres del aparato represivo del Tercer Reich es iluminada en todo momento por la indignación del autor en su condición de hombre de bien, profundamente conmovido por tanta infamia.

Los autores del atentado contra Heydrich, soldados reales en el caótico mundo de la guerra, están cortados por el patrón canónico de los grandes héroes populares de toda época, inasequibles al desaliento pese a las circunstancias más adversas y a sus propios miedos. La descripción de la atroz represión practicada por los nazis tras la muerte de Heydrich nos trastorna y nos enardece por su brutalidad.  En suma, HHhH es un emocionante libro de historia, y una más que digna opera prima.


HHhH

Laurent Binet

Seix Barral, Biblioteca Formentor

400 páginas

20 euros


viernes, 2 de marzo de 2012

Non fiction novel




A propósito de las Historias de Ignacio Martínez de Pisón


De adolescente uno siempre pensó que la literatura con mayúsculas debía ser un torturante ejercicio de solipsismo. Para dar cuenta del desgarro que produce el paso del tiempo, la angustia de la existencia o la contrariedad del amor. El autor total era el que creaba un universo a partir de sus miserias. Así, uno se hizo sin querer, en esos tiempos de iniciación, un entusiasta de Unamuno, de Camus, de Bukowski o de García Márquez, que se inventa un mundo emocional y físico él solito.

Luego uno se da cuenta que la literatura puede ser algo más (o menos, según se mire). Ese solipsismo tan seductor de la adolescencia lectora se vuelve una limitación. Es verdad que el mundo cabe en una triste habitación de hotel, pero uno sospecha que más allá de esas cuatro paredes, ahí fuera, en la sociedad y en la vida, hay mucho material para un buen libro. Truman Capote es un buen ejemplo. En A Sangre fría, donde eleva el periodismo a género mayor, su ombligo pinta mucho menos que el de los asesinos Dick Hickock y Perry Edward Smith, o que el de los cuatro miembros de esa familia que nada más empezar el relato se ventilan en un pueblito de Kansas.


Todo esto me vino a la cabeza unos días atrás mientras escuchaba a Ignacio Martínez de Pisón en la Fundación Juan March. En una novela de juventud de la que reniega, Martínez de Pisón se sorprende escribiendo sobre la peripecia sentimental de unos jóvenes durante el 23-F, pero sin hacer referencia a la España convulsa de la Transición. Ese alejamiento escama hasta tal punto al autor que, a partir de ahí, da un giro y, poco a poco, la realidad y la Historia (con mayúsculas en muchos casos) empiezan a contaminar ese discurso más íntimo de amores contrariados y disputas paterno filiales.


En Carreteras secundarias, Martínez de Pisón empieza esta maduración. “La realidad te da más material que la más potente imaginación”, decía. Aquella road movie protagonizada por un adolescente solitario y un padre con aires de perdedor que viajan a la deriva en un Citroën Tiburón, su única propiedad, sirve al novelista para airear dramas personales, pero también para dar cuenta de lo que fue este país contradictorio en el último franquismo. Más tarde, en El tiempo de las mujeres nos trae la historia de tres hermanas que tienen que responder al duro golpe, relatado en las primeras páginas, que supone la muerte de su padre. Otra vez, Martínez de Pisón trasciende el drama familiar para simbolizar una sociedad que busca su madurez y que tiene que empezar a caminar sola después de décadas de dictadura.



Sin embargo, su novela más histórica y menos “personal” llega un poco más tarde. Enterrar a los muertos está basada en un hecho real. Wikipedia dixit: el célebre asesinato de José Robles Pazos, republicano convencido y traductor, y su investigación por parte del novelista John Dos Passos, de quien Robles había traducido al español Manhattan Transfer. Robles, que no dudó en julio de 1936 en ponerse al servicio del gobierno republicano, fue detenido en Valencia por los servicios secretos soviéticos y desapareció sin más explicaciones. Dos Passos no supo de su asesinato hasta abril de 1937, cuando se encontraba en España colaborando en un documental de propaganda republicana. Empeñado en averiguar la verdad, chocó contra una tupida conspiración de silencio y mentiras. Para los mitómanos, hay que decir que el episodio arruinó la relación de Dos Passos con Hemingway.

“Con esta novela me di cuenta de lo fácil que es hoy investigar las cosas. Los archivos están abiertos y la gente dispuesta a contarte cosas”, contaba el novelista para quitarle importancia a la que muchos consideran su mejor novela (o mejor, a lo Capote, non fiction novel). Una curiosidad: una de las mayores revelaciones para Martínez de Pisón llegó cuando los documentalistas de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, donde había dado clases el malogrado Robles, le enviaron, en respuesta a un e-mail, un sobre con toda su correspondencia, al precio, eso sí, de 10 centavos por hoja en concepto de gastos de impresión. Adiós al mito del novelista atormentado que vive literariamente de su propio drama. Aquí el drama viaja en paquete de Fedex y lleva membrete universitario y la firma de una aburrida funcionaria.

En Enterrar a los muertos, el novelista se quita literalmente de en medio y deja que sea la realidad y el hilo de la investigación la que hagan avanzar el relato. Otra vez Capote. Es algo parecido a lo que se ha podido ver últimamente, y con buenos resultados, en Cercas (Anatomía de un instante) o en Isaac Rosa (El vano ayer). “No podía hacer novelería de algo tan serio y grave como lo que había pasado a Robles y a su familia”, decía Martínez de Pisón en la Juan March. 

Dos de sus últimas novelas -Dientes de leche y El día de mañana- me parecen interesantes por un motivo: Martínez de Pisón huye de algunos lugares comunes de la novelística de la guerra civil y del franquismo y rescata episodios olvidados del lado de los vencedores. Como hiciera Cercas en Soldados de Salamina, rompiendo un tabú en autores supuestamente de izquierdas, Martínez de Pisón encuentra materia novelesca de altura en el lado fascista, y lo hace sin sonrojos y sin pedir disculpas. En El día de mañana, el protagonista es un soplón de la Brigada Político Social. En Dientes de leche, el centro del relato es Raffaele Cameroni, un italiano que llega a España en 1937 para luchar como voluntario en el bando franquista. Como recordaba el otro día en el abarrotado salón de actos de la Juan March, donde doscientas personas –muchas ancianas- le escuchaban con atención, las Brigadas Internacionales movilizaron a 30.000 combatientes, pero los fascistas italianos llegaron a 80.000. “De unos se ha escrito muchísimo, de los otros no se escribió nada”. En esas andamos.    

En cualquier caso, la huida de Martínez de Pisón de “lo literario” (¿por qué será que siempre que escribo este adjetivo pienso en Ruiz Zafón?), y su interés cada vez mayor por la Historia, por el testimonio de sus protagonistas y, en general, por la sociedad española de los últimos 50 años, no impiden que sus páginas estén llenas de sutilezas que dan cuenta de las tragedias humanas y familiares que siempre nos han interesado, desde el tiempo de los griegos. Sus personajes trascienden su intimidad e iluminan aspectos poco transitados de la historia de este país en el último siglo. Era, en su opinión, una exigencia moral.