Stefan Zweig era el modelo del judío europeo culto y acomodado de principios del siglo XX. Nunca pasó por problemas económicos gracias a la posición de su familia vienesa y a sus trabajos literarios, y empleó su desahogada situación en formarse intelectualmente durante largos años, desdeñando la Universidad, en la que se graduó por meros motivos de apariencia, mientras viajaba sin cesar por toda Europa. Con el tiempo, Zweig se hizo dueño, por esforzada voluntad propia, de un estilo literario directo y transparente, muy atractivo para el lector de hoy, y fiel instrumento de la mirada lúcida, culta y cosmopolita de su autor, que lo utilizó en un sinfín de libros de todos los géneros, felizmente disponibles en castellano.
El mundo de ayer es uno de sus libros más recordados, y no sólo por su calidad sino también por las circunstancias en que fue escrito. Zweig lo redactó poco antes de suicidarse en 1942, junto a su segunda esposa, en Petrópolis, Brasil, su último refugio en su forzado periplo de apátrida. No pudo soportar la pérdida de todo cuanto amó ni la condena al olvido a que fue sometido por los nazis, que quemaron con saña sus libros.
El subtítulo del libro, memorias de un europeo, es muy esclarecedor. Zweig hablaba fluidamente francés, italiano e inglés, además de su alemán natal, y cultivaba la conversación y la amistad con lo más granado de la intelectualidad europea, a la que consideraba la base de la patria común continental.
Zweig declara desde un principio que en su libro él no es el protagonista sino el “centro” de la narración y, así, desde su privilegiada situación de testigo consciente e implicado en el devenir de Europa, nos cuenta la vida cultural de la época y sus relaciones sociales con los artistas e intelectuales del momento, con el telón de fondo de los grandes acontecimientos históricos de las primeras décadas del siglo XX. Zweig no oculta su pertenencia a la élite social y esa es una de las mayores virtudes de sus memorias, la íntegra fidelidad a sí mismo de su autor.
Desde su privilegiada atalaya, Zweig no pretende ser objetivo, ya que todo lo filtra por sus ideas europeístas y fraternales, y sus descripciones defienden calurosamente la tolerancia y el entendimiento entre los pueblos europeos mientras utiliza su vida errante como ejemplo del cosmopolitismo que propugna. Sus memorias, despojadas casi por completo de datos relevantes sobre su vida sentimental, ofrecen una visión subjetiva e idealizada de lo que debería ser Europa a partir de la reflexión perpleja sobre el delirio social y político en que acabó sumida.
Aunque Zweig acabó convirtiéndose en un fugitivo del fascismo, nunca tuvo que sufrir en carne propia los horrores de comienzo del siglo XX, y sólo describe, como una muestra de la alucinación belicista y nacionalista sin sentido que se apoderó de Europa en el momento en que más confianza había en el progreso de la Humanidad, aquellos eventos bélicos de la Gran Guerra que conoció personalmente por decisión propia, ya que no tuvo que luchar en el frente.
El mundo de ayer es más que unas memorias al uso; es una tesis sobre las ideas políticas de su autor y el modelo de convivencia que propugna. Su prosa sin artificios, la perspicacia y clarividencia de sus reflexiones, su apasionada defensa de la hermandad europea, la amenidad de las descripciones y el trasfondo trágico de su narración convierten a las memorias de Zweig en una lectura absorbente, de la que se pueden extraer muchas enseñanzas para aplicar en la inquietantemente desnortada Europa de hoy.