martes, 16 de agosto de 2016

El paisaje como invención


A propósito de la lectura de
'La España vacía', de Sergio del Molino

Pocas veces trasciende uno de los mayores problemas que tiene este país, el de la desploblación y olvido de ese gran donut de tierra que rodea a Madrid y que comprende las dos Castillas, Aragón y Extremadura. Un proceso que, a pesar de la propaganda franquista, que muchas veces buscó las esencias de la nación en los montes de Gredos o en la llanura castellana, se aceleró con el éxodo que tuvo lugar entre 1950 y 1970, y que dejó un desierto humano que hoy, y también a pesar de la retórica de nuestros políticos, no tiene paragón en Europa si se exceptúan los territorios helados de Laponia y del norte de Escandinavia.  


De ese gran desequilibrio, que ni la democracia ni la descentralización autonómica han logrado corregir, y del que habitualmente sólo hablan algunos, como Julio Llamazares, pero que en general ha estado ausente del debate público, y que condiciona sin que nos demos cuenta la economía, la sociedad y la política de este país, trata este espléndido libro Sergio del Molino, un periodista que se crió en un pueblo y que durante años recorrió en coche esa España olvidada.


En realidad, Del Molino hace un ejercicio de restitución, porque fija la mirada en un país “que nunca ha sido dueño de sus propias palabras” y que “siempre ha estado contado por otros”. A desentrañar y darle voz propia a ese paisaje olvidado o, en el mejor de los casos, inventado a base de mitos, sobreentendidos y conveniencias literarias por artistas y escritores urbanos, se aplica Del Molino en un libro que va, sin que nos demos cuenta, del reportaje periodístico y la crónica de viajes al apunte autobiográfico, pasando por el análisis literario o el comentario económico y sociológico.


Del Molino analiza con sabiduría y siempre con la palabra precisa y reposada del que le ha dado muchas vueltas al tema. Y para ello no duda en recurrir a comparaciones audaces y ancladas en la cultura compartida, como cuando habla de la adaptación del tradicionalismo carlista a la España moderna y urbana de los 70 a través de la figura del locutor de radio Joaquín Luqui.


Del Molino escribe un libro bien documentado y ameno que a uno no le gustaría terminar nunca, y que reflexiona sobre la carga de invención y sentimentalismo que nos ha dejado la cultura española que se ha acercado desde las ciudades a esa España desolada, para dar una visión pretendidamente áspera y derrotista. Desde el relato tremendo de Buñuel en su famoso –aunque poco visto- documental sobre Las Hurdes, o la crónica de los asesinatos de Casas Viejas por el joven periodista Ramón J. Sender, a las andanzas del lumpen ibérico que aterriza en el Madrid castizo de la inmediata posguerra –que se pueden ver en la película Surcos- o la Barcelona de los 60, tan bien narradas por Juan Marsé.


La España vacía es un excelente y poliédrico ensayo que repasa un siglo y medio de divorcio entre la realidad de la España olvidada y la imaginación de los intelectuales capitalinos a los que tocó contar su historia, y que casi siempre apuraron su relato para subrayar los tintes más dramáticos de la vida lejos de las ciudades, un mundo –según nos contaron- atenazado por la pobreza, el inmovilismo,  la desconfianza, la brutalidad y la muerte. Ese mundo de violencia latente que tan bien reflejó Sam Peckinpah en Perros de paja y que aquí también sedujo al Lorca de Bodas de sangre o al Cela del Pascual Duarte.


La España vacía está cargado de referencias a la cultura de ceja alta, pero también a la más popular. Para ilustrar el abismo que se ha abierto entre esos dos mundos que se tocan pero que en el fondo marchan por separado, sin fiarse el uno del otro: el de los territorios de aluvión y de barriadas de casas baratas y especulación urbanística en que se convirtieron Madrid y las grandes ciudades costeras, y el del interior, con miles de pueblos que se han quedado sin vecinos y hoy están habitados por fantasmas, Del Molino se retrotrae a la prosa con aires de exaltación patriótica de Azorín, o al esencialismo de Unamuno, y también analiza el redescubrimiento del “gran trauma” rural que, en bajo los brillos cegadores de la movida madrileña, supusieron los libros crepusculares de Julio Llamazares. Pero también habla el periodista del reflejo de ese país imaginario y olvidado en las canciones populares, en las letras provocativas y desinhibidas de Extremoduro o en la iconografía televisiva de una serie como Cuéntame, donde el divorcio campo-ciudad es tan protagonista como los torpes ejercicios de grandeza del patriarca Antonio Alcántara.


Al final del libro de Sergio del Molino hay un sentido homenaje a esos artistas –neorrurales los llama en algún momento- que en los últimos tiempos renunciaron a la aceptación rápida que puede proporcionar una obra cargada de referentes y guiños a códigos urbanos compartidos, y buscaron una voz propia entre las esencias de la tierra, aunque eso supusiera cierto olvido y quedar al margen del gusto dominante. Es el caso del tanguista  Cristóbal Peppeto, del poeta navarro Hasier Larretxea o del novelista extremeño Jesús Carrasco, quien amplía –acompañado de éxito de público y crítica, eso sí- los horizontes del desgastado idioma con la palabra olvidada o en desuso de la llanura para construir un cautivador relato de supervivencia.


Son los nietos de los que abandonaron a mediados del siglo pasado la vida dura del campo y emprendieron camino a la ciudad, en busca de una existencia más confortable, y que ahora hacen el viaje de vuelta, aunque sea artísticamente, recuperando las palabras y los sonidos olvidados. A modo de invocación mágica de esa España que sus padres y sus abuelos han seguido anhelando secretamente, un mundo que habita en la conciencia más íntima de tantas familias de este país.

martes, 9 de agosto de 2016

Para qué leer si podemos vivirlo

En una entrada interesante de su blog American Psique, César García habla de la difícil coyuntura que tiene la lectura en el mundo digital y en un momento en que la experiencia, por muy pobre que sea, casi siempre es preferida al conocimiento.

"No se considera versado en Londres o la historia de Ana Frank, a aquel que ha leído a Dickens o el diario de Ana Frank sino al que ha viajado a la capital inglesa, aunque haya sido un fin de semana con un paquete turístico de bajor coste, o el que ha entrado en la casa natal de la escritora en Amsterdam. Ir, sentir no importa qué, gana la partida a estar y leer, al supuesto intermediario que te cuenta la historia".

Aquí puedes acceder a la reflexión de César sobre el futuro de la lectura de libros en los tiempos que corren:

http://americanpsique.blogspot.com.es/2016/08/leer-hoy.html

jueves, 4 de agosto de 2016

Sánchez-Cuenca contra los intelectuales españoles



A propósito de la lectura de 'La desfachatez intelectual', de Ignacio Sánchez-Cuenca


Este libro ha levantado algo de revuelo porque su autor, el profesor de políticas Ignacio Sánchez-Cuenca, critica la falta de rigor y profundidad de algunas de las plumas de referencia de la prensa española, sobre todo las del diario El País. Hay que reconocer que La desfachatez intelectual, al contrario de otros acercamientos más generales y “políticamente correctos”, no ahorra en nombres propios y apunta sin disimulo a los perpetradores de la estafa: Félix de Azúa, Antonio Muñoz Molina, Fernando Savater, César Molinas, Luis Garicano, Mario Vargas Llosa, Javier Cercas...

Uno se pregunta cuando lee este ataque frontal a los figurones del Grupo Prisa si Ignacio Sánchez-Cuenca habría publicado un libro tan pertinaz si siguiera en la nómina de opinadores de El País, un periódico donde siempre le trataron muy bien y del que se fue por su propia voluntad, según él mismo confiesa. 

A la literatura furibunda y visceral característica de los “machos discursivos” –así llama en algún momento el politólogo a los autores caradura que pone en el punto de mira- responde Sánchez-Cuenca con un análisis reposado y pretendidamente amable y constructivo. Y monta su ataque basándose exclusivamente en las contradicciones y fallos de argumentación que encuentra en la palabra publicada, sin importar si esa palabra se aloja en lo más profundo de la hemeroteca y fue pronunciada varias décadas atrás. “Por tus palabras serás condenado”, parece advertirnos a cada momento Sánchez-Cuenca.

Sin embargo, a pesar de sus buenas intenciones, este libro tiene aire de ajuste de cuentas. Y eso es así en parte por ese énfasis en la literalidad. Siempre con una sonrisa en la boca y con trato exquisito, Sánchez-Cuenca enseña los colmillos para desacreditar una línea de pensamiento –la de los opinadores de referencia de El País- que, en su opinión, se ha ido escorando al centro y la derecha con el paso del tiempo, pero sobre todo desde la irrupción en la escena política de José Luis Rodríguez Zapatero, un político al que el autor tiene en alta estima y que “machos” de la palabra como Félix de Azúa han despellejado vivo.  

El ataque “amable”  y bienintencionado de Sánchez-Cuenca no tiene desperdicio. A Fernando Savater le recrimina el giro de sus ideas sobre el terrorismo etarra en las últimas décadas. A base de escarbar en la “maldita hemeroteca”, muestra la incongruencia del filósofo, que pasó de ver con buenos ojos el independentismo en los años de plomo, cuando ETA precisamente hacía más daño, a convertirse en voz y símbolo del españolismo y comulgar con el discurso del PP cuando la situación, paradójicamente, empezaba a mejorar. De Félix de Azúa critica su tono excesivo, apocalíptico y cascarrabias, propio de lo que Jordi Gracia ha llamado en un panfleto recomendable el “intelectual melancólico”, aquel que ve en el mundo de hoy decadencia y banalidad por doquier, y echa de menos tiempos pasados, más geniales y felices.  

En todo caso, y yendo más allá de las referencias personales (que son la verdadera salsa del libro), el libro de Sánchez-Cuenca llama la atención sobre algunos de los vicios del debate público en España y sobre lo poco o nada que contribuyen los medios de comunicación en España a elevar su nivel. A nadie se le escapa que en este país la opinión en los periódicos está dominada por escritores y periodistas todoterreno que llevan siempre la discusión al terreno que más conocen (sobre todo el tema identitario y territorial) y pasan de puntillas por otras muchas cuestiones por el desconocimiento o por el escaso interés en documentarse sobre las mismas. 

No ayuda mucho a tener debates de calidad el hecho de que el mismo opinador de periódico (o televisión, o radio, o a veces de todo a la vez) aparezca por la mañana hablando de la prima de riesgo o la deuda soberana, al mediodía de la guerra en Siria o del último Premio Nobel de literatura y por la noche del sistema de pensiones en España o de los tratados de comercio internacionales. Sánchez-Cuenca añora las prácticas de los medios anglosajones, donde la figura del santón intelectual que opina un día sí y otro sobre casi todo es más rara y donde los medios recurren más a la visión del experto con una visión más analítica y menos apasionada del mundo. Aunque quizá con la calamitosa campaña del Brexit, esta admiración tenga que ser revisada.  

Se detiene Sánchez-Cuenca en el análisis de la crisis económica que sacude España desde 2008, y se lamenta de las simplificaciones a las que han recurrido desde ese momento muchos autores con el traje del regeneracionismo para explicar la catástrofe. “Merecíamos algo mejor”, dice el politólogo, que, por ejemplo, considera un completo disparate lo que cuenta Antonio Muñoz Molina en Todo lo que era sólido, un libro aplaudido por casi todos cuando salió publicado. Para Sánchez-Cuenca, el novelista de Jaén comete una falta grave cuando se conforma con identificar como razón fundamental de la debacle económica la obsesión de la vida política y mediática española por los debates nacionalistas y guerracivilistas, sin entrar mínimamente en los múltiples problemas financieros que originaron la recesión. También censura el tenebrismo, el noventayochismo y el tono excesivamente quejumbroso del autor de El jinete polaco. En este apartado, también desacredita algunas de las argumentaciones de César Molinas en su muy promocionado ¿Qué hacer con España?, o pone en cuestión la excesiva importancia que dan a los incentivos autores como el propio Molinas o Garicano en sus propuestas regeneracionistas.  
  
El libro de Sánchez-Cuenca es interesante por cuanto cuestiona con datos y trabajo de hemeroteca el discurso de algunas de las vacas sagradas del escenario mediático y editorial de este país. Y, sobre todo, porque más allá del acierto y pertinencia de sus críticas y puntualizaciones, pone en evidencia algunas de las carencias del debate público en España, dominado en muchos casos por una literatura frentista, maniquea y ensimismada, y de atufado aire decimonónico a ratos. Una retórica simplificadora empeñada en perpetuar los fantasmas del pasado, pero que nos aleja de los debates más actuales y carece del rigor analítico que debería dominar en una opinión pública de altos vuelos.