jueves, 4 de agosto de 2016

Sánchez-Cuenca contra los intelectuales españoles



A propósito de la lectura de 'La desfachatez intelectual', de Ignacio Sánchez-Cuenca


Este libro ha levantado algo de revuelo porque su autor, el profesor de políticas Ignacio Sánchez-Cuenca, critica la falta de rigor y profundidad de algunas de las plumas de referencia de la prensa española, sobre todo las del diario El País. Hay que reconocer que La desfachatez intelectual, al contrario de otros acercamientos más generales y “políticamente correctos”, no ahorra en nombres propios y apunta sin disimulo a los perpetradores de la estafa: Félix de Azúa, Antonio Muñoz Molina, Fernando Savater, César Molinas, Luis Garicano, Mario Vargas Llosa, Javier Cercas...

Uno se pregunta cuando lee este ataque frontal a los figurones del Grupo Prisa si Ignacio Sánchez-Cuenca habría publicado un libro tan pertinaz si siguiera en la nómina de opinadores de El País, un periódico donde siempre le trataron muy bien y del que se fue por su propia voluntad, según él mismo confiesa. 

A la literatura furibunda y visceral característica de los “machos discursivos” –así llama en algún momento el politólogo a los autores caradura que pone en el punto de mira- responde Sánchez-Cuenca con un análisis reposado y pretendidamente amable y constructivo. Y monta su ataque basándose exclusivamente en las contradicciones y fallos de argumentación que encuentra en la palabra publicada, sin importar si esa palabra se aloja en lo más profundo de la hemeroteca y fue pronunciada varias décadas atrás. “Por tus palabras serás condenado”, parece advertirnos a cada momento Sánchez-Cuenca.

Sin embargo, a pesar de sus buenas intenciones, este libro tiene aire de ajuste de cuentas. Y eso es así en parte por ese énfasis en la literalidad. Siempre con una sonrisa en la boca y con trato exquisito, Sánchez-Cuenca enseña los colmillos para desacreditar una línea de pensamiento –la de los opinadores de referencia de El País- que, en su opinión, se ha ido escorando al centro y la derecha con el paso del tiempo, pero sobre todo desde la irrupción en la escena política de José Luis Rodríguez Zapatero, un político al que el autor tiene en alta estima y que “machos” de la palabra como Félix de Azúa han despellejado vivo.  

El ataque “amable”  y bienintencionado de Sánchez-Cuenca no tiene desperdicio. A Fernando Savater le recrimina el giro de sus ideas sobre el terrorismo etarra en las últimas décadas. A base de escarbar en la “maldita hemeroteca”, muestra la incongruencia del filósofo, que pasó de ver con buenos ojos el independentismo en los años de plomo, cuando ETA precisamente hacía más daño, a convertirse en voz y símbolo del españolismo y comulgar con el discurso del PP cuando la situación, paradójicamente, empezaba a mejorar. De Félix de Azúa critica su tono excesivo, apocalíptico y cascarrabias, propio de lo que Jordi Gracia ha llamado en un panfleto recomendable el “intelectual melancólico”, aquel que ve en el mundo de hoy decadencia y banalidad por doquier, y echa de menos tiempos pasados, más geniales y felices.  

En todo caso, y yendo más allá de las referencias personales (que son la verdadera salsa del libro), el libro de Sánchez-Cuenca llama la atención sobre algunos de los vicios del debate público en España y sobre lo poco o nada que contribuyen los medios de comunicación en España a elevar su nivel. A nadie se le escapa que en este país la opinión en los periódicos está dominada por escritores y periodistas todoterreno que llevan siempre la discusión al terreno que más conocen (sobre todo el tema identitario y territorial) y pasan de puntillas por otras muchas cuestiones por el desconocimiento o por el escaso interés en documentarse sobre las mismas. 

No ayuda mucho a tener debates de calidad el hecho de que el mismo opinador de periódico (o televisión, o radio, o a veces de todo a la vez) aparezca por la mañana hablando de la prima de riesgo o la deuda soberana, al mediodía de la guerra en Siria o del último Premio Nobel de literatura y por la noche del sistema de pensiones en España o de los tratados de comercio internacionales. Sánchez-Cuenca añora las prácticas de los medios anglosajones, donde la figura del santón intelectual que opina un día sí y otro sobre casi todo es más rara y donde los medios recurren más a la visión del experto con una visión más analítica y menos apasionada del mundo. Aunque quizá con la calamitosa campaña del Brexit, esta admiración tenga que ser revisada.  

Se detiene Sánchez-Cuenca en el análisis de la crisis económica que sacude España desde 2008, y se lamenta de las simplificaciones a las que han recurrido desde ese momento muchos autores con el traje del regeneracionismo para explicar la catástrofe. “Merecíamos algo mejor”, dice el politólogo, que, por ejemplo, considera un completo disparate lo que cuenta Antonio Muñoz Molina en Todo lo que era sólido, un libro aplaudido por casi todos cuando salió publicado. Para Sánchez-Cuenca, el novelista de Jaén comete una falta grave cuando se conforma con identificar como razón fundamental de la debacle económica la obsesión de la vida política y mediática española por los debates nacionalistas y guerracivilistas, sin entrar mínimamente en los múltiples problemas financieros que originaron la recesión. También censura el tenebrismo, el noventayochismo y el tono excesivamente quejumbroso del autor de El jinete polaco. En este apartado, también desacredita algunas de las argumentaciones de César Molinas en su muy promocionado ¿Qué hacer con España?, o pone en cuestión la excesiva importancia que dan a los incentivos autores como el propio Molinas o Garicano en sus propuestas regeneracionistas.  
  
El libro de Sánchez-Cuenca es interesante por cuanto cuestiona con datos y trabajo de hemeroteca el discurso de algunas de las vacas sagradas del escenario mediático y editorial de este país. Y, sobre todo, porque más allá del acierto y pertinencia de sus críticas y puntualizaciones, pone en evidencia algunas de las carencias del debate público en España, dominado en muchos casos por una literatura frentista, maniquea y ensimismada, y de atufado aire decimonónico a ratos. Una retórica simplificadora empeñada en perpetuar los fantasmas del pasado, pero que nos aleja de los debates más actuales y carece del rigor analítico que debería dominar en una opinión pública de altos vuelos.


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