lunes, 30 de enero de 2012

Primeras personas




Qué poco se escribió siempre en primera persona del singular. Lo recuerda Iñaki Uriarte en este librito íntimo, casi susurrado, despojado y gozoso. La introspección literaria nace con San Agustín. Hasta ese momento a nadie se le ocurrió buscar en su interior para llenar la hoja. Pero, más extraño si cabe es el hecho de que tuvieran que pasar mil años para que otros, como Montaigne, volvieran a hacerlo.

Uriarte remite siempre que puede a Montaigne, su guía espiritual. En algún momento de estos Diarios 2004-2007 llega a confesar que su vida habría sido diferente de no haber leído al autor de los Ensayos, aquel que dijo que “todo hombre lleva la forma entera de la condición humana”. El libro de Uriarte es, en el fondo, un homenaje a esa literatura del yo: Cardano, Cellini, Pepys, Rousseau, Pla, Jünger, Borges.  

Uriarte da con el tono justo para contarnos, siempre de forma fragmentaria y, en apariencia, poco premeditada, los detalles de su peripecia vital. Nos habla de su encaje en esa familia del cogollito burgués de Bilbao con la que tantos momentos comparte, de sus idas y venidas a Benidorm, del afecto que le tiene a su gato Borges, de sus adhesiones literarias y de sus lecturas, de sus amigos de generación, progresistas que cambiaron de registro en muchos casos, de lo pernicioso de los extremismos en el País Vasco…

Al contrario que San Agustín y que muchos que han recurrido al diario para dar cuenta de sus torturas existenciales, Uriarte nos habla de su vida muy ufano, sin arrepentimiento, con la sutil ironía y el descreimiento que dan los años. Sus apuntes son, de algún modo, una celebración, pero sobre todo un ejercicio de sinceridad. Quizá sea así porque los concibió con la libertad del que se resigna a pensar que nunca interesarán a un editor y serán publicados.




Aquí dejo algunos de los pensamientos que conforman este Diarios 2004-2007, volumen que es continuación de uno anterior y que, espero, sea el precedente de otro que ahora debería estar gestándose.

------

Roth (Everyman), Coetzee (Diario de un mal año), García Márquez (Memorias de las putas tristes). Los viejos y el deseo de las jovencitas. Cada vez serán más frecuentes estas doloridas fantasías de ancianos en las novelas. Antes los escritores no vivían tanto. Cada vez habrá más escritores viejos verdes.

-- 

Por mi modo de vida, sin obligaciones de trabajo, y con una gran facilidad para quedarme sentado o tumbado bastante tiempo mirando al techo, por mi afición a leer, un observador externo podría deducir que soy alguien que piensa mucho. Solo estoy distraído, en los dos sentidos de la palabra.

--

La capacidad para ser desobediente me parece una de las mayores virtudes que se pueden poseer.

-- 

Pero a veces has garabateado dos páginas y observas que lo que querías decir cabe en tres líneas.

--

A veces no soy como el que escribe estas páginas. Incluso me produce extrañeza su autor. Pero releo algo de lo que dice y ya puedo seguir hablando con él.

--

Recuerdo la primera vez que fui a la playa en Benidorm, hace muchísimos años. Al salir de casa, María me tendió una silla y una sombrilla. Hice un gesto de rechazo. “Qué horterada –pensé-. A la playa se va solo con una toalla”. Ahora voy con todo tipo de mobiliario.

--

El doctor Johnson decía que la lectura de las obras de Shakespeare permitiría a un ermitaño hacerse una opinión completa de los asuntos del mundo. Absurdo. Cualquier suceso de la vida real es mil veces más pedagógico que todo un novelón.

--

Qué día. “Estos días azules y este sol de la infancia”. Cuando hace un tiempo de verano como hoy, limpio, seco, impecable, me vienen siempre estas célebres palabras que le encontraron en un bolsillo a Machado, después de su muerte, escritas en un papelujo. Y eso que la mayoría de mis días de verano en San Sebastián debieron ser nublados.

--

La satisfacción del deber cumplido. ¿Y la del incumplido? ¿La satisfacción de mandar a tomar vientos una tarea supuestamente ineludible? A cuántas cosas nos gusta llamar “deberes”.

--

A partir de cierta edad la gente empieza a tener teorías sobre todo. Se acusa de idealismo a los jóvenes, pero sus ideas suelen ser de otros y se van tan rápido como vinieron. Los verdaderos y plomizos teóricos del universo son los mayores. A estos ya nadie se la da con queso.

--

X se preocupa porque su hijo de veinticuatro años sale mucho de noche y no emplea el tiempo en nada serio. Hablamos y me muestro solidario con su preocupación, hasta que me doy cuenta de que su hijo no hace otra cosa distinta de lo que yo he hecho casi toda mi vida.

--

Cuando en estas páginas nombro a alguna persona famosa, lo hago como quien se hace una foto junto a la Torre Eiffel y la coloca en su álbum. Sin duda, con el afán narcisista de decir y de decirme: yo también estuve allí.

-- 

Diarios. Segundo volumen: 2004-2007
Iñaki Uriarte
Pepitas de calabaza Ed.
186 páginas
15 euros

sábado, 14 de enero de 2012

¡Qué pena!





A propósito del cierre de Revista de Libros, de Caja Madrid



  
Me entristeció enterarme, a la vuelta de las Navidades, de que la Revista deLibros, de la Fundación Caja Madrid, dejó de salir en diciembre. Llevaba 15 años en el kiosco con un formato inusual y una propuesta ambiciosa. 

Siempre me sorprendió la amplitud de miras de esta publicación, donde colaboraban miles de críticos, profesionales profesores y expertos, y en la que se hablaba de “letras”, de literatura, de arte o de política; pero también de “ciencias”, de tecnología, de física, de arquitectura, de economía o de matemáticas. Al contrario que otras revistas “cultas”, Revista de Libros se buscó asesores en todas las áreas para informarnos de las novedades editoriales de casi todos los campos del saber y de la vida.

[Ahora que se habla tanto del modelo Huffington Post, donde un ejército de bloggers mantiene el discurso informativo, me pregunto si Revista de Libros no adelantó ese modelo con sus cientos de colaboradores que, durante años, nos dejaron miles y miles de artículos de las más variadas temáticas].  

La publicación, dirigida de principio a fin por Álvaro Delgado-Gal, columnista hoy de ABC y antes de El País, también nos abrió la perspectiva geográfica y nos avanzó lo que se publicaba de interés en los mercados de editoriales de referencia, en Estados Unidos, Francia, Alemania o el Reino Unido.  

También me llamó la atención siempre la independencia editorial, un caso raro en este país, donde el extremismo y el sectarismo político oscurecen la discusión pública y han colonizado, hasta cierto punto, el mundo de la cultura y de los libros. Revista de libros era inclasificable ideológicamente, y eso molestaba. Obligado a tener que leer entre líneas los suplementos de los periódicos por su claro sesgo político, empresarial o incluso familiar, Revista de Libros era un oasis.

También era una publicación currada y seria. Álvaro Delgado-Gal y su equipo editorial podían tardar meses en analizar las novedades que el voraz negocio editorial obligaba a comprar y deglutir al instante. Se discutían los textos con los autores y se afinaban. Además, se notaba el trabajo de edición y corrección de los textos, algo cada vez más escaso en el mundo del periodismo. 

En el formato y en el estilo, Revista de Libros también fue diferente e interesante. Como asegura su equipo en la página web, intentó, a su manera, traer al ámbito hispano modelos de referencia en el mundo inglés como New York Review of Books o Times Literary Supplement. Cultivaba ese género tan anglosajón que es el ensayo a través del libro, evitando por un lado el exceso de erudición académica, pero yendo más allá de la reseña apresurada, indulgente e interesada de los diarios.  

Ese desafío constante al sectarismo y al ritmo trepidante del mercado que daba lugar a una crítica sosegada y meditada era posible por el patrocinio de Caja Madrid. De otra manera, no habría podido mantenerse una publicación de este tipo, que, en cualquier caso, no era cara y suponía peccata minuta para una institución financiera multimillonaria.

Ahora, Bankia, donde está integrada Caja Madrid, ha dicho basta. A consecuencia del pinchazo de la burbuja inmobiliaria, está en una situación delicada y no le salen las cuentas, y Revista de Libros es un gasto superfluo que hay que eliminar. Cuando aceptamos la reconversión del sector de las cajas para salvar el sector financiero español, tuvimos que aceptar también –aunque quizá no reparamos en ello en su momento- un recorte importante de la obra social de estas entidades. El cierre de Revista de Libros es, ni más ni menos, una consecuencia menor de este ajuste.

Si recortamos en prestaciones ciudadanas básicas, ¿por qué no íbamos a aceptar el cierre de una revista de libros disfrutada por unos cuantos miles o, a lo más, decenas de miles de lectores? Estoy de acuerdo. No conviene mirarnos demasiado al ombligo y pensar que los libros están por encima de todo. Sin embargo, también debemos tener en cuenta que el coste de mantener funcionando Revista de Libros es mínimo y que corremos el peligro de que cuando la crisis amaine, por decisiones de este tipo, nos encontremos un país arrasado culturalmente.

Revista de Libros, donde compartían páginas gente tan diversa como Carlos Rodríguez Braun, Luis Alberto de Cuenca, César Alonso de los Ríos, Félix de Azúa, César Antonio Molina o  Manuel Rodríguez Rivero, era un oasis en un país tan tribal, gregario y de trazo grueso como el que tenemos.

Quizá Delgado-Gal y su equipo deberían plantearse cambiar el gran mecenazgo de la caja de ahorros por el micromecenazgo de los miles de lectores interesados en que la historia de esta publicación no acabe aquí. Es lo que los anglosajones llaman crowdfunding. Tampoco estaría de más relanzar la publicación en Internet. Si así fuera, aquí tienen a un lector dispuesto a echarles una mano. 


domingo, 8 de enero de 2012

¿Visionario o cantamañanas?






El bullente crisol de la sociedad estadounidense ha creado una raza específica de millonarios, influyentes y, frecuentemente, contradictorios personajes públicos que, bajo el efecto amplificador de unos potentísimos medios de comunicación, se disputan sin descanso el espacio mediático.  Jeremy Rifkin, polifacético consultor político y prolífico autor de una veintena de libros de divulgación en los que suele anticipar transformaciones radicales en el mundo sobre la base de nuevos paradigmas científicos, sociales y ambientales, ejemplifica perfectamente las virtudes y los defectos de esa singular estirpe de grandes comunicadores norteamericanos, a la que pertenecen numerosas figuras, tan relevantes como controvertidas (recordemos tan solo a Al Gore, a Oprah Winfrey o al propio Bill Clinton).

El hiperactivo Rifkin, con la ayuda de una oficina digna de un mandatario de alto rango, la Fundación de tendencias económicas, predica sin cesar por todo el globo sus estimulantes y, adivinamos, casi siempre inaplicables ideas sobre el futuro de la Humanidad, mientras se reúne con todo tipo de políticos deseosos de retratarse con el visionario gurú tecnológico de los nuevos tiempos. Bástenos recordar, como el mismo Rifkin cita en la Tercera Revolución Industrial, la importancia que José Luis Rodríguez Zapatero daba a sus propuestas en el momento en el que se suponía que España iba a cambiar radicalmente de modelo productivo hacia un sistema económica y ambientalmente sostenible basado en las energías renovables (nada menos que un millón de nuevos empleos en el sector fue la deslumbrante profecía de Rifkin para nuestro país).

La Tercera Revolución Industrial es un producto divulgativo típicamente rifkiniano. El libro combina ingentes dosis de autobombo (Rifkin se reserva un papel estelar como decisivo dinamizador de políticas públicas e iniciativas privadas para el advenimiento de la tercera revolución industrial) con abundantes citas a las causas de los problemas de sostenibilidad de nuestra civilización y a las múltiples iniciativas individuales y colectivas que recoge la Red para resolverlos.



Al hilo de ello, y bajo la envoltura de una propuesta de gran ambición, acorde con la crisis ambiental y el declive en la oferta de combustibles fósiles que nos acechan, nuestro iluminado autor nos propone un cambio radical en el modelo energético y social (una nueva, la tercera, revolución industrial) para construir redes colaborativas donde las actuales estructuras verticales de producción eléctrica y de toma de decisiones políticas sean sustituidas por un poder “lateral”, distributivo, ecológico y democrático. La tesis de Rifkin se fundamenta, por un lado, en la difusión de una nueva cultura humana más empática, impulsada, a través de las redes sociales, por la pura necesidad de colaboración en un mundo cada vez más hostil, y, por otro, en la confianza, tan íntimamente asociada a nuestro modelo de desarrollo, en que los avances científicos y tecnológicos nos vuelvan a sacar las castañas del fuego.

En uno de los capítulos esenciales de La Tercera Revolución Industrial se describen, acertadamente, las restricciones que la segunda Ley de la Termodinámica imponen a cualquier sistema, por mucho que les pese a los economistas de la Escuela de Chicago. Como nos explica Rifkin, el equilibrio de nuestra precaria existencia individual e, indirectamente, la base del modelo social y económico que hemos gestado, son inestables, por cuanto se sostienen en la extracción permanente de orden, en forma de recursos naturales, en suma, de materia y energía, de nuestro entorno.

Sin embargo, el libro es profundamente incoherente  en las propuestas para suplir la progresiva desaparición de las fuentes de orden que la Humanidad ha utilizado para su espectacular explosión de desarrollo de los últimos 50 años: la explotación de energía fósil y de recursos, como las tierras raras, tan escasos como necesarios para nuestros progreso técnico. El modelo de generación energética que propone Rifkin, basado en el rediseño global de edificios del mundo entero para que pasen a convertirse en nodos de generación de energía renovable dentro de una red de distribución eléctrica también global, o al menos, continental, donde las decisiones de gestión sean compartidas y no verticales como hasta ahora, es, sencillamente, inverosímil.

Y lo es no solo a causa de las colosales  dificultades conceptuales, políticas, sociales y técnicas de la propuesta, que el autor cita tan solo someramente, sino, más aún, porque los recursos naturales necesarios para desarrollarla son limitados, como señala el propio Rifkin en una parte del libro para olvidarlo en el resto, y, como se deduce de los propios datos aportados por el autor, porque las mejoras propugnadas en la eficiencia energética no pueden compensar el aumento imparable de las demandas que ejercemos sobre el planeta.

Como ya nos advirtió Jared Diamond en el muy popular Colapso, la causa del fracaso de muchas sociedades a lo largo de la Historia se encuentra en su deficiente manejo de las limitaciones ecológicas de su entorno. La huella ecológica de nuestra civilización hace tiempo que alcanzó al planeta entero y, mal que nos pese, la factura a pagar será tremenda si no somos capaces de reducir de forma radical nuestra insaciable voracidad energética y material. A ese fin, la pretensión de lograr una sociedad más empática, con ser ilusoria, resulta más verosímil que la fe tecnológica que domina a Rifkin.

Con todo, las numerosas referencias sacadas de la web y a las que nos remite el autor a lo largo de las páginas de la Tercera Revolución Industrial  resultan lo más interesante del libro, por cuanto nos abren múltiples caminos para la reflexión sobre los grandes problemas ambientales de este siglo y la forma de resolverlos.


La Tercera Revolución Industrial
Jeremy Rifkin
Paidós Ibérica
Barcelona, 2011
400 páginas
22,90 euros