lunes, 18 de julio de 2016

Las vidas anónimas de Vivian Maier




Mientras uno ve alguna de las más de cien fotografías de Vivian Maier que se exponen estos días en la Fundación del Canal de Isabel II, en Madrid, se pregunta cómo pudo esta señora morir en la indigencia después de haberse pasado décadas retratando la América urbana con un lenguaje propio y una perseverancia inaudita.

En los últimos años, Maier se ha convertido en un fenómeno en el mundo de la fotografía callejera, y de ella ya no sólo hablan los entendidos, sino también el público en general que acude a las exposiciones que se organizan con su trabajo y que queda subyugado por su historia personal y seducido por las instantáneas de esa gente corriente que Maier se fue encontrando a su paso, y que son el reverso sin pretensiones del glamour neoyorquino que tantas películas nos han dejado en la retina.

La historia de Vivian Maier es ciertamente novelesca, y bien podría ser el guión de alguno de esos celebrados documentales que siguen los pasos de la estrella que acabó en el anonimato o que simplemente nunca brilló, a pesar de atesorar todas las dotes para llegar a lo más alto. Pienso en el magnífico y emotivo Looking for Sugarman.

Y es que Maier se ganó humildemente la vida trabajando como institutriz para familias de Nueva York y Chicago durante 40 años. Y era en sus tardes y días libres, o incluso en sus paseos con los niños, cuando aprovechaba para dar rienda suelta a su pasión, con una cámara Rolleiflex colgada a la altura del pecho, dispuesta siempre a retratar a los vecinos, a los niños y padres que llenaban los parques infantiles, a los vagabundos que encontraba cuando se adentraba en barrios alejados de las calles más populosas y elegantes que solía transitar para airear a los niños acomodados que le tocaba cuidar.

Así, en secreto y probablemente sin un plan preconcebido, Vivian Maier fue atesorando un archivo colosal. Se le calculan más de 120.000 negativos, aparte de cintas de magnetofón en las que grababa conversaciones que mantenía con desconocidos o de películas de super 8 en las que se ven a colegiales que juegan en un patio u obreros trabajando. Una producción que iría dejando en los trasteros de las casas en las que sirvió y que en 2007, y por casualidad, un amante de la fotografía, John Maloof, encontró parcialmente en un mercadillo cualquier, uno de esos que andan abarrotados de los objetos que en otro tiempo lo fueron todo para sus dueños y que con el paso de los años dejaron de interesar sus propietarios y casi al resto de la humanidad.

Aunque durante años, Maier paseó su cámara por los centros de dos de las ciudades más admiradas, visitadas y retratadas del mundo, los paisajes que muestran son íntimos. Rara vez se para a fotografiar las muchedumbres que uno se espera en la gran urbe americana, y ni siquiera le interesa a Maier el colosalismo arquitectónico que dejó en ellas el capitalismo industrial de la primera parte del siglo XX.

Su mirada se detiene, en cambio, en los conciudadanos que se va encontrando en sus caminatas, mientras empuja el carrito del bebé y carga con disciplina inquebrantable su cámara al cuello. Un grupo de niños que juega en Central Park, una vecina armenia de un barrio periférico que discute airadamente con un policía, un limpiabotas que se columpia en su taburete mientras espera distraído al próximo cliente, un tendero del que sólo vemos los zapatos y que parece ordenar el escaparate de su establecimiento, un grupo de ancianas que parecen esperar el autobús con asumido estoicismo…

Maier fotografiaba lo que se iba encontrando en sus paseos, y nunca iba más allá. Casi siempre se quedaba al margen de la escena, lo suficientemente lejos para que nada disipara la naturalidad de las cosas. El hecho de llevar la cámara al pecho, aparentemente inerte y camuflada por la rutina, le iba a permitir siempre mirar a los ojos sin ser vista. Aunque, eso sí, en ocasiones rompía el guión y era capaz de empujar deliberadamente a los paseantes con tal de sacarles un gesto de sorpresa o de rabia contenida.

En una de las salas de la Fundación del Canal de Isabel II nos topamos con la propia Maier. La vemos en varios momentos de su vida, pero siempre con el mismo rostro inexpresivo y un punto triste. Maier fue un misterio, y observando sus autorretratos poco podemos decir de la institutriz que se volcó durante décadas en la fotografía callejera, para convertirla en su pasión secreta. Quizá que fue una mujer de carácter austero y sobria en el vestir, pero poco más. Quizá poco sociable cuando se despojaba de su cámara. La vemos reflejada en un espejo con el se cruza en una acera de Nueva York, o en los cristales de las tiendas y las cafeterías que probablemente frecuentaba con los niños que tenía a su cargo. O la intuimos en las sombras que deja su cuerpo ligero pero abrigado en la hierba de un parque.

En la exposición de Maier en Madrid, uno recupera un trozo de la vida de esa América urbana, pero no de la glamorosa que tantas veces retrató el cine, la literatura o la propia fotografía, la de los edificios singulares y los rascacielos desafiantes, la de las estrellas de Hollywood posando en el vestíbulo de un hotel o en un coche de lujo. En la selección de fotos traídas de Maier que han viajado a Madrid sólo reconocemos a Kirk Douglas a la entrada de un cine donde se estrena Espartaco, quizá porque a Vivian Maier le gustaba el actor, o quizá porque se topó con la muchedumbre que lo esperaba mientras daba uno de sus paseos, en busca del gesto torcido o la mirada distraída de la gente corriente.  

lunes, 11 de julio de 2016

'Léxico familiar', de Natalia Ginzburg




Recuperar el tiempo que se fue gracias a la palabra compartida en casa, gracias a esas frases tantas veces escuchadas en familia y en las que en otro tiempo, cuando nos creíamos eternos, no reparamos, y que al cabo de los años regresan cargadas de significado y emoción. Volver a la infancia y la juventud rememorando las protestas del padre colérico y autoritario, pero tierno en el fondo, los consejos de la madre generosa, pero desganada, las riñas de los hermanos que acabaron en violencia física y llantos desconsolados, o las conversaciones con los vecinos y los amigos con los que compartimos tantas tardes de verano.


Eso es Léxico familiar, quizá el libro más celebrado de la escritora italiana Natalia Ginzburg. Y se entiende que así sea porque, por la cercanía e intimidad de su prosa, al que lo lee no le queda más remedio que asumir como propio el universo familiar de la autora, a pesar de la distancia en el tiempo, pues al fin y al cabo Ginzburg nos habla de los avatares de una familia acomodada turinesa, la suya, durante las primeras décadas del siglo XX, cuando las alegrías de la modernidad se mezclaban con los oscuros augurios de los extremismos en Europa.   


Ginzburg se gana al lector con un estilo sereno, libre de artificios, atento al detalle y a la música de las palabras, cómplice y tierno, pero no melodramático ni enfático. Cuando la narración invita a un pico dramático, Ginzburg lo rehúye y, como en otros libros suyos (pienso en Las pequeñas virtudes), depura la vida de una familia para contarla toda y con todas sus complejidades en no más de 200 páginas. Y podía haber optado Ginzburg por el subrayado, pues razones no le faltaron. Y es que los Levi sufrieron la persecución del fascismo de Mussolini, y el primer marido de Natalia, el editor Ginzburg, del que finalmente adoptará el apellido, murió en una cárcel por sus ideas políticas.


Sin embargo, Ginzburg no levanta la voz ni muestra acritud, y por eso es más convincente su relato. Es más, la joven Natalia se quita de en medio como personaje y sólo la intuimos a través de esa mirada tierna, amorosa y socarrona que sostiene a los que ya no están. Léxico familiar nos habla del infierno de la muerte y la ausencia, de los tiempos grises de la guerra, pero con las palabras cálidas y desinhibidas del hogar.


Como decía Gabriel García Márquez, la vida no es como la vivimos, sino como la recordamos. Más aún, la vida, si es algo, es memoria y esa memoria sólo encuentra asidero en las palabras y las frases compartidas en la cocina, el cuarto de los niños o el salón de casa, pronunciadas despreocupadamente tantos años atrás, pero que luego quedan como el único vínculo con el pasado añorado. Ginzburg reinventa a la familia que se fue o que está irremediablemente desmembrada con el fraseo íntimo de las bromas o las regañinas que en otro tiempo formaron la lengua de la tribu. “Soy aquellos que fueron antes de mí”, dice Natalia Ginzburg.


El costumbrismo de Ginzburg recuerda al del neorrealismo italiano. A ratos esa polifonía de voces evoca el paisaje familiar de Amarcord, de Fellini, pero donde en Fellini reina el exceso y la autoría, en Ginzburg hay discreción y, todo lo más, una mirada compasiva.  


Como pasa con las buenas películas, que uno empieza a comprender o a apreciar del todo una vez ha abandonado la sala oscura del cine, Léxico familiar también empieza a crecer una vez cerramos el libro. De hecho, antes causa cierta fatiga su lectura porque uno debe andar muy atento para no perderse en la sucesión imparable de situaciones y personajes (cuesta llamarlos así cuando en realidad fueron presencias reales rescatadas por el recuerdo): Beppo Levi, el padre ateo y amante de las caminatas de montaña; Lidia, la madre aficionada a Proust y a la ópera; Gino, el hermano estudioso y modélico; Alberto, el otro hermano que acabó como médico de familia; Mario, emigrado a una Francia que admira y convertido a la lucha contra el fascismo; el amigo Cesare Pavese, que “había hablado durante años de suicidarse” y al que “jamás nadie le creyó”; Adriano Olivetti -el fabricante de las máquinas de escribir-, que se casa con Paola, la hermana mayor de Natalia; los compañeros de la editorial Einaudi...


Para no desequilibrar el relato y mantener la polifonía de voces, Ginzburg opta por cerrar abruptamente cualquier episodio si es necesario. Y es que en realidad, en Léxico familiar lo que importa no es tanto lo que nos cuenta en cada momento, sino la música de la memoria construida a base de esas palabras íntimas que una vez se compartieron, y que ahora sólo habitan en el olvido. “La de veces que he oído contar esa historia”, se despide Ginzburg.  


La literatura de Ginzburg tiene la aparente liviandad de lo cotidiano. Pero las cosas pequeñas son, al final del día o de la vida, las que más importan, por mucho que nos intentemos convencer de lo contrario. Como decía John Lennon en una canción, “la vida es lo que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes". Y esa vida que tiene lugar mientras tanto es la que llena las páginas de este libro.