Mientras uno ve alguna de las más de cien fotografías de Vivian Maier que se exponen estos días en la Fundación del Canal de Isabel II, en Madrid, se pregunta cómo pudo esta señora morir en la indigencia después de haberse pasado décadas retratando la América urbana con un lenguaje propio y una perseverancia inaudita.
En los últimos años, Maier se ha convertido en un fenómeno en el mundo de la fotografía callejera, y de ella ya no sólo hablan los entendidos, sino también el público en general que acude a las exposiciones que se organizan con su trabajo y que queda subyugado por su historia personal y seducido por las instantáneas de esa gente corriente que Maier se fue encontrando a su paso, y que son el reverso sin pretensiones del glamour neoyorquino que tantas películas nos han dejado en la retina.
La historia de Vivian Maier es ciertamente novelesca, y bien podría ser el guión de alguno de esos celebrados documentales que siguen los pasos de la estrella que acabó en el anonimato o que simplemente nunca brilló, a pesar de atesorar todas las dotes para llegar a lo más alto. Pienso en el magnífico y emotivo Looking for Sugarman.
Y es que Maier se ganó humildemente la vida trabajando como institutriz para familias de Nueva York y Chicago durante 40 años. Y era en sus tardes y días libres, o incluso en sus paseos con los niños, cuando aprovechaba para dar rienda suelta a su pasión, con una cámara Rolleiflex colgada a la altura del pecho, dispuesta siempre a retratar a los vecinos, a los niños y padres que llenaban los parques infantiles, a los vagabundos que encontraba cuando se adentraba en barrios alejados de las calles más populosas y elegantes que solía transitar para airear a los niños acomodados que le tocaba cuidar.
Así, en secreto y probablemente sin un plan preconcebido, Vivian Maier fue atesorando un archivo colosal. Se le calculan más de 120.000 negativos, aparte de cintas de magnetofón en las que grababa conversaciones que mantenía con desconocidos o de películas de super 8 en las que se ven a colegiales que juegan en un patio u obreros trabajando. Una producción que iría dejando en los trasteros de las casas en las que sirvió y que en 2007, y por casualidad, un amante de la fotografía, John Maloof, encontró parcialmente en un mercadillo cualquier, uno de esos que andan abarrotados de los objetos que en otro tiempo lo fueron todo para sus dueños y que con el paso de los años dejaron de interesar sus propietarios y casi al resto de la humanidad.
Aunque durante años, Maier paseó su cámara por los centros de dos de las ciudades más admiradas, visitadas y retratadas del mundo, los paisajes que muestran son íntimos. Rara vez se para a fotografiar las muchedumbres que uno se espera en la gran urbe americana, y ni siquiera le interesa a Maier el colosalismo arquitectónico que dejó en ellas el capitalismo industrial de la primera parte del siglo XX.
Su mirada se detiene, en cambio, en los conciudadanos que se va encontrando en sus caminatas, mientras empuja el carrito del bebé y carga con disciplina inquebrantable su cámara al cuello. Un grupo de niños que juega en Central Park, una vecina armenia de un barrio periférico que discute airadamente con un policía, un limpiabotas que se columpia en su taburete mientras espera distraído al próximo cliente, un tendero del que sólo vemos los zapatos y que parece ordenar el escaparate de su establecimiento, un grupo de ancianas que parecen esperar el autobús con asumido estoicismo…
Maier fotografiaba lo que se iba encontrando en sus paseos, y nunca iba más allá. Casi siempre se quedaba al margen de la escena, lo suficientemente lejos para que nada disipara la naturalidad de las cosas. El hecho de llevar la cámara al pecho, aparentemente inerte y camuflada por la rutina, le iba a permitir siempre mirar a los ojos sin ser vista. Aunque, eso sí, en ocasiones rompía el guión y era capaz de empujar deliberadamente a los paseantes con tal de sacarles un gesto de sorpresa o de rabia contenida.
En una de las salas de la Fundación del Canal de Isabel II nos topamos con la propia Maier. La vemos en varios momentos de su vida, pero siempre con el mismo rostro inexpresivo y un punto triste. Maier fue un misterio, y observando sus autorretratos poco podemos decir de la institutriz que se volcó durante décadas en la fotografía callejera, para convertirla en su pasión secreta. Quizá que fue una mujer de carácter austero y sobria en el vestir, pero poco más. Quizá poco sociable cuando se despojaba de su cámara. La vemos reflejada en un espejo con el se cruza en una acera de Nueva York, o en los cristales de las tiendas y las cafeterías que probablemente frecuentaba con los niños que tenía a su cargo. O la intuimos en las sombras que deja su cuerpo ligero pero abrigado en la hierba de un parque.
En la exposición de Maier en Madrid, uno recupera un trozo de la vida de esa América urbana, pero no de la glamorosa que tantas veces retrató el cine, la literatura o la propia fotografía, la de los edificios singulares y los rascacielos desafiantes, la de las estrellas de Hollywood posando en el vestíbulo de un hotel o en un coche de lujo. En la selección de fotos traídas de Maier que han viajado a Madrid sólo reconocemos a Kirk Douglas a la entrada de un cine donde se estrena Espartaco, quizá porque a Vivian Maier le gustaba el actor, o quizá porque se topó con la muchedumbre que lo esperaba mientras daba uno de sus paseos, en busca del gesto torcido o la mirada distraída de la gente corriente.