jueves, 19 de mayo de 2016

La memoria depurada de Natalia Ginzburg



El azar, y no tanto el marketing o la fuerza de la novedad comercial, me llevó a este libro. Buscando un vídeo para ilustrar el comentario en este blog de Blitz, la última novela de David Trueba, encontré una entrevista en televisión con el autor en el que el periodista, para despedir la charla, le pedía una recomendación literaria, y Trueba habló de Las pequeñas virtudes, de la italiana Natalia Ginzburg.

Las pequeñas virtudes es en realidad una reunión de artículos escritos por Ginzburg para varios periódicos y revistas entre el final de la Segunda Guerra Mundial y los años 60. Como decía Trueba en aquella entrevista, son las reflexiones muy depuradas que sobre la vida y las relaciones familiares nos deja alguien que ha tenido una existencia intensa. 

Nacida Natalia Levi, en Triestre, la escritora se casó Leone Ginzburg, activista antifascista y fundador de la prestigiosa editorial Einaudi, con quien escaparía de la guerra a la región de los Abruzzos. Leone no tuvo suerte y moriría ajusticiado por sus ideas políticas.

Después de la guerra, Natalia Ginzburg, con tres hijos, volvió a casarse. Esta vez con Gabriele Baldini, estudioso de la literatura inglesa, con el que tuvo otros dos vástagos. Ginzburg trabajó para Einaudi y empezó a publicar novelas que en algún caso fueron un éxito de ventas, como Léxico familiar, en realidad una memoria íntima de su infancia y juventud. Viuda de Baldini desde 1969, Ginzburg siguió ahondando en una escritura centrada en el microcosmos familiar, aunque también participó en debates de la vida pública italiana y acabó siendo elegida diputada en el Parlamento por el Partido Comunista en 1983, ocho años antes de morir.

La vida de Natalia Ginzburg es una historia de supervivencia. Primero, por su ascendiente judío en una Italia que legitimaba la solución final. Y, después, por ser mujer en un mundo, el de la literatura de posguerra, dominado por los hombres. Ginzburg fumó, bebió y habló como ellos, las vacas sagradas de la cultura italiana del siglo XX. Eran los tiempos de Alberto Moravia, Giorgio Bassani, Primo Levi o de sus amigos Italo Calvino o Cesare Pavese, ese “eterno adolescente” mortificado por sus pensamientos y que en este libro tiene un sentido recuerdo.

A pesar de sus éxitos comerciales y de los muchos lectores que tenía, en ocasiones fue públicamente menospreciada en Italia por dedicarse a una literatura de “asuntos menores”. Como dice Andrés Trapiello, Ginzburg escribe tan fino que casi no es literatura. Y, además, su escritura está pegada a lo cotidiano y a los conflictos familiares, protagonizados por madres estoicas e hijas desencantadas. Si exteriormente Ginzburg proyectó la imagen de una intelectual en toda regla, su literatura, sin embargo, siempre evitó el culturalismo y los grandes debates filosóficos y estéticos de sus compañeros de generación –suicidio incluido-.

Las pequeñas virtudes se abre con un texto, Invierno en los Abruzos, donde retrata certeramente la Italia pobre y oprimida que había dejado la guerra. Ginzburg aguza el ojo y elige las palabras justas, nunca pretenciosas ni rebuscadas, para hablarnos de su destierro y el de su marido en esa región de Italia, y de la idiosincrasia antigua de sus vecinos, donde los inviernos y las heladas han mantenido la vida congelada prácticamente desde la Edad Media. Desde la primera línea, su territorio es la realidad observada y finamente descrita, con el trasfondo de la historia familiar hecha a base de memoria y cierta fantasía. 

En otro artículo muy emotivo de este libro, El hijo del hombre, publicado originalmente en 1946, nos habla de la confianza perdida y de la angustia que va acompañar de por vida a los que vieron abatida su casa por la guerra y sintieron aporreada la puerta en mitad de la noche y tuvieron que vestir a toda prisa a los niños para salir huyendo.

En otro texto retrata con amable picardía a los ingleses después de observarles tras una estancia en Londres con se segundo marido, que dirigió allí el Instituto Italiano de Cultura. Ginzburg tiene la habilidad de saber leer en la superficie (en el cielo gris, en la disposición de las casas en los eternos suburbios de Londres, en los anuncios de comida, en la monotonía de los pubs o en la conversación esquiva pero educada) para desentrañar el alma de los británicos.

Su manera de entender el oficio de escribir también ocupa algunas páginas de Las pequeñas virtudes. En un revelador texto publicado en 1949, Mi oficio, Ginzburg cifra su estilo y ambición literaria y nos dice que ante todo siempre quiso evitar “el peligro de estafar con palabras que no están verdaderamente en nosotros, que hemos encontrado por casualidad fuera de nosotros y que reunimos con destreza porque hemos llegado ser bastante listos”.

Aunque no fue una feminista furibunda, Natalia Ginzburg tuvo de defenderse de los velados ataques y menosprecios que sufrió por su condición de mujer escritora. En Él y yo, un trabajo que tiene la gracia del contrapunto musical, se venga construyendo un retrato paródico de su marido en esos momentos, Gabriele Baldini, un hombre dominante, extrovertido y con una curiosidad intelectual desmedida. Un retrato que finalmente se vuelve una amarga reflexión sobre los efectos del paso del tiempo en la pareja y la corrosión de lo cotidiano en el amor primerizo.

El libro se cierra con dos textos luminosos y que, como decía Trueba en televisión, demuestran hasta qué punto las reflexiones en primera persona de Natalia Ginzburg son vida depurada, con sus complejidades, miserias y esplendores, reflexiones con las que cualquiera podrá identificarse. En  Las relaciones humanas nos habla de esa cadena vital que va de los miedos infantiles al aturdimiento de ser padre, pasando por las imposturas juveniles. Esa cadena de emociones que identificamos cuando nuestro hijo en plena pubertad empieza a mirarnos con los mismos ojos de piedra con que nosotros miramos a nuestros padres tantos años atrás, en un retorno inesperado del desencuentro. 

Y en Las pequeñas virtudes, el trabajo que da título a todo el volumen, nos da una lección a los padres que volcamos en nuestros hijos nuestras frustraciones para convertirlos en la obra que nunca pudimos acabar, como si, “por haberlos procreado una vez, pudiéramos seguir procreándolos a lo largo de toda la vida”.

Aunque Natalia Ginzburg escribió los textos de Las pequeñas virtudes en los tiempos ya remotos y grises de la posguerra mundial, con un continente que a duras penas dejaba atrás la devastación del fascismo, sospecho que sus reflexiones dirán mucho más a los lectores de hoy –jóvenes y mayores- que muchas de las cosas que dejaron escritas las vacas sagradas a las que Ginzburg secretamente envidiaba y con las que compartió charla, tabaco y alcohol. Yo ya me he marcado como próxima lectura su Léxico familiar, que recientemente volvió a publicar Lumen. En fin, todo un descubrimiento.

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