lunes, 26 de octubre de 2015

Retrato de una sociedad a la deriva


A propósito de la lectura de 
'Sicilia sin muertos', de Guillem Frontera


Tanto hablar de corrupción (y tan poco hacer contra ella) ha dejado un poso de desánimo, entre amargo y fatalista, en la sociedad española. En las charlas de café todos nos declaramos asqueados y deseosos de lograr un país utópico, como imaginamos que son Suecia o Finlandia, en el que las empresas retribuyan a sus empleados con prodigalidad y no se escaqueen de Hacienda, los impuestos sean altos pero redistributivos (y los pague todo el mundo) y los políticos sean, en fin, virtuosos, casi puros, como la propia sociedad. 

Pero, ¡ay!, individualmente seguimos reclamando el pago sin IVA al fontanero, votamos a nuestro partido de toda la vida (con permiso de los nuevos astros mediáticos), por mucho que nos haya demostrado que no es más que una máquina de generar privilegios y mamandurrias para los elegidos que abrazaron sus filas con dieciséis años, e intentamos defraudar al fisco en nuestras declaraciones anuales con perseverancia sin desmayo.

El periodista, poeta y novelista Guillem Frontera lo ha captado a la perfección y nos ofrece una novela que retrata sin compasión la ávida pulsión egoísta y la falta absoluta de escrúpulos que domina, como un cáncer incurable, la sociedad, empezando, cómo no, por los políticos. El escenario escogido por Guillem Frontera es su bien conocida Mallorca, pero él mismo ha reconocido en alguna entrevista que podría haber sido Andalucía, Cataluña o Valencia, porque no existe una corrupción “específicamente mallorquina”.

El hilo conductor del relato es sencillo. El nuevo Presidente de las Islas Baleares ha venido a acabar, o eso vende en su programa electoral, con la ponzoña que corroe la política de la Comunidad Autónoma desde hace un lustro. El hecho de que pertenezca al mismo partido que gobernó el despilfarro y la corrupción institucionalizados no ha hecho mella en el electorado, que no quiere desorden. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, nos advierte el autor en su prefacio.

El Presidente empieza a recibir ratas muertas encofradas en cajas de plomo y poco a poco el relato empieza a desvelar que no es precisamente trigo limpio; el honorable mandatario y las personas de su entorno, sus colaboradores de confianza y los empresarios que influyen en sus decisiones, están atados entre sí por relaciones clientelares y oscuros intereses. 

El relato discurre entre reuniones políticas e investigaciones periodísticas que van destapando la podredumbre que domina la vida pública de Mallorca, donde pasa de todo salvo asesinatos, mientras se desmorona el chiringuito que ha ido creando el Presidente a su alrededor.

La narración comienza de manera casi perezosa, pero se va acelerando según avanza el relato. El estilo de Frontera está tan despojado de adornos que ni siquiera nos describe con precisión el físico de sus personajes, sabemos que son jóvenes o de mediana edad pero poco más. La descripción plana de los hechos parece al principio casi aburrida, pero acaba revelándose como todo un acierto porque no quita protagonismo a las miserias humanas, que atañen a todos casi por igual.

Los que al principio nos parecían héroes exhiben, con el paso de las páginas, algunos comportamientos tan sórdidos como los de los políticos y éstos nos resultan, paradójicamente, tanto más humanos cuanto más mezquinos son sus pensamientos y más esclavos devienen de sus bajos instintos. 

Aunque Sicilia sin muertos se disfrace de novela negra yo la definiría más bien como gris, gris como el alma de los protagonistas, como la interpretación que los políticos hacen de la cosa pública, como la misma sociedad. Puede que el título de la novela esté ya desfasado. El periodista mallorquín Matías Vallés propuso en 2013 que Mallorca debería cambiar su eslogan de “Sicilia sin muertos” a “Rusia sin muertos”, no sólo a causa de la proliferación de los malhechores eslavos en la isla sino porque “en la dura competencia para Mallorca en el mercado criminal”, la propia Sicilia se ha convertido en “Sicilia sin muertos” y ofrece hoy en día un ambiente cosmopolita, sin violencia, muy adecuado para las mafias de todo el mundo. 

Aceptemos o no ese “reajuste de nomenclatura”, la ficción tejida por Guillem Frontera nos recuerda, oportunamente, el alto precio que pagamos por la displicente falta de valores que nos domina.  

domingo, 18 de octubre de 2015

El necesario debate sobre las pensiones



A propósito de la lectura del libro 
'¿Qué será de mi pensión?' de José Ignacio Conde-Ruiz


A todos nos afecta el tema de la pensiones. Bien porque estemos contribuyendo con parte de nuestro salario a pagar a los jubilados de ahora, o bien porque esperemos que en el futuro nuestros hijos también sostengan con sus cotizaciones nuestro poder adquisitivo en la vejez. Además, es un pilar del estado del bienestar que debe ir más allá de coyunturas y partidismos, puesto que está asentado sobre un pacto a muy largo plazo entre generaciones y por eso debería ser fruto del mayor consenso, para evitar incertidumbres y sorpresas.

Sin embargo, un debate público informado sobre las pensiones brilla por su ausencia, a pesar de que los expertos nos avisan de que las cuentas no salen y de que en el futuro las pensiones, como mal menor, van a bajar sí o sí. La razón está en que desde el poder político no se fomenta esta discusión. Al fin y al cabo, los más de siete millones de pensionistas que hay hoy en España son un colectivo muy sensible, que se mueve de forma bastante homogénea y que puede derribar de un plumazo cualquier gobierno, y nadie quiere despertar al dragón. Los efectos políticos de tener a favor o en contra a los pensionistas los vimos claramente en 1993, cuando Felipe González ganó in extremis las generales de aquel año al grito de “que viene la derecha” a quitar la paga de los retirados.

En este contexto, vale la pena leer el libro de José Ignacio Conde-Ruiz, economista vinculado a Fedea que lleva estudiando el tema durante dos décadas y que participó en el comité de expertos consultado por el Gobierno para la reforma de las pensiones. ¿Qué será de mi pensión? es un libro clarificador, donde el autor expone de forma comprensible los datos demográficos y económicos que ya anuncian el colapso futuro del sistema y propone reformas para que no se produzca, al tiempo que denuncia precisamente el oscurantismo que rodea a las pensiones y la falta de coraje de los políticos para llevar el asunto, en sus justos términos, a la opinión pública.

Conde-Ruiz es claro. No es posible vivir cada vez más y trabajar menos. No salen las cuentas. Las proyecciones de esperanza de vida (siempre al alza) y natalidad (de las menores del mundo en España) son claras. Como resultado, debemos asumir que las pensiones bajarán sí o sí en el futuro, y además lo harán de forma dolorosa si nos quedamos con los brazos cruzados. En algún momento del libro Conde-Ruiz asegura que la pensión media como porcentaje del salario medio sufrirá un recorte de entre el 35 y el 50%.

Así las cosas, el gran debate que se debe abrir tiene que abordar la cuestión de sobre quién recae la caída. Si se reparte equitativamente entre todos los pensionistas o, como ahora, la factura la pagan las pensiones más altas, congeladas desde hace años. Para Conde-Ruiz, la sociedad española debe decidir si quiere dejar las cosas como están, lo que llevaría a la catástrofe, si prefiere ir a un sistema asistencial de pensión universal donde las retribuciones se igualan a la baja, o si apuesta por mantener el carácter contributivo del sistema actual, que establece una relación entre la cuantía de la pensión y lo cotizado durante la vida laboral. “La sociedad se enfrenta a una decisión crucial, y lo ideal sería que pudiera elegir qué camino tomar tras un debate sosegado, abierto y transparente”, insiste Conde-Ruiz.

El experto se decanta por reforzar el sistema contributivo, aunque reconoce que todos vamos a perder en una u otra media, y propone cambios en los próximos años para precisamente minimizar esas pérdidas. Conde-Ruiz ve con buenos ojos las reformas de 2011 y 2013, que elevaron la edad de jubilación a los 67 años e introdujeron el llamado “factor de sostenibilidad”, que significa que en el futuro variables como la esperanza de vida se utilizarán en el cálculo de la jubilación, lo que significa que cobraremos menos.

También aboga por extender ya el cálculo de la jubilación a toda la vida laboral del trabajador, para evitar la injusticia que se produce con los muchos trabajadores que son despedidos a los 50 y nunca vuelven al mercado laboral. Además, propone diversificar el ahorro (en España mayoritariamente vinculado al ladrillo) y fomentar la inversión en formación y capital humano para mejorar las posibilidades de los españoles de mantener o acceder a un empleo según se acercan a la vejez.

Asimismo, pide el fomento del ahorro a largo plazo, mejorando la fiscalidad de muchos productos y no sólo primando los planes de pensiones, un vehículo de inversión que además favorece a las rentas más altas. Y, por último, cree el autor que sería conveniente afinar productos como el de la hipoteca inversa, ideal en un país como España, donde la mayor parte de las viviendas son de propiedad, o que se pudiera compatibilizar fácilmente el cobro de la pensión y de un salario al mismo tiempo.


En definitiva, José Ignacio Conde-Ruiz apuesta por un sistema de pensiones que tenga como base el sistema público actual, aunque mejorado, al tiempo que cree idóneo que cada jubilado tenga más opciones para complementarlo con sus ahorros e inversiones como forma para compensar las inevitables caídas. Pero sobre todo pide que el debate, ahora soslayado por el cálculo electoral de los políticos, se haga público, transparente e informado. Algo a lo que este libro ya está contribuyendo. 

sábado, 3 de octubre de 2015

Las infancias de Juan Cruz



En El niño descalzo, el periodista Juan Cruz vuelve a conmover. Este libro –en realidad una larga confesión- está hecho de uno de los materiales literarios que más me gustan, el que gira en torno al tiempo –el perdido y el que tenemos por delante- y la memoria que trabaja para recuperarlo, aunque sea infructuosamente. “Somos el tiempo que nos queda”, recuerda Cruz con un punto de melancolía.

Juan Cruz, omnipresente desde hace décadas en periódicos, radios y televisiones, quizá el tinerfeño más ubicuo e hiperactivo que a uno le quepa imaginar, vuelve con El niño descalzo al tono introspectivo y sincero que tan buenos resultados le dio en libros como Ojalá octubre, dedicado al padre huidizo y enigmático, y La foto de los suecos, recuerdo de la madre siempre vigilante, protectora, la alegría de la casa.

El niño descalzo, en esencia una larga carta a su nieto de tres años, escrita para ser leída por su adorado interlocutor cuando quizá el autor ya haya desaparecido, marca otro capítulo de la cartografía sentimental del periodista y de su familia. La observación atenta de Cruz a los andares inciertos del nieto le sirven para rememorar tres infancias al tiempo: la suya propia, pobre, en un barranco de La Vera, en Tenerife, en los años cincuenta; la de su hija Eva, en el Londres incierto y brumoso de los setenta, y la del pequeño Oliver, un motivo para la alegría y el reencuentro con la familia que no siempre estuvo ahí.

El niño descalzo es un canto a la vida pasada, presente y futura, y a la risa reparadora de la infancia, pero también la constatación de que la vida cobra sentido a base de las ausencias, de las miradas y de los ojos que los ya no están y tanto quisimos y admiramos, discretamente, o de los que simplemente nos dieron calor y protección. Esos que se fueron y que ahora, malamente, la palabra y el recuerdo nos devuelven. 

Otra vez convierte Cruz en protagonistas de su peripecia sentimental a la madre protectora que, como antesala de su final, un día no quiso reírse y enmudeció, o al padre soñador y a ratos ausente. Pero también hay un recuerdo al mentor del joven periodista, el crítico literario Domingo Pérez Minik, o al destierro y la tragedia de Antonio Machado y Federico García Lorca.   

Cruz, periodista compulsivo, incansable, que se va a jubilar haciendo periodismo, lo que no es poco en un país donde la profesión anda de mal en peor, bucea en su pasado y en el de su gente a base de oído y de afinar la mirada. “Mirar, mirar, mirar hasta el último instante. Mirar te salva de estar solo, aún ahora”. Es la palabra como redención, como vía para conjurar la soledad y el silencio, y también la angustia ante la muerte propia y de los seres queridos. 

La literatura más personal de Cruz, de la que esta carta a Oliver es otro capítulo (y casi seguro que no el último), es un intento de conectar a los que se fueron y a los que vendrán, porque unos y otros, sin saberlo, se deben mucho. Y ahí está el periodista -¿o el poeta?- para atestiguarlo y e ir atando cabos a golpe de confesión.  

El oído de Cruz se recrea en la música que dejan las palabras, las inconscientes y ocurrentes de su nieto, mientras juega, ríe y llora, o las casi olvidadas del joven asmático que creció en el Puerto de La Cruz, en el norte de Tenerife, subiendo y bajando por un barranco, con los pies descalzos, y escribiendo las crónicas de los partidos de fútbol que oía por la radio, sin saber que contar iba a ser su profesión, y su razón de ser.

El niño descalzo es también un sutil ejercicio de impudicia, y eso es de agradecer porque, a pesar de barnices varios, seguimos siendo un país demasiado recatado en lo literario. Cruz, confeso admirador de Camus, se muestra temeroso ante la muerte y reconoce los errores del pasado y el olvido de la familia por los brillos momentáneos del éxito profesional o la vida crápula del literato y del editor.


En fin, esta carta, que es memoria, ficción y poema a la vez, arrebata por su sinceridad. Y a pesar de que a ratos se vuelve demasiado tentativa y circular (quizá como este comentario), está hecha de la literatura que más me interesa, la del tiempo que no volverá y la memoria que, en vano, intentará recuperarlo. “Ahora sé que todo es tiempo, este mismo texto es tiempo sobre el tiempo, una manera de atajarlo, el tiempo inevitable es el que lo puebla”.