lunes, 30 de mayo de 2011

Pensamiento novelado



Cuenta Pilar Reyes, directora de la editorial Alfaguara, que la primera vez que Javier Marías habló de su última obra fue en noviembre de 2009. Entonces, la describió como “una novela pesimista” y el único dato que adelantó fue que por primera vez en sus cuarenta años de carrera literaria estaba narrada por una mujer. Ahora, tras su lanzamiento a principios de abril, ya sabemos más sobre Los enamoramientos, su undécima o decimotercera novela, dependiendo si se considera una sola o no los tres volúmenes que conforman Tu rostro mañana.

Lo primero que sabemos es que la narración corre a cargo de María Dolz, la protagonista, cuya vida va a cambiar a raíz de la muerte de un hombre al que no conoce pero con el que suele coincidir en una cafetería a la hora del desayuno. Su asesinato, a manos de un desequilibrado “gorrilla”, le acercará a su viuda, Luisa Alday, y a su mejor amigo, Javier Díaz-Varela. Desde su quinta novela, El hombre sentimental, Marías ha recurrido siempre a la primera persona para narrar sus historias. 

En esta ocasión vuelve a hacerlo, pero con la diferencia de que se decanta por una voz femenina para articular el relato. El autor ha explicado que lo ha hecho por necesidad, porque la historia no hubiera sido creíble teniendo un hombre como protagonista, pero que en el fondo hace básicamente lo mismo que sus predecesores masculinos en el cargo: “Observar, contar y reflexionar”. 

Y es que, aunque una sinopsis más detallada puede llevar a pensar que estamos ante un thriller, Marías no está interesado en escribir una novela de género. Así, desde las primeras páginas, adelanta mucho de lo que ha sucedido, para centrarse en los que temas que verdaderamente le interesan: “El secreto, las ventajas de callar, la traición, la envidia, la maldad, el azar, la dificultad de conocer la verdad, la impunidad…”. Y uno que sobrevuela sobre todos ellos: la paradoja que se produce al descubrir que la muerte de un ser querido que nos destrozó puede ser incluso una tragedia mayor (“una desdicha absoluta”) si se revela años después que no se produjo. Como fondo de esa reflexión, Marías recurre a la novela El coronel Chabert, de Balzac, que cuenta la historia de un coronel napoleónico que fue dado por muerto y que reaparece años después ante su mujer, casada de nuevo al creerse viuda.


Todos esos temas conforman el barniz pesimista al que se refería el autor, pero también se debe subrayar que hay ciertos resquicio para la ironía, como cuando tira piedras contra su propio tejado al detallar lo maniáticos que pueden llegar a ser los escritores (uno pedirá dos gramos de coca a la protagonista, que a la sazón trabaja en una editorial, porque “esa noche los va a necesitar el libro” que está escribiendo) o al incluir un personaje real y tan pintoresco (o así lo describe) como el profesor Francisco Rico junto a otros de ficción. Además, también hay espacio para que los lectores que siguen su columna semanal escuchen de forma indirecta la voz del autor, por ejemplo, cuando califica a la ciudad de Madrid de negligente o compara al presidente francés con Louis de Funès.

En definitiva, Marías celebra sus 40 años de vida literaria con una novela marca de la casa, en la que las digresiones y reflexiones (incluso llegamos a escuchar las supuestas meditaciones del asesinado) trasladan a un segundo plano una trama quizás no muy original pero ciertamente entretenida. Aunque es difícil que iguale en alabanzas a las cosechadas por su trilogía anterior, la gran baza de Los enamoramientos es que resulta más accesible, y no porque sea simple, sino por la genialidad de Marías a la hora de poner sobre el papel lo que él denomina “pensamiento literario”, esa manera tan suya de pensar literariamente sobre cualquier cosa. Seguro que muchos lectores que se vieron superados por su personal Negra espalda del tiempo o por la descomunal Tu rostro mañana disfrutarán reencontrándose con esa prosa tan genuina.

Los enamoramientos
Javier Marías
Editorial Alfaguara
408 páginas
19,50 euros          

domingo, 29 de mayo de 2011

El mundo de ayer



Un inciso: la editorial Seix Barral organizó un encuentro con Muñoz Molina en el salón de actos de la Residencia de Estudiantes de Madrid. El escenario venía al pelo, pues la sobrecogedora historia de amor que vertebra La noche de los tiempos tiene su punto de partida en ese preciso lugar en un remoto día de 1935, cuando ya la radicalización de los discursos dejan entrever que la Segunda República tiene los pies de barro.

Esa noche de noviembre, Muñoz Molina, en vez de “vender”  su libro (para eso la editorial le había llevado allí), se pasó más de una hora agradeciendo a aquellos que le habían inspirado las casi mil páginas de su novelón. Lo que contó con desenfado el autor, una retahíla de anécdotas chisposas y experiencias que ocuparon su vida en los últimos tres años, un tiempo en el que buceó con obstinación, de forma obsesiva, por novelas, libros de historia, memorias, cartas y lugares reales (una casa en el centro de Madrid, una playa de Cádiz, un viaje en tren desde Nueva York…), bien valdría otro relato de semejantes proporciones, aunque en esta ocasión en primera persona. Quizá algún día lo aborde.  

Como ya hiciera en Beatus ille, Beltenebros, El jinete polaco o El viento de la luna, Muñoz Molina vuelve a construir su relato alrededor del capítulo más negro de la historia de este país. Sin embargo, no lo hace sobre los rescoldos de la contienda y los odios y humillaciones que llegaron más tarde, sino que adelanta el punto de mira y se centra en sus precedentes, en lo que pasa en España en los meses inmediatamente anteriores a la sublevación del 17 de julio.

Un idilio, un adulterio, el que mantienen un arquitecto de origen humilde pero venido a más y una joven americana con veleidades artísticas de paso por España, es el pilar sobre el que se sostiene La noche de los tiempos. Desde los quiebros de ese amor (y no al revés) es desde donde Muñoz Molina va componiendo el retrato de una época convulsa, donde los fanatismos, de derechas y de izquierdas, van sobreponiéndose al discurso individualista, moderado y pragmático del protagonista o de su mentor, Juan Negrín, que también aparece en la novela. La tragedia del exilio y los sentimientos, de desarraigo, de culpa pero también de liberación, a los que dio lugar en tantos y tantos que tuvieron la suerte o la desgracia de emprenderlo, también ocupan muchas páginas del libro. 

Como es marca de la casa, Muñoz Molina, que está en posesión de un magistral dominio del tiempo novelístico, ha escrito un libro a ratos reposado, prodigiosamente adjetivado y de frases interminables. En La noche de los tiempos lleva al extremo su obsesión por el detalle, no sólo psicológico, sino físico. El autor practica un puntillismo literario que le permite dar cuenta de hasta la última mota de polvo que se columpia por la escena. Es una labor de entomólogo que irritará a más de un lector, pero que hará las delicias de los que han venido disfrutando hasta ahora con sus novelas.  


La noche de los tiempos
Antonio Muñoz Molina
Editorial Seix Barral
24,90 euros
958 páginas     





domingo, 22 de mayo de 2011

No fuimos tan diferentes



Julián Casanova, catedrático de historia contemporánea en la Universidad de Zaragoza, y Carlos Gil Andrés, profesor de secundaria, han escrito un estupendo manual para los que deseen entender la complejidad de este país. Sin farragosas notas a pie de página (para los que deseen profundizar, el volumen se acompaña de un útil índice de nombres y una completa bibliografía al final) y con un estilo muy directo y sintético, Casanova y Gil Andrés dan cuenta de los hitos que jalonan la historia política (y no tanto económica, social o cultural) de este país desde “el desastre del 98” al último gobierno de José María Aznar.

Para los autores, la historia de España del siglo XX, pese a las mistificaciones e idealizaciones que ha sufrido, y que han llevado a muchos a propagar la idea de que vivimos en un país diferente, anormal, abocado a la miseria y a la confrontación permanente, ha tenido muchos paralelismos con el devenir de los países más avanzados. España, como no podía ser de otro modo, vivió zarandeada, en el primer tercio de la centuria, por la fuerza del comunismo y de los demás movimientos revolucionarios, y por la dura contestación de los fascismos.

La transición a la democracia, además, volvió a poner a este país a mediados de los setenta, junto con Portugal y Grecia, en la senda de los vecinos europeos del norte, que desde el final de la Segunda Guerra Mundial habían experimentado de forma satisfactoria con un sistema donde capitalismo y parlamentarismo representativo convivían sin demasiadas fricciones. Sólo la dictadura de Franco, su excesiva duración y la expeditiva represión a la que dio lugar, han hecho peculiar la historia de este país en el ámbito occidental.

Casanova y Gil Andrés, ponen el acento en este punto cuando aseguran que “la dictadura de Franco fue la única en Europa que emergió de una guerra civil, estableció un estado represivo sobre las cenizas de esa guerra, persiguió sin respiro a sus oponentes y administró un cruel y amargo castigo a los vencidos hasta el final. Hubo otras dictaduras, fascistas o no, pero ninguna salió de una guerra civil. Y hubo otras guerras civiles, pero ninguna resultó de un golpe de Estado y ninguna provocó una salida reaccionaria tan violenta y duradera”.

Aunque esta Historia de España en el siglo XX se lee como una novela (hay que agradecer a los autores el esfuerzo de concisión y la capacidad de exponer toda la complejidad de los hechos sin recurrir a argumentaciones de especialista), no rehúye el debate historiográfico. Casanova y Gil Andrés completan el relato de los hechos con las aportaciones de los historiadores que en los últimos años han abordado, por ejemplo, la cuestión de hasta qué punto la dictadura de Primo de Rivera fue un campo de cultivo del fascismo que iba a venir a continuación y una liquidación del esquema político de la Restauración, y no un mero “paréntesis” de emergencia.

En líneas generales, y pese ese largo lapso de terror que supuso la dictadura franquista, los autores coinciden en señalar que la España opulenta y moderna del año 2000 no tiene nada que ver con aquella rural, pobre y analfabeta de 1900. Sin embargo, no todo está hecho. Aunque la Transición puso en su sitio al Ejército, un origen de conflicto permanente, problemas como el del terrorismo separatista y el desacuerdo en torno al funcionamiento del estado autonómico son cuestiones heredadas sin solución aparente.

Por último, los autores se mojan cuando explican, en las líneas finales del libro, que los debates en torno a la reparación jurídica y moral de las víctimas de la guerra y la dictadura no ponen en entredicho lo logrado ni la convivencia. Más bien al contrario, son “una prueba de madurez de una sociedad democrática que decide enfrentarse sin miedo a los fantasmas de su pasado”.    
  

Historia de España en el siglo XX
Julián Casanova y Carlos Gil Andrés
Editorial Ariel
Barcelona, 2009
29 euros
415 páginas

miércoles, 18 de mayo de 2011

Cristino de Vera: en el límite



En un mundo donde el arte se cocina en restaurantes con estrellas Michelín o en las lujosas pasarelas de la moda internacional, la figura de Cristino de Vera (1931) no puede pasar desapercibida, a pesar de que llega desde una región lejana y desatendida. Uno está acostumbrado a que, vaya donde vaya, siempre se va a encontrar con alguien dispuesto a venderle humo, alguien que dice más que hace o que habla más que piensa. Es el vocerío ambiental, estimulado por los medios de comunicación y los intereses del dinero.

La vida y obra del pintor Cristino de Vera nos proponen un feliz contrapunto a tanto simulacro y tanta insensatez indiscutida. “No será el silencio total la mayor armonía?”, se preguntaba hace unos meses, en una noche inesperadamente gélida, ante un reducido grupo de seguidores en el Espacio Canarias de Madrid. El paso del tiempo, el dolor, la muerte, el misterio… Son los temas de su vida y sus cuadros, siempre abordados con una austeridad que no transige y desde un terreno fronterizo, más allá de las modas y los focos.  No en vano, la obra de Cristino, de cocción lenta y fruto de una misma mirada impenitente traída de sus viajes por Oriente, siempre ha buscado más los espacios silenciosos de las iglesias que el brillo metálico de las galerías de arte.

Ese ser angustiado que desde niño vivió subyugado por la conciencia de la muerte es el que, con trazo fino, ha ido hilando una obra que desnuda el tiempo y la vida y los proyecta sobre el infinito. Una vela encendida que se yergue como un ciprés, un cráneo de perfectas curvaturas, una lápida en un cementerio desierto. Son los elementos, sencillos y humildes, que sirven a este místico (¿cristiano? ¿oriental?) para enfrentarnos al misterio que es vivir. A veces su pintura, siguiendo la estela de Mark Rothko, se construye yuxtaponiendo planos de color. Otras nos recuerda la sobriedad escénica de Zurbarán.

Como él reconocía en el largo y divertido monólogo del Espacio Canarias de Madrid, desde niño fue un aprensivo. Le costó participar en la alegría de correr y saltar de los demás niños en aquel Tenerife de la inmediata posguerra. La reclusión en un manicomio de dos tíos le llevaron inevitablemente a la melancolía. Sin embargo, esa angustia –“vamos muriendo poco a poco”-, la conciencia del dolor y la incertidumbre –“vivir es un misterio, ¿ha sabido uno vivir?”- son los engranajes de una incontestable lucidez: “En el laberinto circular de la existencia todos acabamos siendo invisibles”.

Cristino, que en Madrid, en una noche gélida de marzo, cogió carrerilla y habló de Bergman, de Malraux, de Weil, de Valente, de Groucho Marx…, niega esa idea moderna del progreso ético en el hombre y sugiere, en cambio, enseñar a nuestros hijos el sentido del límite, “hacer pedagogía de nuestra finitud”. Porque somos necesariamente pequeños y estamos condenados a repetir nuestros errores. Su pintura, como hizo Dreyer en La palabra, materializa la muerte y le quita ese halo de punto sin retorno. “La muerte es una cosa preciosa; no entiendo por qué nos aterra”. La palabra y la obra de Cristino, en un mundo abotargado por lo efímero, es una luz necesaria. En fin, un valioso contrapunto, humilde y sincero, en un mundo que se ahoga en ruido.



Al silencio, Cristino de Vera
Director: Miguel G. Morales
Año de producción: 2005
Duración: 50 minutos 

lunes, 16 de mayo de 2011

La izquierda tantos años después



Aunque se ha insistido mucho en que este librito supone el testamento político de Tony Judt, historiador británico autor del monumental y aclamado Postguerra, su sustrato es más moral que otra cosa. Efectivamente, Judt parte del hecho de que la izquierda se ha quedado sin discurso y que no ha sabido en los últimos 20 años atajar la ola neoliberal que trajeron Thatcher y Reagan y, más recientemente, ha sido incapaz de dar una respuesta apropiada a la crisis económica en la que todavía estamos inmersos, y todo a pesar de que, paradójicamente, son los estados los que están saliendo al rescate del sistema capitalista.

Y eso ha sido así porque la izquierda se ha quedado sin margen para operar y ha preferido centrarse en “preocupaciones más autorreferentes” –así las denomina el autor-, como el feminismo, los derechos de los gays y la política de identidad, evitando cuestiones clave como la igualdad o la defensa de lo público. Pero no queda ahí la cosa, Judt cree que la conversación pública debe recuperar cierta enjundia moral. “Los seres humanos necesitamos un lenguaje en el que expresar nuestros instintos morales”, señala al hablar del fabuloso poder de atracción de Juan Pablo II. No es gratuito que el historiador, izquierdista convencido, dialogue en el libro con Keynes o Orwell, pero también con liberales de primera hornada y de profundas convicciones como Adam Smith o Stuart Mill, e incluso con Hayek.

“La idea de una sociedad en la que los únicos vínculos son las relaciones y los sentimientos que surgen del interés pecuniario es esencialmente repulsiva”. La cita rescatada por Judt es de Mill. “Incluso si admitimos que la vida no tiene otro fin superior, es necesario que adscribamos a nuestros actos un sentido que los trascienda”, asegura en otra parte. Además de aportar un sentido colectivo y ético, la izquierda debe también ampliar sus miras desde un punto de vista geográfico. “Hay algo profundamente incoherente en una política radical que descansa en aspiraciones de igualdad o justicia social y que es sorda a desafíos éticos más amplios y a los ideales humanitarios”. Orwell vuelve a rondar.

Judt encuentra, paradójicamente, el germen de la ofensiva neoliberal en los movimientos juveniles de los 60, que al tiempo que se declaraban entusiastas de la revolución cultural de Mao Zedong y las colectivizaciones en el tercer mundo, buscaban con ahínco su propia individualidad. Por decirlo con palabras de Judt, el narcisismo de los 60 puso en bandeja una revolución conservadora que acabó con el consenso de la posguerra en Occidente. Un consenso que coincidió con una etapa de prosperidad económica que quizá no se repita pero que a la vez nunca discutió el papel del Estado como garante de la igualdad.  

Por lo demás, el libro, que fue dictado por un Tony Judt ya postrado por la enfermedad que acabaría con su vida, destaca por su capacidad de síntesis. Aunque estamos ante un manifiesto a favor de las esencias de la izquierda y, sobre todo, de lo público frente al capitalismo desregulado que nos ha llevado al borde del abismo, y eso se nota en el lenguaje directo del autor, al libro no le falta perspectiva (histórica). Judt se vale de su portentosa formación académica para poner al habla el pasado con el presente de Europa y Estados Unidos y suscitar así el debate en las jóvenes generaciones acerca de qué sociedad queremos.


Algo va mal
Tony Judt
Editorial Taurus, 2010
220 páginas

domingo, 15 de mayo de 2011

Coetzee visto por los demás


J. M. Coetzee da un giro de tuerca en Verano, la tercera parte de una autobiografía que comenzó hace unos años con Infancia (1998) y siguió con Juventud (2002). En Verano, un libro en el que encontramos a un Coetzee justo a las puertas de la madurez, el escritor tiene la audacia literaria de quitarse de en medio y dejar que sean cinco personas allegadas (entre ellas una ex amante, una prima a la que atrajo durante una época y una bailarina brasileña que le sedujo) las que vayan trazando su perfil sentimental.

El autor sólo aparece con “voz propia” en unas notas que abren y cierran el volumen, y, entremedias, es su biógrafo el que va indagando y buscando confesiones.  Más que un libro acabado, Verano es, en realidad, un proyecto de libro que no vemos terminado. Coetzee nos abre su taller y nos deja tocar las herramientas con las que fabrica su literatura. En ese sentido, estamos ante una propuesta bastante innovadora.

La literatura de Coetzee, como es marca de la casa, es amarga. El juicio al que se somete a sí mismo en Verano es severo. En muchas ocasiones es un ajuste de cuentas amoroso o emocional, pero en otras los juicios personales se entreveran con los literarios y sirven a Coetzee para poner también en tela de juicio su aclamada obra. Sin ir más allá, así se expresa Sophie, que coincidió, al menos en esta ficción, con Coetzee en su etapa de profesor universitario en Ciudad del Cabo: “Después de Desgracia perdí el interés. En general, yo diría que su obra carece de ambición. El control de los elementos es demasiado férreo. En ningún momento se tiene la sensación de un escritor que deforma su medio para decir lo que nunca se ha dicho antes, que, a mi modo de ver, es lo que distingue a la gran literatura. Demasiado frío, demasiado pulcro, diría yo. Demasiado fácil. Demasiado falto de pasión. Eso es todo”.

Efectivamente, la imagen que transmite Coetzee de su sí mismo es fría y desapasionada, y contrasta con el relato ardoroso de algunas de las mujeres que tienen voz en el relato. El pulcro y contenido Coetzee nos regala varios retratos de mujer madura que huelen a verdad. Y lo hace verbalizando la rabia o la frustración que produjo su acercamiento a ellas. En fin, Verano es literatura sin complacencias. Un fogonazo de verdad.

Verano
J. M. Coetzee
Editorial Mondadori
255 páginas
18,90 euros

Héroes del día a día



Celia Almorox

Las novelas de cuatro autoras españolas llevan semanas en la lista de libros más vendidos. Mientras que María Dueñas, Julia Navarro y Almudena Grandes firman proyectos muy ambiciosos, tanto por volumen como por la madeja de personajes e historias narradas, Elvira Lindo triunfa con un texto más personal y fácil de confundir con sus propias memorias, al servirse de su peripecia la vida como primera materia prima.

No obstante, ella misma ha repetido durante la gira promocional que Lo que me queda por vivir es ficción y que la protagonista no es ella, aunque sus voces se parezcan mucho. Todo el peso del texto recae en Antonia, una mujer separada y a cargo de un niño de cuatro años en el Madrid de los años ochenta. Nada de heroínas que ayuden a los servicios de inteligencia británicos o recorran medio mundo luchando contra el fascismo.

Estamos ante una historia sencilla y fundamentalmente evocadora, plagada de saltos en el tiempo que unas veces sirven para describir a esa joven de provincias que llega a la capital cargada “con sueños calcados de otros sueños”, y otros para descorrer la cortina que permite adentrarnos en una relación de pareja con sus buenos y malos momentos (“sería injusto no admitir que hubo algún momento por el que todo mereció la pena…”).

La intimidad es tal que resulta complicado no empatizar con un personaje que nos habla fundamentalmente en primera persona; animarle cuando las cosas no van bien o sonreír cuando toca. De todos modos, no estamos ante la Elvira Lindo del “dominical” o de Manolito Gafotas. El tono es otro y hay poco margen para la hilaridad. Quizás el personaje que nos devuelve a la Lindo más conocida es el padre “narcisista” de la protagonista, que, aunque lejos de la caricatura, resulta un tanto cómico.

El resto están más contenidos, desde ese hijo que impregna todas las páginas hasta las figuras femeninas (madre, tía o hermana) que son retratadas con sumo cariño. En definitiva, un texto intimista y evocador que nos traslada, mediante el retrato cercano de la heroína, a un pasado no tan lejano, en el que es fácil que el lector pueda verse retratado.  


Lo que me queda por vivir
Elvira Lindo
Seix Barral
270 páginas
18 euros

El Holocausto desde el Hudson



La superación literaria del genocidio nazi ha dado muchas variantes: desde los relatos casi notariales, pero a la vez desgarradores, de Primo Levi o Imre Kertész, a la recreación “más literaria” de la barbarie de Jorge Semprún, pasando por el enfoque filosófico de Jean Améry. Edgar Hilsenrath (Alemania 1926) aborda el cataclismo con una receta propia que se ve a las claras en este Fuck America, que ha tardado 30 años en ser traducido al castellano.

Aquí la necesaria distancia para comprender los efectos de la barbarie en la generación de europeos a la que pertenece Hilsenrath, la que sufrió en su más tierna infancia el exterminio, se consigue con un relato burlesco, irónico y exagerado. Es el humor como antídoto a la tragedia. Jacob Bronsky, alter ego de Hilsenrath, ha visto cómo su vida feliz dentro de una acomodada familia de comerciantes judíos saltaba por los aires con el ascenso de Hitler.

Después de haber pasado por el gueto rumano de Czernowitz y haberse salvado por los pelos de la persecución nazi, ha vagado por media Europa ganándose la vida en empleos de mala muerte. El destino, sin embargo, le lleva a Nueva York, donde se codeará con vagabundos, putas y chulos en bares sórdidos abiertos toda la noche. Este es el mundo de desheredados, muchas veces europeos que también han sido víctimas del Holocausto, que retrata Hilsenrath con un estilo muchas veces delirante.

Bronsky sólo se redime gracias a la literatura: trabaja de día donde puede y escribe de noche los capítulos de un libro que lleva el provocador título de El pajillero. Al tiempo que el autor despliega una escritura sardónica y procaz  para dar cuenta de las andanzas del protagonista entre el lumpen neoyorquino – onanista confeso, Brodsky fantasea con el culo de la secretaria de su futuro editor-, también va perfilando su desamparo y la nostalgia de una vida que pudo ser plena en otra parte y de otra forma.

Hilsenrath, que siempre escribió en alemán y que volvió a Berlín en 1975, ofrece un relato rabelesiano que casi siempre provocará una carcajada, pero que al final dejará un amargo sabor de boca. “He habitado en seis millones de cuerpos, habité en ellos hasta que se borraron sus nombres”, confesará Brodsky. La tragedia que aborda no merece menos.

Fuck America
Edgar Hilsenrath
Traducción de Iván de los Ríos
Errata Naturae
264 páginas
19,90 euros

Vargas Llosa en la frontera



No es una de las novelas más memorables de Mario Vargas Llosa, a pesar de que el autor vuelve a mostrar un oficio incuestionable que el Premio Nobel no ha hecho más que confirmar. El sueño del celta, en la línea de otros trabajos suyos en los que indaga sobre las circunstancias que rodearon a un personaje histórico (La fiesta del chivo o El Paraíso en la otra esquina), sitúa en el centro de la escena a un ser contradictorio y fronterizo.

Aquí la escritura de Vargas Llosa nos acerca a Roger Casement, irlandés de origen, pero que trabajó muchos años para el Gobierno británico, y que pasó a la historia por su denuncia, en los albores del siglo XX, de las tropelías del colonialismo europeo. Primero en el Congo Belga, donde el Gobierno de Leopoldo II esclavizó a los nativos empleados en la extracción del caucho; y luego en el Putumayo peruano, donde los indígenas empleados por las compañías de la metrópoli sufrían una opresión incluso más salvaje.

Vargas Llosa llega a Casement por la literatura. El aventurero es el que inspira a su adorado Conrad en el Corazón de las tinieblas, un texto algo críptico, pero inquietante, que sirvió a su autor para descender a los límites de barbarie e ilustrar el reverso del sueño ilustrado europeo. Pero este Vargas Llosa no tiene la fuerza literaria que muestra en otras novelas del estilo, como La fiesta del chivo, con su retrato maestro del despiadado dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo. El relato de la peripecia de Casement, un ser instalado en la frontera física, pero también emocional e incluso política, es demasiado notarial.

Se nota demasiado en la escritura del flamante Nobel de Literatura el lastre de la ingente labor de  documentación que hizo el autor en los últimos años en los lugares por los que pasó un siglo antes el protagonista: Londres, Irlanda o el mismo Congo. En ocasiones logra Vargas Llosa transmitir la zozobra que atenaza a un personaje que se enfrenta a la cara más oprobiosa de la colonización y que tiene que reprimir su homosexualidad en una sociedad que no está preparada para ella. Pero no es la regla. Hablando al final de libro de los diarios (Black Diaries) de Casement, sobre los que planea la duda de si fueron escritos verdaderamente por él o fueron falsificados por los servicios secretos británicos para estigmatizar a su autor por sus tendencias sexuales, Vargas Llosa dice que “es imposible llegar a conocer de manera definitiva a un ser humano, totalidad que se escurre siempre de todas las redes teóricas y racionales que tratan de capturarla”.

Lo cierto es que el relato, por su tibieza y por sus aspiraciones de crónica histórica total (las páginas de El sueño del celta están trufadas de cientos de nombres de personas, partidos políticos, compañías y organizaciones), no logra reconciliarnos del todo con ese personaje sanguíneo, contradictorio y  finalmente desamparado. Ciertamente Casement tiene atractivo, pero no logramos meternos en su pellejo, sentir como nuestro el vértigo que lo atenaza ante la barbarie institucionalizada que es norma en los territorios de ultramar. En definitiva, no llegamos a mirar con sus ojos al monstruo que la selva o la avaricia han propiciado en los confines del mundo.

Lo que sí logra, sin embargo, Vargas Llosa es poner a la vista los resortes del poder en una Europa que se prepara para la Primera Guerra Mundial, y cómo la civilización y la justicia se desvirtúan en los territorios de las colonias. Técnicamente no estamos ante una novela de grandes alardes. No está la polifonía de La fiesta del chivo ni la experimentación de Conversación en La Catedral.

Se contraponen capítulos de tempo reposado en los que un Casement condenado a muerte y recluido en una cárcel de Londres reflexiona y dialoga (con su carcelero, con un sacerdote) sobre su vida y busca el amparo de la religión, con otros de ritmo vertiginoso donde el narrador omnisciente da cuenta de sus aventuras diplomáticas (y sexuales) en África y Perú, y de su conversión última al nacionalismo irlandés menos complaciente, el que le lleva a buscar, con la colaboración de los alemanes, el levantamiento en armas del pueblo de Eire contra la dominación británica. En fin, estamos ante una novela menor de Vargas Llosa, pero en cualquier caso interesante.    



El sueño del celta
Mario Vargas Llosa
Editorial Alfaguara
Madrid, 2010
454 páginas
22 euros

 

Aguirre: novio del mundo


Aguirre: novio del mundo

A pesar de que los españoles pasamos por ser un pueblo desenfadado y con cierta tendencia a la impudicia, nuestra literatura no es pródiga, como la anglosajona, en buenas biografías o memorias, de esas en las que el personaje queda al desnudo, con sus virtudes, pero también con sus miserias. Aquí, al contrario de lo que ocurre fuera, este género literario ha adolecido de ambición y sinceridad, y ha lucido muchas veces un marcado tono hagiográfico e intrascendente.

Esta tendencia es fruto, quizá, de la trivialización que, por la vía del edulcoramiento, vive el pasado en este país. No hay más que ir a las revisiones del franquismo o de la transición de series de televisión como Cuéntame para entender de qué hablamos. En cualquier caso, hay notables excepciones. Se me ocurre la estupenda y descarnada trilogía que se dedicó a si mismo el periodista y novelista Jesús Pardo (Autorretrato sin retoques, Memorias de memoria y Borrón y cuenta vieja).

La indagación del escritor Manuel Vicent en la figura del polifacético Jesús Aguirre, cura de la progresía en el Madrid de los años 60 que tuvo tiempo para hacerse editor de Walter Benjamin y de la Escuela de Frankfurt y que acabó convertido en el decimoctavo Duque de Alba, afortunadamente huye del tono hagiográfico y complaciente tan frecuente en el género. Vicent se aventura con un relato hasta cierto punto esperpéntico que nos descubre a un ser escurridizo, acomplejado (nunca llegó a superar del todo su condición de bastardo) y que puso siempre su brillante inteligencia al servicio de sus intereses y de su anhelo más íntimo e inconfesado, el de medrar.

Para muestra un botón: cuando entró por la puerta grande de la aristocracia gracias a su matrimonio con Cayetana Fitz-James Stuart, todos los intelectuales que lo trataban (el mismo Vicent, Benet o García Hortelano) pensaron que a ellos también se les abrirían las puertas del Palacio de Liria, residencia de la noble casa en la capital de España, o del Palacio de las Dueñas, la propiedad sevillana de los Alba. Sin embargo, Aguirre, rompiendo antiguas adhesiones y desmarcándose de su vieja troupe, adoptó aires de cortesano y cerró el castillo a cal y canto a sus amistades de siempre.  

Vicent aplica una lente deformante que no sólo le sirve para subrayar las contradicciones del personaje, sino de la época que le tocó vivir, desde su infancia provinciana a sus años de editor en Taurus, pasando por su época de cura rebelde admirador de Enrique Ruano y de teólogo en Alemania y organizador, de paso, del contubernio de Munich. Cientos de nombres de políticos e intelectuales de todos los colores transitan por las páginas de Aguirre, el magnífico, una obra que pone en su sitio a todos los santos barones de la España del franquismo y de la transición.

En menoscabo del libro hay que decir que, con cierta frecuencia, Vicent recurre a clichés para dar textura a eso que él llama “el retablo ibérico”, esa España todavía miserable y desarrollista que también ha abordado desde parecida perspectiva el cine de Bigas Luna. En cualquier caso, estamos ante una lectura recomendable para entender un país que se fue para no volver, pero del que quedan muchas brasas humeantes.

Aguirre, el magnífico

Manuel Vicent

Editorial Alfaguara

Madrid, 2011

256 páginas

18,50 euros (papel); 12,99 euros (e-book)     

domingo, 8 de mayo de 2011

Judt en la frontera



El refugio de la memoria es un libro jubiloso. Uno se pregunta de dónde sacó las fuerzas un postrado y moribundo (por una enfermedad degenerativa) Tony Judt para escribir esta delicia autobiográfica, con muchos más claros que sombras a pesar de las funestas circunstancias en las que fue concebido. Judt, el autor del portentoso Postguerra, que, según los expertos, es uno de los grandes libros de historia de la última década, rehúye la autocompasión y la escritura trascendente, e ilumina con sus vivencias más íntimas las cuestiones que, como historiador e intelectual, más le interesaron siempre: la vigencia de lo público, la degradación contemporánea de la educación o la política, el papel social de la inteligencia, la pérdida del consenso sobre la que se edificó el viejo continente a partir de la Segunda Guerra Mundial o los cambios en Europa del Este a finales del siglo XX.

Hijo de un emigrante belga y de una judía londinense, trabajador en un kibutz en los sesenta, profesor en Estados Unidos y observador, en primera línea, del fin del comunismo en la Praga de los ochenta, Tony Judt es un buen ejemplo del hombre frontera, y esa condición precisamente fue la que le permitió mantener la necesaria distancia ideológica y sentimental que forjaron su honestidad intelectual. Porque Judt fue siempre capaz de reconocer y valorar los argumentos del otro, a pesar de que chocaran con los propios, y se mostró implacable con los de su cuerda si no mostraban la debida consistencia. Un ejemplo de esa integridad la tenemos en su libro de artículos Sobre el olvidado siglo XX.

“Prefiero los confines: aquellos lugares donde los países, las comunidades, las lealtades, las afinidades y las raíces se topan incómodamente entre sí, y donde el cosmopolitismo no es tanto una identidad sino la condición normal de vida”, dirá en un momento de El refugio de la memoria. En cualquier caso, el autor británico lanza un aviso a navegantes porque la cerrazón acecha y puede dar al traste en los tiempos venideros con ese fecundo universalismo: “En este ‘espléndido nuevo siglo’ echaremos de menos a los tolerantes, a los de los márgenes: a la gente fronteriza. Mi gente”. En fin, a pesar de la lástima que causó a todos su desaparición, quedan estas bellas e inteligentes páginas como muestra de su integridad y audacia. Un festín.


El refugio de la memoria

Tony Judt
Editorial Taurus
240 páginas
19 euros

Los límites necesarios



Ingenuidad aprendida es en realidad un libro para los padres que, bebiendo en las aguas del mayo 68, educaron a sus hijos bajo el paradigma de la liberación y hoy ven a sus vástagos sin asideros éticos y compromisos sociales. El discurso del último libro de Javier Gomá (en realidad una reunión de conferencias y escritos de encargo para obras colectivas) ha sido transitado en los últimos tiempos por pedagogos, sociólogos, psicólogos o incluso cineastas (captó muy bien la esencia de esta decepción paternal la película del catalán Roger Gual Remake, realizada en 2006).


Sin embargo, con un estilo directo, provocador y que huye del lenguaje para iniciados de los trabajos universitarios, este libro plantea una visión de largo alcance del problema, pues no busca sus antecedentes en los movimientos juveniles de los años cincuenta o sesenta del siglo pasado, sino que va mucho más lejos y sitúa su origen en el romanticismo del siglo XVIII y el proceso de subjetivización que impulsó, logrando “la más lúcida deslegitimación de los relatos tradicionales” y el olvido de un lenguaje sobre el que construir nuestra convivencia. Gomá reconoce los beneficios que ha traído este proceso de liberación, pero cree que hoy está agotado.


“La transgresión hoy es como hacer top-less en una playa nudista”. La metáfora es suya, aunque no aparece en este libro. Aunque tantos decenios de exaltación del yo y búsqueda de la libertad personal hayan dado una connotación muy negativa al concepto de límite, Gomá, recurriendo a Goethe, nos recuerda que “limitarse es extenderse”. Esas restricciones que engrasan nuestra convivencia y que el autor cree que hay que recuperar son “las buenas costumbres”, un término en desuso y que huele a rancio, pero que son la base para reconquistar el espacio público, para volver a aprender a vivir juntos.


Gomá detecta una sangrante paradoja: a pesar de la asfixiante burocratización, que regula hasta los detalles más nimios de nuestra existencia, la existencia privada de las personas es pura anomia fraguada al grito de “vive tu vida”. La tarea pendiente, para Gomá, es llenar este vacío moral, pues sólo se puede recuperar la responsabilidad cívica si se recupera la responsabilidad individual. Para hacerlo, Gomá, enlazando con libro anterior, propone la difusión del comportamiento ejemplar.


“La coerción acaso cambie la conducta externa de los ciudadanos, pero no sus corazones, que solo se dejan persuadir por una oferta convincente de sentido personificada en el hombre ejemplar”, dirá en las páginas finales de Ingenuidad aprendida. En fin, estamos un libro a contracorriente, valiente y que, pese a su brevedad, pone a funcionar la razón práctica para hacer propuestas de largo alcance sobre el vivir colectivo.