domingo, 28 de octubre de 2012

Agonía y éxtasis de Steve Jobs



A propósito de la comedia de Mike Daisey, que está en el Teatro Alfil de Madrid hasta el 1 de diciembre



Mensaje claro para los que no queráis leer todas las líneas de este post: id a ver Agonía y éxtasis de Steve Jobs, en el teatro Alfil de Madrid. La applemanía es una enfermedad que se contagia con facilidad y que está llegando a magnitudes de pandemia. Esta obra puede ser una buena oportunidad para saber en qué punto de locura estamos. Vale la pena.

Es una lectura dramatizada de un largo reportaje periodístico (o de los muchos reportajes que se han escrito en los últimos años y que menoscaban la figura del fundador de Apple). Agonía y éxtasis de Steve Jobs asienta en muchos datos demostrables su crítica furibunda a la compañía de la manzana y a la legión de applemaniacos que corren desaforados a las tiendas cada vez que la casa saca un artilugio al mercado.

Los que estén al corriente de la intrahistoria del fenómeno Apple no se sorprenderán con lo que oirán en el Teatro Alfil: hay referencias a un jefe autoritario, a ratos tiránico y casi siempre egocéntrico hasta decir basta (y al que, además, le huelen los pies), y se nos habla de una compañía que vende estilo y buenas vibraciones a costa de subcontratar mano de obra esclava en fábricas chinas. Apple es la compañía que más dinero gana en el mundo gracias a unos márgenes comerciales prodigiosos. Pero también es la metáfora perfecta de la gran farsa publicitaria que ha alimentado al capitalismo desde mediados del siglo pasado, cuando los ejecutivos de Madison Avenue se hicieron con el control. Esto lo digo mientras recomiendo el iPad a diestra y siniestra.    

En Agonía y éxtasis de Steve Jobs no hay nada que no se haya dicho ya en el New York Times o en las cadenas de televisión de medio mundo, o incluso en la biografía que autorizó el propio Jobs en sus últimos días, la de WalterIsaacson, donde decenas de empleados se despacharon a gusto con su moribundo jefe contando las humillaciones que sufrieron cuando se toparon con el genio de los pies descalzos.

Sin embargo, el texto de Mike Daisey, otro Pepito grillo de la cultura americana, una especie de Michael Moore de las tablas cuyos monólogos también han puesto en la diana a corporaciones como Wal Mart o Disney, o al mismo Gobierno de los Estados Unidos, es su ritmo y su capacidad para darnos tanta información sin que decaiga el interés. En la versión española, el actor Daniel Muriel, excelente, se mantiene solo en el escenario durante una hora y media, cambiando de registro sin parar y alternando media docena de papeles para mantener la atención y sacarnos una sonrisa.

La historia oscila entre la cool y soleada California de Silicon Valley y las fiestas hippies, y, al otro lado del mundo, esa megalópolis de 14 millones de habitantes, oscura y fabril, que es Shenzhen, encarnación en la tierra de la pesadilla de neón que nos propuso en su día Blade Runner y de donde salen todos los aparatitos de electrónica que usamos. Agonía y éxtasis de Steve Jobs nos cuenta la historia de Apple, su brillo inicial, su posterior caída y la resurrección de tuvo a partir de finales de los noventa (cuando sale el primer iPod) y hasta hoy, en que se ha convertido en un mito empresarial y cultural.

Pero también nos habla de la trastienda de ese éxito sin igual, de los suicidios en la fábrica de Foxconn, de las jornadas de 12 o 14 horas de miles de adolescentes que con sus ágiles dedos ensamblan miles de iPads al día, de las intoxicaciones que produce el líquido con el que sacan brillo a las cristalinas pantallitas del iPhone o, yéndonos a la prehistoria de la informática, de ese atraco a mano armada que supuso la visita de Jobs a los laboratorios de Xerox en Palo Alto, de donde se llevó las ideas con las que puso los cimientos de su imperio.

El texto brilla. Es ágil y se hace digerible a pesar de apabullarnos con cientos de nombres de directivos o cifras de negocio. Sin embargo, falla un tanto al final, cuando insiste en repetirnos “el mensaje”, como si en la hora previa no hubiéramos tenido ocasión de intuirlo y hasta digerirlo, o en adelantarnos las conclusiones. Daniel Muriel se mueve bien en la parodia, pero no tanto cuando caen las luces y adopta un tono más grave para denunciar a Apple por sus abusos en China y a su malogrado jefazo por hacerse el sueco ante tanta explotación y ser tan despiadado con sus semejantes. 





domingo, 21 de octubre de 2012

Flores en las grietas, de Richard Ford




"Ninguno de nosotros es gran cosa"

  
Richard Ford no es un autor prolífico. Seis novelas para un señor que está a punto de cumplir 70 años no se puede decir que sea mucho. La necesidad de mantener la presencia del “poco productivo” Ford en las librerías, dicen, es lo que ha llevado a su editor, Jorge Herralde (Anagrama), a inventarse este librito, compuesto por retazos autobiográficos y comentarios sobre literatura.

A pesar de tener un origen tan plebeyo, el resultado no es malo, y ni tan siquiera parece forzado. Flores en las grietas nos acerca al autor de El periodista deportivo, El día de la independencia o Acción de gracias, que constituyen un potente fresco de los Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial a esta parte. El tono del libro es menor, íntimo, y ahí justamente radica su interés.  

En Europa tendemos a idealizar la vida de los escritores, atribuyéndoles inconscientemente las aventuras de sus personajes de ficción o haciéndolos protagonistas de los conflictos morales que se plantean en sus libros. La sacralización del intelectual que tuvo lugar en la Francia del siglo pasado y que convirtió el desencuentro de Camus con Sartre en un asunto universal, ha influido a la hora de consolidar esa actitud reverencial que los europeos adoptamos ante el mundo de la cultura. 

En el mundo anglosajón las cosas son bastante diferentes. La sospecha que suscita cualquier gesto de intelectualismo en Estados Unidos hace que sean sus propios escritores e intelectuales los se adelanten a rebajar las expectativas. Ford también coge esta línea. “Ninguno de nosotros es gran cosa”, llega a decir en un momento, citando a Auden. Los escritores no son gente especial y con un fascinante mundo interior, y el que así lo crea es un frívolo, advierte en otro capítulo.

Siguiendo con este ejercicio de autoconocimiento y despojamiento, Ford hace un encendido homenaje a un profesor universitario que le enseñó a leer la literatura que le interesaba cuando él nada sabía (en el capítulo La lectura). También reconoce su propensión a la violencia física (En la cara) o a la holgazanería (Holgazanear mientras la Musa recarga pilas).

Sus muchos años dando clases en la Universidad y en eso tan americano que son los talleres de escritura creativa, se notan en las partes del libro que yo más aprecio, que son las que dedica a hablar de sus fuentes de inspiración literaria. Otra vez rehuyendo el intelectualismo y el comentario sesudo, Ford nos pone sobre la pista de joyas (a veces escondidas u olvidadas) de la literatura estadounidense del siglo XX y vuelve a clásicos como Chejov, con una deliciosa relectura de La dama del perrito. También una delicia es su lectura de Revolutionary Road, de Richard Yates, aunque estoy seguro de que romperá esquemas a algunos.

Por último, algunos capítulos de este Flores en las grietas los dedica Ford a rescatar episodios de su infancia en el hotel de Little Rock, en la ribera del Misisipi, regentado por su abuelo. En En recuerdo del golf, que cuenta la fascinación que siente por este deporte un empleado negro del hotel, la inesperada intriga convierte la rememoración en una relato excelente. Para mitómanos es su aproximación, en otra parte del libro, a Raymond Carver, con el que tuvo una intensa amistad.  



He aquí algunas de las obras (casi siempre cuentos) de las que habla Richard Ford en este libro y que pueden deparar alguna lectura interesante:

Muerte en el bosque, de Sherwood Anderson
Quiero saber por qué, de Sherwood Anderson
Reunión, de John Cheever
El fuego del hogar, de Tobías Wolff
¿Qué es lo que quiere?, de Raymond Carver
Años luz, de James Salter



NOTA: Richard Ford acaba de publicar en Estados Unidos su séptima novela, Canadá, que todavía no ha llegado a España. A continuación tenéis un vídeo sobre este trabajo. 






domingo, 7 de octubre de 2012

Amor en las postrimerías


  

A propósito de Hombre lento, de J. M. Coetzee

Paul Rayment, fotógrafo retirado en la ciudad australiana de Adelaida, es arrollado por un coche mientras pasea en bicicleta. Milagrosamente salva la vida, pero pierde una pierna. Al cabo de unos meses, Rayment, que renuncia a una prótesis y se prepara para la soledad y la dependencia más estricta, se enamora de su cuidadora, una croata de mediana edad, casada y con tres niños. Rayment, incapaz de contener el aluvión de sentimientos encontrados que Marijana le provoca, le declara su amor, un amor que no necesita ser recíproco y que también extiende a Drago, el hijo adolescente de Marijana y la gran preocupación de su madre. Impresionante comienzo.   


El viejo Rayment, antipático y contradictorio, pero también anhelante y virtuoso, es un personaje tan poderoso, tan bien construido, que está destinado a quedar en la mente del lector largo tiempo. Coetzee se mete en el pellejo del viejo desahuciado e ilumina su universo emocional, pero no permite que nos identifiquemos con él. Coetzee rehúye los atajos y las florituras, y con las palabras justas (me recuerda a Clint Eatswood por su capacidad de síntesis y de plantear con muy pocos elementos dilemas morales eternos) da cuenta de la redención que para Rayment, metáfora de una vejez indeseable, supone el encuentro con su cuidadora y con su familia, a la que intenta ayudar por todos los medios, quizá en un último intento de sembrar la semilla que lo inmortalice y que prolongue su recuerdo en este mundo. El estéril Rayment, que se casó pero que nunca tuvo hijos, busca una segunda oportunidad.

La literatura de Coetzee está llena de matices, de fogonazos de realidad que hacen que una historia que se mueve en la fina raya que separa lo verosímil de lo que no lo es y que está llamada a agotarse en las 50 primeras páginas por su brillante e impactante comienzo, siga creciendo en las 200 siguientes.

Coetzee se mueve al margen de la literatura mainstream, esa que, a base de suspense, ciertas dosis de corrección política o calculada irreverencia, está hecha para vender. Primero porque elige a un viejo como protagonista, y, además, porque lo convierte en sujeto de una pasión erótica. Sin pudor, asistimos a las caricias imaginarias –en realidad masajes de rehabilitación- de Marijana en el muñón que cuelga de la pierna masacrada de Rayment. Un erotismo terminal que me recuerda un tanto al que encarnaron en la película Sarabanda, el último trabajo de Bergman, Liv Ullmann y Erland Josephson, aunque allí la pulsión erótica del viejo gruñón se mezclaba con el miedo y la orfandad que siente el que ya huele la muerte. Hay que reconocer que Bergman tampoco se anduvo con chiquitas en este terreno

Hombre lento es también un libro sobre un mundo que está a punto de fenecer, el que representa Rayment y su amor por el oficio de la fotografía, y sobre el que ha irrumpido sin que él se diera cuenta, pues ha vivido mucho tiempo de espaldas a sus contemporáneos, y que encarnan los adolescentes ensimismados de la era de Internet y las familias de nuevo cuño de los barrios periféricos de las ciudades australianas, familias trabajadoras en busca de status.

Lo que menos me gusta de la novela de Coetzee es esa escritora pizpireta llamada Elizabeth Costello, que ya protagonizó otro de sus libros y que aquí se convierte en contrapunto emocional y argumentativo de Rayment y un recurso literario para explorar sus sentimientos cuando la trama principal, la de su aproximación a la familia Jokic, la de Marijana, queda suspendida. Costello, un Sancho Panza posmoderno que practica el culturalismo pero que tampoco tiene empacho en destilar esa sabiduría hueca de los libros de autoayuda, sirve a Rayment para reconocer la pérdida que supone la vejez y el océano que media entre la realidad y el deseo.



Una curiosidad: todavía me pregunto por qué la edición española de la novela muestra a un perro lamiendo los labios de un anciano, previsiblemente su dueño. Arriba reproduzco la portada de la inglesa, mucho menos metafórica, pero más ajustada y en línea con el estilo directo de Coetzee.