jueves, 29 de diciembre de 2011

Siempre Muñoz Molina




Principios de los noventa. Llego a Madrid, a la universidad, para estudiar periodismo, todavía imberbe, desde mi Tenerife natal y desde esa isla dentro de la isla que es La Orotava. Con la decisión de trasladarme a la capital, mi madre envejece una década de la noche a la mañana -en ese momento me cuesta percibirlo, pero luego el deterioro se hace evidente-. En las asignaturas de literatura de la carrera se cuela, entre grandes nombres y santones -Borges, Cortazar, Chesterton, Marsé, Martín Santos, Steiner, Böll- un tío casi tan imberbe como yo, con cara de chico soñador de provincias. Desde luego no mira desde la solapa de sus primeros libros como un "autor", con ese gesto pretendidamente descuidado, a lo Juan Goytisolo, o con la pose glamurosa y el semblante adusto, sombrío, a lo Milan Kundera.


Es Antonio Muñoz Molina, que acaba de recibir el Premio Nacional de Literatura con El Invierno en Lisboa, un librito corto cargado de mitomanía y de homenajes al jazz y al cine. Me pregunto que pensará Muñoz Molina de aquella novelita, cuanto suscribiría hoy de la misma, aunque intuyo la respuesta. Me miro yo también, miro las pocas fotos que conservo de aquellos tiempos -no había móviles, ni cámaras digitales con las que retratarse a cada rato-, y veo la cara del que no ha dejado de ser un chaval y, sin saberlo, se adentra a toda pastilla en la madurez. Me pregunto cuanto suscribiría hoy de lo que ese chico, ensimismado y egoísta, decía.


1993. Leo durante las vacaciones de verano, mientras mis compañeros de facultad se afanan por conseguir un puesto de becario en las desiertas redacciones de los periódicos, El jinete polaco. Lo recuerdo como un momento de felicidad absoluta. Frases largas y la acción demorada por el estilo y por un tiempo circular, literario. Muñoz Molina a vueltas con sus preocupaciones de siempre: la emigración, la guerra civil, la miseria de la posguerra y del campo andaluz, la educación sentimental, los amores contrariados... Todo un fresco histórico, humano y emocional. Un banquete.


Ardor guerrero. Un amigo de un amigo, un tío con aires de escritor y que está decidido a vivir de la literatura -creo que acabó ganando algún premio menor- me dice muy seguro que Ardor guerrero es lo mejor que ha escrito Muñoz Molina. Me lanzo a su lectura, superando ese rechazo inicial que me producen las tramas cuartelarias. El libro, el más autobiográfico, lo escribe en la paz conventual de una universidad americana. Uno conecta desde la primera línea con ese recluta que ha crecido entre olivares y que en una fría madrugada de invierno de principios de los ochenta coge un tren con destino al tenebroso norte, donde los terroristas empiezan a estar en su apogeo. Ardor guerrero fue y sigue siendo un libro singular. Es uno de los pocos intentos de hacer literatura seria e imperecedera de un momento crucial en la vida de tantos españoles, pero tan dado a la parodia: el servicio militar. Tiempo de humillación y formación forzada. Rito de paso de difícil comprensión hoy para un joven de 18 años. Siempre escuche a mi padre contar, con una mezcla de nostalgia y de asombro renovado, su peripecia en los cuarteles de La Palma, en el año 51. También mi hermano, tantos años mas tarde, nos habló, con cierto orgullo, pero con el alivio de haberlo dejado atrás sin sufrir percance, de cómo le fue en la fría sierra de Almería, adonde llegó en un avión que se caía a pedazos, un episodio que acrecentó su pánico a volar.  


Otoño de 2009. Presentación en Madrid, en la mítica Residencia de Estudiantes, de La noche de los tiempos, un mamotreto de casi 1.000 paginas. Durante más de una hora, Muñoz Molina habla del proceso de gestación y escritura de su novela más larga hasta la fecha. Tres años de viajes y de bucear en libros de memorias y novelas, estudios históricos, archivos, bibliotecas de aquí y de allá, librerías de viejo, ferias de antigüedades... Es la historia de un adulterio en los meses previos a la Guerra Civil y está contado hasta en sus detalles más microscópicos. Alguna vez he visto aplicado a Muñoz Molina el adjetivo de entomólogo. Creo que le viene como anillo al dedo. El relato de la peripecia documental previa a la escritura de La noche de los tiempos bien valdría otro libro. Una lástima no haber grabado la charla que esa fría noche de otoño dio en la Residencia de Estudiantes.


Nada del otro mundo. Paso por la librería y veo esta recopilación de cuentos, que ya publicó en 1993, aunque en esta ocasión ha incorporado un par de historias. Muñoz Molina, tan dado a ralentizar la narración y a demorarse con los detalles más minúsculos del paisaje emocional de sus personajes, es capaz en ocasiones de apretar la vida en una docena de páginas y resolver la historia con un hallazgo detectivesco, o con un episodio surrealista. Eso sí, su mirada es casi siempre piadosa, con el solitario, con el desplazado, con el desamparado.


Una nota. En el epílogo de Nada del otro mundo descubre el motivo de su sequía como cuentista -en casi 20 años ha producido solo tres o cuatro piezas-. Él, que siempre ha escrito cuentos por encargo, dice que los directivos de periódicos ya no incluyen relatos en sus publicaciones, todo lo más minihistorias de 500 palabras como máximo. Existe la extraña convicción, asegura, de que el mejor público posible de un diario es que el no lee o lee poco. Es verdad, en España se escribe mucha opinión, pero poca buena información y casi ninguna ficción, donde el desafío formal es grande y las posibilidades expresivas se multiplican. Una pena.



miércoles, 14 de diciembre de 2011

Es la tecnología, estúpido




Nadie puede negar que Internet ha puesto en nuestras manos un caudal de información y de datos desconocido. Hay estudios que dicen que hoy consumimos el triple de información que en 1960. Somos capaces de “peinar” este océano de datos con cierta soltura y a la vez que hacemos otras cosas. En fin, que nos hemos hecho unos magos del multitarea. Podemos “leer” una página de Internet casi de un vistazo, y eso al tiempo que atendemos las alarmas y las actualizaciones del correo electrónico, las redes sociales o la mensajería instantánea, o incluso respondemos al móvil o al Whatsapp.

Sin embargo, es probable que tanta hiperactividad tenga sus contraindicaciones. A nivel popular, el debate lo inaugura en 2008 el periodista y divulgador Nicholas Carr con la publicación del artículo Is Google making us stupid? (¿Google nos vuelve estúpidos?) en la prestigiosa The Atlantic. En un breve escrito, Carr se quejaba, muy en primera persona, de que Internet le estaba robando la capacidad para concentrarse y profundizar en un tema. El autor reconocía cómo cada vez le costaba más concentrarse en la lectura de un libro a causa de las dinámicas que impone la Red. Carr citaba al bloguero Bruce Friedman, que reconocía que Internet había alterado hasta tal punto sus hábitos mentales que ya no se planteaba leer libros como Guerra y paz, de Tolstoi, y que incluso un escrito de más de 4 o 5 párrafos se le hacía una tortura.


Para Carr, el culpable del desaguisado era Google, que fomenta el picoteo perpetuo en múltiples páginas con el fin de saber cada vez más sobre nuestras preferencias y vincularlas a la publicidad con la que se gana la vida. Estas ideas iniciales de Carr fueron tomando cuerpo y se convirtieron con el paso del tiempo en la base de su libro Superficiales (Editorial Taurus), un trabajo que ha tenido cierta repercusión y que apareció en España la pasada primavera. En él el autor indaga en los cambios mentales que está dejando la tecnología en los jóvenes e intenta respaldarlos con las investigaciones científicas disponibles.

Hay que avisar que Carr no es un ultraconservador enrocado en aquello de que “todo tiempo pasado siempre fue mejor”. Tampoco hace una crítica furibunda de las máquinas al estilo de un Sánchez Dragó, que después de lanzar puñales se jacta de su ignorancia en la materia. Sin embargo, Carr nos advierte: la Web está cambiando nuestras capacidades cognitivas y erosionando las funciones cerebrales más elevadas, como el pensamiento profundo, la capacidad de abstracción o la memoria a largo plazo, que son fruto de la concentración. Incluso las emociones y la capacidad para empatizar con los demás exigen tiempo para ser procesadas. Si no invertimos ese tiempo, advierte Carr, nos deshumanizamos. Él está convencido de que Internet establece nuevas conexiones en el cerebro, pero también debilita otras que acabamos por abandonar.

En una onda parecida se mueve el libro del británico Richard Watson Mentes del futuro (editorial Viceversa)“Los aparatos digitales nos están convirtiendo en una sociedad de idiotas. Si cualquier trozo de información se puede recuperar con un solo clic de ratón, ¿para qué preocuparse por aprender nada?”, se pregunta Watson, que recuerda que un pensamiento profundo y riguroso, que es el que nos interesa porque nos pone en contacto con la creación y la imaginación, no se puede desarrollar en el ambiente caótico del multitarea, tan lleno de interrupciones e hiperenlaces, ni se puede hacer con los 140 caracteres a los que obliga Twitter. En fin, leemos más, somos muy ágiles a la hora de trasegar con información, pero somos culturalmente más ignorantes y cultivamos un pensamiento de miras cortas.

Desde un punto de vista científico y neurológico, probablemente es aventurado decir que Google, Internet o los móviles nos están cambiando la estructura del cerebro. Notar esos cambios requiere periodos de observación muy largos. Sin embargo, sí se puede decir a estas alturas que la tecnología está cambiando hábitos y conductas de una forma quizá irreparable.  Nos ha hecho más diligentes a la hora de lidiar con los datos, pero también más promiscuos, perezosos, impacientes, irritables y gregarios. Precisamente en este último adjetivo se para Jaron Lanier en Contra el rebaño digital (Editorial Debate). Lanier es un autor que ve en la Internet alimentada por los usuarios un fuente imprecisa y tediosa de información y en la que la cantidad se impone a la calidad y las buenas ideas son acalladas a base de gritos.

Mucho menos apocalíptico, sin embargo, es Nick Bilton, responsable de la sección de tecnología del The New York Times y autor del libro Vivo en el futuro y esto es lo que veo (Gestión 2000). Bilton cree que el cerebro se adapta para hacer tareas muy diferentes y que es compatible el multitarea que imponen las nuevas tecnologías con la lectura sosegada. Bilton habla incluso de los beneficios que tienen los videojuegos, denostados por muchos, para algunas profesiones, como los médicos cirujanos. “Los videojuegos estimulan el cerebro de los jóvenes como lo hacen los libros”, sostiene.

En fin, son libros que dan un toque de atención sobre los efectos de algo tan ubicuo y cotidiano como la tecnología, que usamos en exceso pero que raramente sometemos a examen. 


martes, 6 de diciembre de 2011

Queridos Reyes Magos, quisiera un ebook



C. A. G.

A estas alturas, mientras la mayoría de los niños está pensando qué regalos pedir a los Reyes Magos, son muchos los padres que lo tienen claro: un lector de libros electrónicos. A los tradicionales Papyre, Sony Reader y Wolder, se han añadido en el último mes los dispositivos de las tres principales tiendas de libros del país (Fnac, Casa del Libro y El Corte Inglés) y el del portal Amazon. 

Son cuatro aparatos muy similares. De hecho, todos cuentan con pantallas de 6 pulgadas de tinta electrónica, 2 Gbytes de almacenamiento interno, ranura para tarjetas de memoria (excepto el Kindle) y conexión WiFi, lo que permite descargar los títulos sin necesidad de contar con un ordenador a mano. Tanto el eReader Tagus (119€) de Casa del Libro como el libro electrónico de la Fnac (129€) provienen del fabricante español Bq, mientras que el Wibook 650T (189€) de El Corte Inglés es un producto de producción propia y Amazon trae a España únicamente su Kindle más económico (el de 99€).

En cuanto a sus catálogos, Amazon es la que atesora más títulos: 900.000 ebooks (22.000 en español, pero ya ha anunciado que incluirá 4.000 nuevos títulos de aquí a tres meses), frente a los 60.000 de Casa del Libro o los 35.000 de El Corte Inglés. Otro tanto a su favor es su precio. Vende, por ejemplo, lo último de Ruiz Zafón (que no está metiendo tanto ruido como al que nos tiene acostumbrados) a 9,49€, mientras que la Fnac y El Corte Inglés lo hacen a 9,99€, y Casa del Libro, a 11,99€. Puede ser una diferencia vital para llevarse a los compradores. Sucede lo mismo en el caso de la última obra de Pérez Reverte o la biografía de Steve Jobs.

Sin embargo, el Kindle de Amazon también tiene un importante inconveniente. Y es que el portal estadounidense trabaja con el formato propietario AZW, que precisa de una aplicación de conversión si el libro no se compra desde la propia Amazon (la más popular es Calibre), mientras que el resto de servicios online distribuyen los títulos en ePub (que ya se ha convertido en el más usado) y no pueden leer AZW.

Esta limitación ha sido criticada recientemente por el editor y padre del concepto Web 2.0, Tim O´Reilly, quien en FICOD, el Foro de Contenidos Digitales, celebrado recientemente en Madrid, ha expresado su preocupación porque Amazon controle el mercado del libro electrónico “con su intento de instaurar un sistema propietario y de control de dispositivos”.

El libro electrónico todavía no ha levantado el vuelo por estos pagos. No pasan del 2 o 3% los libros que se venden en este formato en España, mientras que en Estados Unidos ya andan por el 20%. En su contra juega el hecho de que los precios no son atractivos. Una rebaja del 20 o 30% respecto a la edición en papel no es suficiente. Algunos expertos creen que es posible dejar el PVP en la mitad y que todos los interesados sigan ganando dinero. Eso sí, antes el Gobierno deberá bajar el IVA del 18% actual (que es el tipo general) al 4% (tipo reducido) que paga el papel. La razón, totalmente injustificada, de este desequilibrio es que el ebook se considera un servicio de comercio electrónico. Estaría bien que el PP le diese "una pensada" a esta cuestión, como amenaza con hacer con el tabaco en los bares. Cruzamos los dedos. 

En todo caso, está claro que estas Navidades serán cruciales. El lector de eBooks se puede convertir en el regalo estrella por dos razones: primero por precio, puesto que 100 es una cantidad razonable en estos tiempos de crisis y apreturas; y, segundo, porque, por fin, hay una oferta amplia de títulos en las librerías más importantes. Que se preparen sus Majestades.