lunes, 11 de julio de 2016

'Léxico familiar', de Natalia Ginzburg




Recuperar el tiempo que se fue gracias a la palabra compartida en casa, gracias a esas frases tantas veces escuchadas en familia y en las que en otro tiempo, cuando nos creíamos eternos, no reparamos, y que al cabo de los años regresan cargadas de significado y emoción. Volver a la infancia y la juventud rememorando las protestas del padre colérico y autoritario, pero tierno en el fondo, los consejos de la madre generosa, pero desganada, las riñas de los hermanos que acabaron en violencia física y llantos desconsolados, o las conversaciones con los vecinos y los amigos con los que compartimos tantas tardes de verano.


Eso es Léxico familiar, quizá el libro más celebrado de la escritora italiana Natalia Ginzburg. Y se entiende que así sea porque, por la cercanía e intimidad de su prosa, al que lo lee no le queda más remedio que asumir como propio el universo familiar de la autora, a pesar de la distancia en el tiempo, pues al fin y al cabo Ginzburg nos habla de los avatares de una familia acomodada turinesa, la suya, durante las primeras décadas del siglo XX, cuando las alegrías de la modernidad se mezclaban con los oscuros augurios de los extremismos en Europa.   


Ginzburg se gana al lector con un estilo sereno, libre de artificios, atento al detalle y a la música de las palabras, cómplice y tierno, pero no melodramático ni enfático. Cuando la narración invita a un pico dramático, Ginzburg lo rehúye y, como en otros libros suyos (pienso en Las pequeñas virtudes), depura la vida de una familia para contarla toda y con todas sus complejidades en no más de 200 páginas. Y podía haber optado Ginzburg por el subrayado, pues razones no le faltaron. Y es que los Levi sufrieron la persecución del fascismo de Mussolini, y el primer marido de Natalia, el editor Ginzburg, del que finalmente adoptará el apellido, murió en una cárcel por sus ideas políticas.


Sin embargo, Ginzburg no levanta la voz ni muestra acritud, y por eso es más convincente su relato. Es más, la joven Natalia se quita de en medio como personaje y sólo la intuimos a través de esa mirada tierna, amorosa y socarrona que sostiene a los que ya no están. Léxico familiar nos habla del infierno de la muerte y la ausencia, de los tiempos grises de la guerra, pero con las palabras cálidas y desinhibidas del hogar.


Como decía Gabriel García Márquez, la vida no es como la vivimos, sino como la recordamos. Más aún, la vida, si es algo, es memoria y esa memoria sólo encuentra asidero en las palabras y las frases compartidas en la cocina, el cuarto de los niños o el salón de casa, pronunciadas despreocupadamente tantos años atrás, pero que luego quedan como el único vínculo con el pasado añorado. Ginzburg reinventa a la familia que se fue o que está irremediablemente desmembrada con el fraseo íntimo de las bromas o las regañinas que en otro tiempo formaron la lengua de la tribu. “Soy aquellos que fueron antes de mí”, dice Natalia Ginzburg.


El costumbrismo de Ginzburg recuerda al del neorrealismo italiano. A ratos esa polifonía de voces evoca el paisaje familiar de Amarcord, de Fellini, pero donde en Fellini reina el exceso y la autoría, en Ginzburg hay discreción y, todo lo más, una mirada compasiva.  


Como pasa con las buenas películas, que uno empieza a comprender o a apreciar del todo una vez ha abandonado la sala oscura del cine, Léxico familiar también empieza a crecer una vez cerramos el libro. De hecho, antes causa cierta fatiga su lectura porque uno debe andar muy atento para no perderse en la sucesión imparable de situaciones y personajes (cuesta llamarlos así cuando en realidad fueron presencias reales rescatadas por el recuerdo): Beppo Levi, el padre ateo y amante de las caminatas de montaña; Lidia, la madre aficionada a Proust y a la ópera; Gino, el hermano estudioso y modélico; Alberto, el otro hermano que acabó como médico de familia; Mario, emigrado a una Francia que admira y convertido a la lucha contra el fascismo; el amigo Cesare Pavese, que “había hablado durante años de suicidarse” y al que “jamás nadie le creyó”; Adriano Olivetti -el fabricante de las máquinas de escribir-, que se casa con Paola, la hermana mayor de Natalia; los compañeros de la editorial Einaudi...


Para no desequilibrar el relato y mantener la polifonía de voces, Ginzburg opta por cerrar abruptamente cualquier episodio si es necesario. Y es que en realidad, en Léxico familiar lo que importa no es tanto lo que nos cuenta en cada momento, sino la música de la memoria construida a base de esas palabras íntimas que una vez se compartieron, y que ahora sólo habitan en el olvido. “La de veces que he oído contar esa historia”, se despide Ginzburg.  


La literatura de Ginzburg tiene la aparente liviandad de lo cotidiano. Pero las cosas pequeñas son, al final del día o de la vida, las que más importan, por mucho que nos intentemos convencer de lo contrario. Como decía John Lennon en una canción, “la vida es lo que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes". Y esa vida que tiene lugar mientras tanto es la que llena las páginas de este libro.

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