viernes, 23 de agosto de 2013

El despertar de la señorita Prim




Ahora que tanto pega el calor y tan menguadas están las carteras, no conviene desdeñar el viaje literario, la posibilidad de escapar a través de la lectura. Un buen destino es, sin duda, San Ireneo de Arnois, esa villa anclada en el pasado a la que se traslada Prudencia, la protagonista de El despertar de la señorita Prim, respondiendo a un anuncio en el que se demanda “una bibliotecaria para un caballero y sus libros”.

Pese a que su búsqueda en Google Maps resulta infructuosa, el buen hacer de Natalia Sanmartin Fenollera permite que el lector visualice el pueblo a medida que se han construido sus habitantes, “una especie de forajidos románticos” o “exiliados del mundo moderno en busca de una vida sencilla y rural”. 

En esta singular localidad, emparejada espiritualmente con un monasterio benedictino anexo, cabe de todo, desde un club socrático en el que se debate “en vivo o por entregas”, hasta una liga feminista para la que buscar marido resulta una actividad habitual, pasando por niños sin escolarizar que recitan a Homero o Esquilo, y en la que todo el mundo tiene su propio negocio, de modo que se vean liberados de las “limitaciones de todo asalariado”. Como uno de los personajes llega a apuntar, “uno no puede construirse un mundo a medida, pero lo que sí puede es construirse un pueblo”.

A este pequeño reducto “para exiliados de la confusión y agitación modernas”, llega Prudencia Prim, una mujer “intensamente titulada”, con una “nariz dotada de gran sensibilidad” y la permanente sensación de haber nacido en un momento y un ambiente equivocados. Con tan pesado equipaje, no es extraño que buena parte del libro verse sobre el choque que supone para ella tratar con tan extravagantes vecinos, pero, sobre todo, con su empleador, al que la autora no asigna nombre, sino que es descrito como el hombre del sillón (en un guiño a la escritora Elizabeth Von Armin y su libro Elizabeth y su jardín alemán).

Educación, literatura o religión son algunos de los temas que centran las muchas luchas dialécticas a las que se enfrentan la descreída señorita Prim (personaje, todo hay que decirlo, con el que resulta algo complicado empatizar) y su jefe, un especialista en lenguas muertas (domina alrededor de una veintena), al mismo tiempo que enamorado de la vieja liturgia romana. 

Y es que, como ocurre en las novelas de Jane Austen, de las que Sanmartin Fenollera se confiesa deudora, las diferencias, a veces, unen más que las coincidencias. Aunque la autora ha definido este libro, su primera novela, como un cuento para adultos, una especie de fábula en la que se recrea un lugar en el que cobran relevancia las pequeñas cosas y donde se aboga por la vuelta a una economía tradicional, simple y familiar; en muchas ocasiones, vira hacia la novela de tesis, empleando toda la artillería que está en sus manos para reforzar la idea de que otro mundo es posible, como por ejemplo cuando un personaje intenta explicar a Prudencia por qué en el pueblo la educación corre a cargo de los padres y no del colegio: “Si usted estuviese convencida de que el mundo ha olvidado cómo pensar y educar, si creyese que ha arrinconado la belleza de la literatura y el arte, si pensase que ha ahogado la fuerza de la verdad, ¿permitiría que ese mundo enseñase algo a sus hijos?”.

En cualquier caso, ideas como esta, más que una voz propia sorprendente o una narrativa hipnótica, son las que convierten a El despertar de la señorita Prim en un libro recomendable. De lectura fácil y planteamiento algo pueril, su fuerza, más que en su prosa, hay que buscarla en la necesidad de los lectores de sumergirse por unos días en este utópico pueblo. Además, estos también sabrán apreciar el amor de la autora por la literatura, refrendado por la propia profesión de la protagonista, pero también por las continuas referencias a autores o libros. En fin, un libro en el que muchos, más que leer, quisieran vivir.


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