Un cuento de Santiago Toste que mezcla gastronomía e Historia
Dejémonos de
historias. Adolf odiaba el chucrut. Su temprana vocación por la gastronomía es
otra de las paparruchas ideadas por Goebbels para investir de pompa y mitología
el mediocre pasado de su jefe. No, él nunca soñó con ser cocinero. Quizás un
célebre pintor o incluso un político relevante, o, si me apuran, en sus
fantasías más delirantes hasta el líder de una gran nación… Pero lo de crear un
imperio gastronómico vino mucho después, de pura chiripa.
Todo comenzó en los
años 20, cuando este austriaco con aires de grandeza decidió montar una
cervecería en Múnich. No sé sabe cómo -a lo mejor fue cosa de Himmler, que al
poco había empezado a trabajar de friegaplatos y quería agradar al patrón-,
pero en muy poco tiempo el negocio se ganó la fama de que allí se servía la
mejor cerveza de Baviera, lo que resulta incomprensible, porque, créanme,
aquello era un miserable abrevadero en el que también se despachaba algo
aceitoso y recalentado que vagamente se asemejaba a las salchichas.
El caso es que
prosperó a un ritmo vertiginoso. Sin embargo, cuando herr Hitler ya
comenzaba a hacer planes -montar una terraza en el patio de atrás, contratar un
segundo camarero, servir desayunos…-, todo se vino abajo. Fue un escándalo: 116
clientes sufrieron una intoxicación alimentaria; de ellos, 58 estuvieron
hospitalizados durante semanas y 11, que formaban parte de un grupo de
veteranos de la Primera Guerra Mundial, cabalgaron hasta el Valhalla antes de
tiempo. La Policía pilló a Hitler en su casa,
atascado en la ventana de la buhardilla mientras intentaba escapar, en pleno
ataque de nervios y farfullando un galimatías del que solo se entendía algo así
como “demasiada salsa, demasiada salsa…”.
La cárcel le fue de bastante provecho. Participó junto a otros reclusos en un taller de cocina que le sirvió para mejorar su técnica y en los ratos muertos, que eran muchos, escribió Mil y una maneras de preparar chucrut, un libro hoy descatalogado, pero que en las décadas de los 30 y 40 fue todo un best seller, traducido a 28 lenguas. El éxito editorial animó a Adolf a emprender una nueva aventura empresarial, esta vez en Berlín. Ciertamente, la idea era buena: con un precio muy ajustado, el restaurante ofrecía un completo menú, cerveza, vino o refresco incluidos, además de un strudel de manzana que no estaba nada mal. Todo Berlín, desde el gran potentado al más humilde operario de una fábrica, desde el contable hasta la mecanógrafa que a mediodía paraban para almorzar, acudían al establecimiento de moda.
Dicen que fue Göring, su jefe de sala, el que le
propuso a Adolf ser un poco más ambicioso e intentar expandir el proyecto,
primero, por toda Alemania, y después, más allá de sus fronteras. Y el caso es
que, ante este pujante fenómeno culinario, no tardaron en caer rendidos
Austria, Checoslovaquia, Polonia, Dinamarca, Noruega, Países Bajos, Luxemburgo,
Bélgica y, por fin, Francia. Lo de París fue un duro golpe para la autoestima
de los galos, que en esto de los calderos y los fogones marcaban tendencia
desde hacía años.
En Italia y Rusia
las cosas funcionaron de otra manera. El estómago de los italianos era
gobernado desde Roma por el duce de la pasta, cuya cadena de pizzerías,
Mussolini’s, no encontraba rival desde Milán a Palermo. Goebbels lo tuvo claro
desde el principio: mejor asociarse con Benito Mussolini a través de una red de
franquicias bien publicitadas, que entrar en una guerra de precios con un
resultado incierto.
Algo similar ocurrió con Stalin en Moscú. Se cuenta que, en
aquellos años, en la Unión Soviética no se servía un plato de ensaladilla ni un
vaso de vodka sin que Stalin no lo supiera. Curioso personaje este Stalin,
mientras que por un lado inundaba de colesterol a su pueblo, por otro era un
defensor recalcitrante de las purgas como remedio más saludable para depurar el
organismo. De manera que Hitler y Stalin
suscribieron una especie de pacto de no agresión, pero nunca dejaron de recelar
el uno del otro.
Por lo que respecta
a España, Adolf se desesperaba cada vez que intentaba hablar con su par,
Francisco Franco, que prácticamente había copiado su modelo de negocio -a su
manera, eso sí-, pero no paraba de ofrecer las excusas más peregrinas, siempre
acompañadas con una risita nerviosa, cada vez que el austriaco le planteaba una
asociación. Visto con perspectiva histórica, hoy resulta inexplicable el éxito
que tuvieron aquí durante tanto tiempo los establecimientos Mesón del Caudillo.
Era otra época y eran otras las ideas sobre alta cocina, cierto, pero nunca
dejó de llamar la atención lo cicatero que era este hombrecillo en los menús
que despachaba. Tanto es así, que sus detractores de aquel tiempo los
denominaban con mucha guasa el régimen. Pese a todo, supo mantenerse en el
candelero durante casi 40 años.
No faltan los
historiadores que achacan la irrupción de Hitler en
el planeta gastronómico a cierta pasividad y exceso de confianza de los grandes
cocineros europeos, que no vieron venir -pero sobre todo menospreciaron- las
revolucionarias técnicas de marketing de aquel desequilibrado. Pero también hay
que ser justo y reconocer que existió un puñado de amantes del buen guisar que,
de norte a sur, de este a oeste, opusieron el sentido común y un encomiable
sentido de la libertad al elaborar los platos: eran los resistentes.
Los problemas para
esa formidable maquinaria germana en torno a los jugos gástricos de millones de
europeos comenzaron en Gran Bretaña. Winston Churchill, un veterano chef
londinense para quien el roast beef no guardaba ningún secreto, se empeñó en
demostrar a su clientela y al resto del mundo la sarta de disparates que
figuraban en la carta de cada uno de los restaurantes con el sello de Adolf. En
cuestiones de cocina, afirmaba el inglés, no hay fórmulas mágicas para alcanzar
el triunfo, sino el trabajo duro, o mejor, como a él le gustaba decir, “la
sangre, el sudor y las lágrimas”. Aún reponen de vez en cuando sus programas
radiofónicos.
Hitler había perdido el control.
En un brote de soberbia que resultaría fatal, un día llegó a la conclusión de
que la expansión natural de su emporio pasaba por Moscú y que ya estaba bien de
tanto contemporizar y tanta sonrisa falsa con Stalin. “El ruso se lo tiene muy
creído, jefe: es un cretino”, le solía susurrar Himmler cada vez que hablaban
sobre el georgiano. Completamente borracho de poder, en 1941 inició una campaña
publicitaria sin precedentes con el fin de que sus restaurantes conquistasen la
Unión Soviética. La llamó Operación Chucrut.
En el resto del
mundo, la situación no era menos convulsa. Los dueños de los principales
restaurantes y cafeterías de Estados Unidos estaban en estado de shock: de la
noche a la mañana, los paladares norteamericanos habían sucumbido al sushi.
Aliados comerciales de Alemania, los japoneses se habían conjurado para
arramblar con el imperio de la comida rápida.
Pero la respuesta
yanqui no se hizo esperar. La producción de hamburguesas y refrescos de cola se
multiplicó por diez, lo que, unido a una de las acciones promocionales más
agresivas que se recuerdan, no tardó en contrarrestar el esfuerzo culinario de
los nipones. Y no solo de ellos, pues los norteamericanos, ya metidos en faena,
se sumaron al fin a todos los que buscaban pararle los pies a Adolf y su modelo
culinario expansionista. Era la guerra de los fogones.
Mientras tanto, en
Berlín los negocios no iban bien. Los más cercanos a Hitler tenían
mucho cuidado de poner a su alcance los libros de contabilidad. Los números
habían ido adquiriendo un intenso y preocupante tono rojizo, pero Adolf no
valoraba la sinceridad, y su paranoia le hacía ver enemigos y espías de la
competencia por todos lados. Lejos de allí, en Francia, los gustos de la
población, tan cambiantes, habían comenzado a decantarse por los fast food. Del
mismo modo que la cocina local atravesaba una especie de renacimiento y se
formaban largas colas ante los locales para conseguir una mesa. La tendencia se
propagaba por toda Europa.
Poco se sabe de los
últimos días del chef austriaco, aunque muchos coinciden en que hasta el final
se resistió a asumir la realidad. Cuando desde hacía meses nadie daba un marco
por comer en sus establecimientos, incluso cuando la cocina rusa se extendía
por lo que antes fue su imperio -apenas a cinco metros de su negocio originario
se había instalado con éxito uno con el pomposo nombre de Exquisiteces del
Volga-, él se encerraba en su laboratorio de ideas -el búnker lo llamaba- y no
paraba de cocinar.
Lo peor para quienes seguían a su lado no era contemplar la
decrepitud de su antaño amado líder, sino el que se vieran obligados a probar
sus elaboraciones. O a simular que lo hacían, porque aquella bazofia, aquel
engrudo que él consideraba el no va más en creación de vanguardia, era
intragable. Sus propios perros, que terminaban siendo los destinatarios de
tanto despropósito, no tardaron en morir de inanición, envueltos en la
melancolía y entre terribles aullidos.
A partir de ahí, la
historia se confunde con el chismorreo. Algunos juran que en los 50 se toparon
con él en Buenos Aires, arrastrando un puesto ambulante de perritos calientes;
otros dicen que acabó recluido en una institución psiquiátrica, vestido todo el
día de cocinero, en la que le tenían prohibido acercarse a menos de 20 metros
de las cocinas… En fin, leyendas.
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